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Los asaltantes, en el Hudson, tomaron velozmente por Florida hacia Paysandú y se perdieron de vista. A las tres de la tarde ya habían abandonado el coche en 8 de Octubre y Bulevar Artigas.

En el piso del cambio quedaron desparramados los billetes que volaron cuando la cinta que los sostenía reventó. En una caja fuerte había trescientas libras esterlinas que se salvaron del atraco.

El policía que estaba de guardia, en la esquina de Sarandí, oyó el tiroteo y pudo observar la desenfrenada fuga de los ladrones, pero no mostró ningún entusiasmo por intervenir.

Luego explicó, sencillamente, que no tenía el arma de reglamento pues la había perdido.

* * *

¿Quiere saber por qué vine yo al Uruguay? Bueno. Yo en España tenía entonces tres procesos abiertos, y en cada uno de ellos pedida la pena de muerte.

No, esos procesos no eran de la década del veinte. De antes, entre el dieciséis y el dieciocho. Antes incluso de la dictadura de Primo de Rivera, es decir, durante la Primera Guerra Mundial estuve preso, pero no llegaron a pedir mi condena a muerte. Eso fue un poco después.

Ya que hablamos de esos años le voy a explicar. España no había entrado en la guerra, pero todo lo que fabricaba se enviaba a los países beligerantes. Especialmente hacia Francia. O hacia Italia, porque Italia en esa guerra estaba junto a lo que después se llamaron las democracias. Todo lo que fabricaban los obreros españoles -yo estaba en una fábrica de fideos- y salía para ese destino, llevaba unos pasquines con un texto en cuatro lenguas: inglés, francés, alemán e italiano. En los cuatro idiomas decía más o menos: Hermanos abandonen las trincheras, no sean enemigos, no disparen un tiro más. El enemigo lo tienen en la retaguardia, en su pueblo, no acá. Nosotros no sabíamos hacia donde podían salir esos cajones, pero cada objeto que tocaban manos españolas y que se enviaba a la guerra -fuera a un bando u otro- llevaba ese llamado.

No, yo no me había embarcado especialmente para este país, venía al Uruguay o a la Argentina. Podía elegir. El barco en que vine de polizonte, también hacía escala en Brasil, pero allí tenía el inconveniente del idioma. No tenía preferencia por Buenos Aires o Montevideo. Yo sabía por la prensa que tanto en una ciudad como en la otra tendría compañeros. Además sabía que aquí estaban Tadeo Peña y Capdevila. No habían actuado conmigo, pero los conocía, sabía que en cualquier momento podría contar con ellos si necesitaba plata o lo que fuera. Sabía que podía contar con dos armas más, aparte de la mía, y ya eran tres.

Llegué en el 28. Al desembarcar no encontré a nadie. Pasé por la Plaza Independencia. Di una vuelta por la Pasiva y crucé por delante del Cambio Messina. Vi cuarenta mil pesos en un atado y me dije: Aquí hay cuarenta mil pesos. Si me hacen falta los vengo a buscar.

De noche los muchachos de la FORU (Federación Obrera Regional Uruguaya) me llevaron hasta donde estaban mis compañeros. Ellos me alojaron en su casa. Entonces les pregunté si sabían dónde podía encontrar a Roscigno, Moretti, Malvicini y todos los que habían participado en el asalto al Hospital Rawson de Buenos Aires. Cuando bajé en el Brasil, conseguí los números de un mes entero de La Prensa y La Nación, y en los diarios no se hacía otra cosa que hablar de ese asalto. Todos insinuaban que sus autores estaban en Montevideo, o por lo menos que podían estar. Entonces me dije: Tengo que buscarlos inmediatamente. Los muchachos que me habían llevado de polizonte iban a demorar veinte días en Buenos Aires, antes de regresar a Europa. Me comprometí a encontrarlos en esos veinte días.

