En sólo seis meses se había producido el asalto al pagador del Frigorífico Nacional, el crimen de Pardeiro y Seluja y el asesinato de Lecaldare, con un saldo total de cinco muertos, y dos procesados por el primer caso pero muy lejos del esclarecimiento de los hechos.
La situación de la policía era difícil. Estaba cuestionada su eficiencia y simultáneamente una comisión investigadora de la Cámara de Representantes indagaba sobre denuncias de malos tratos.
El 4 de junio de 1932, los diarios de Montevideo, informan que “por la investigación del asesinato de Lecaldare, se encuentra una banda que reconoce el crimen de Pardeiro”.
Las oficinas tenían una decoración inspiradora. Sobre las paredes lucían dos escudos con armas correspondientes a causas criminales. No hay leones rampantes, ni flores, ni campos verdes o dorados. Es el linaje del delito el que se expone, en una nutrida exhibición de armas de fuego y puñales que en algún instante fueron instrumentos de transgresión de la ley.
Sobre un armario hay un muestreo de los famosos pacos usados por los cuentistas para atrapar mixtos.
En un lugar destacado de la sala, el maniquí de cera de Petrona López, en tamaño natural, dentro de una vitrina.
El ámbito tiene el aire sombrío del taller de un taxidermista en donde se ha tratado de disecar el crimen.
Son las oficinas de la Policía de Investigaciones que por esa época se encontraban en el Cuartel Centenario.
Allí se trabaja, a fines de mayo del 32, acuciados por tres graves casos sin resolver.
Una noche -de las tantas que pasábamos en vela estudiando distintas pistas- recibí una llamada telefónica en mi despacho y para mi sorpresa era un viejo conocido de la crónica policial, el que, sin embargo, no tenía en esos momentos problemas aparentes con las autoridades. El sujeto en cuestión ofreció informes sobre el asalto al pagador del Nacional, el crimen de Pardeiro y el asesinato de Lecaldare, siempre y cuando se le entregaran los cuatro mil pesos de recompensa ofrecidos públicamente para quien colaborara con el esclarecimiento del atentado a Pardeiro, además de garantía de reserva sobre su identidad.
Por supuesto que acepté y en sucesivas entrevistas, en las que incluso llegué a vestirme de gaucho, realizándolas preferentemente en zonas rurales cercanas a Montevideo para no despertar sospechas, obtuve importantes datos. [27]
Quien explica cómo llegó la delación a la policía, es José Pascasio Casas Rodríguez, el jefe de Investigaciones en 1932. Su testimonio es de cuando Casas contaba ya con ochenta y ocho años y vivía su vejez en una casa de La Blanqueada. De su relato no surge si los cuatro mil pesos llegaron a manos del soplón.
Los periodistas responsables de la crónica policial son citados al cuartel Centenario para la mañana del 7 de junio de 1932.
En el contorno del patio central del Cuartel de la Plaza Artola, se fueron ubicando decenas de policías que presenciarían el reconocimiento de los integrantes de una “banda de ácratas” acusados de los principales delitos de sangre pendientes de resolución de los últimos meses.
En la policía existía un clima de euforia. En sus manos estaban, supuestamente, los asesinos que faltaban del sereno Lazcano y el conductor Ursi, víctimas del asalto al camión pagador del frigorífico, los responsables de la emboscada a Pardeiro y Seluja y los autores del crimen de Lecaldare.
Mientras los policías y los periodistas se acomodaban para el reconocimiento, un tano se coló en el espectáculo y empezó a vender fainá entre los asistentes, con una asadera redonda de chapa, con tapa en forma de semicírculo.
El primero en entrar fue un hombre de baja estatura, de ropas miserables y con una gorra algo ladeada hacia la izquierda. Dio algunos pasos y se detuvo indeciso mirando a su alrededor. Al levantar la cabeza puso al descubierto un rostro cetrino y enfermizo. Con mirada distante caminó hacia el centro del patio y allí se detuvo. Los murmullos y las conversaciones se mezclaron con algún tintineo de sables. Estuvo parado algunos minutos y luego, cuando se lo ordenaron, volvió a salir con pasos vacilantes.