Que si los encuentras, que si no los encuentras; la verdad es que los encontré. Les propuse que se vinieran a Europa conmigo. No quisieron. Les dije: allá no los conoce nadie. Yo tuve que huir porque soy demasiado conocido y no me puedo movilizar. Tenía que ir y volver de Francia continuamente. Había que tranquilizar además a mi madre, a mi esposa; tenía dos hijas de nueve y de once años. Yo hablaba con Miguel, es decir con Roscigno, y Miguel me dijo: No, nosotros no precisamos nada. Ni pensamos ir a ninguna parte. Pero yo no me podía sentir tranquilo sabiendo que ellos estaban en Montevideo, sin mayores precauciones. Ustedes tienen que poner distancia, les insistí Allí podrían moverse con más facilidad. El único que puede hacerlo aquí, soy yo. Les dije más. Cuando los encontré, yo ya había hablado con César Batlle que me había dado trabajo en el Ministerio de Obras Públicas y me había entregado una cantidad de plata, para que hiciera un ensayo con unos bloques que aprendí a hacer en Barcelona. Con esos bloques ganamos una licitación y construimos dos pabellones en la Exposición Internacional. No había nadie que mezclara la arena con el portland como nosotros. Eso lo supo César Batlle y por eso me hizo la oferta: un puesto en el Ministerio, dinero para instalarme y casa franca. Yo rechacé todo y le expliqué: Usted me da casa franca para que le ponga un club, como hicieron con otros españoles. Conmigo se equivocaron. Yo buscaba a Rodrigo Soriano, para pedirle ayuda. Él sabía quien era yo ángel o diablo, según se presente la circunstancia. Fui a buscarlo a El Día, pero no estaba. Me dijeron que el sábado almorzaba con don Pepe, en Piedras Blancas, y que allí podría encontrarlo. César Batlle me invitó. Ahí sí, voy, le dije. Y también aceptaba, si me la facilitaban, una credencial con derecho a cinco años de residencia. Ya estaba casi concedida, por otra parte. Y sin embargo no fui. Para el sábado ya había dado con Roscigno y decidí no ir. Pensé: si voy allá no sé lo que me puede pasar después, comprometo un sector político que nada tiene que ver conmigo, ni yo con ellos.

Miguel me dijo: Te precisamos. Tenían una imprenta y estaban falsificando plata argentina.

No, Gabrieleski no servía para nada. El que servía en realidad estaba preso en Punta Carretas [se refiere al alemán Erwin Polke]. El famoso Gabrieleski en toda la vida no hizo más que falsificar estampillas de medicamentos, entradas de fútbol o algunos boletos de carreras. No pudo pasar de eso.

No, los billetes de Gabrieleski no servían para nada. Y esos que me mostró Miguel en ese momento, tampoco. Eso no sirve, les dije. Cómo no va a servir, me contestaron. Se manda allá. Ya fueron dos millones y aquí tenemos otros tres. Yo insistía: No acepto que por pasar diez pesos un hombre arriesgue su vida o se hunda por el resto de sus días en la cárcel, si tienen que defenderse a los balazos.

Roscigno liquidó la discusión: Usted se va para allá y esto se pone en circulación.

Fui. Cuando llegué a la Boca me encontré con el compañero que me esperaba y le dije que había que quemarlo todo. Se resistió: A mí me manda Miguel y él nos ordenó poner esto en circulación mañana. Además ya enviamos una parte a Morón. Eso no se podía salvar. Pero lo que yo traía y lo que le quedaba al compañero había que quemarlo. Creo que Miguel, sabiendo como yo pensaba de la operación, había consentido en la solución que yo le di, de hecho, al enviarme a mí. Después protestó: Compañero, ¿cómo hizo eso? El sacrificio de tantos meses. Los riesgos de traer las máquinas. Sólo le contesté: Se quemó y paciencia. Si están las máquinas no se perdió nada, siempre hay tiempo.