Con el ingreso de Tomás Borche se inició el manyamiento de los ácratas en aquella mañana inhóspita, injustamente destemplada.
El siguiente en pasar fue José González Mintrosi. Conocido como El Chileno, el hombre de caminar tranquilo, con ojos hundidos y apagados bajo el ala de un sombrero de fieltro, se destacaba por una contrastante barba entre rubia y rojiza.
Con la misma digna resignación que irrumpió en el patio, salió por una puerta lateral cuando se lo indicaron.
Domingo Aquino, apodado El italiano, abarcó a los asistentes con su mirada mansa cuando le tocó su tumo. De cabellera abundante y revuelta bajo un gacho que no podía refrenarla, comenzó su paseo vestido con un modesto saco azul de mecánico.
El palio del Cuartel Centenario estaba alumbrado por la luz ámbar de un frío martes otoñal. El aliento de los espectadores se condensaba en pequeñas nubes cuando hacían algún comentario y las largas capas que lucían varios de los policías agregaban un componente espectral al reconocimiento.
Salió Aquino y los acusados siguieron desfilando. Sucesivamente entró Pedro Tufro, Teótimo Maldonado, Nicolás Urdanov, Carlos Pagani, Gerardo Fontela López, Rudecindo Nicolás Rodolfo Musso y Ángel Petrov.
Tres días antes, la policía había comunicado a la prensa su versión del atentado a Argentino Pesce y del asesinato de Pardeiro y Seluja.
Contradiciendo los hechos narrados por el taxidermista Borggiano un año antes, la policía afirmaba que el taxi con el cual se había atentado contra Pesce, confundiéndolo con Pardeiro, había sido abordado en Uruguay y Rondeau por dos pasajeros, Germinal Regueira y José González Mintrosi, y que en Belvedere había subido un tercer sujeto que hoy era identificado como Domingo Aquino. Entre los tres habían despojado al chofer de su vehículo, se dirigieron a Monte Caseros y Mariano Moreno y allí Aquino había disparado contra Pesce.
Nadie se molestó en comparar el relato que la prensa había publicado en mayo de 1931 con esta nueva versión, donde se agregaba un nuevo personaje en la historia y se modificaba en varios puntos el inicial testimonio de Borggiano.
Respecto al crimen del comisario de Orden Social y su chofer, se distribuían los papeles del siguiente modo:
El primero en llegar al paso a nivel de Bulevar Artigas y Pagola fue Aquino. Momentos después, a eso de las doce y cuarenta y cinco aparecieron González Mintrosi y Tomás Delis Borche. Algo más tarde llegó Germinal Regueira conduciendo su taxímetro donde transportaba las armas que se emplearían en el alentado. Regueira salió en el coche a hacer un reconocimiento para anticipar la llegada del auto de Pardeiro. Poco después volvió manifestando que el vehículo se le había descompuesto y debió dejarlo en un garaje. De esta forma quedaron sin un medio rápido de huir.
Cuando llega el coche de Pardeiro, Aquino y González se ponen frente a él y Regueira y Borche se tienden en una zanja para tirar sobre el costado izquierdo del faeton.
Este relato fue publicado en El Plata del sábado 4 de junio de 1932. El domingo 5, la prensa incluía nuevos datos: “Según Aquino y González, también intervino en la emboscada el búlgaro Nicolás Urdanov, un rubio muy buen volante”.
En la misma página y bajo el título “Leonardo Russo confiesa su participación en el crimen”, se transcribe su declaración: “Tenían razón, fui yo quien subió al estribo del auto para acabar con Pardeiro”.
La participación del joven Musso nunca fue especificada públicamente. Era el menor del grupo y, según la prensa, el que aportó la primera confesión.