Выбрать главу

Lola Rom salió a la calle abrazada de su niña y lamentándose: Señor, Señor, qué culpa tenemos de que los hombres sean así.

Cuando la casa fue desalojada, los periodistas pudieron echar un vistazo. Sobre la camita de bronce de José Salvador -el pequeño hijo de Vicente Salvador- quedó abandonado Tom Sawyer Detective, de Mark Twain.

El año del Centenario

Montevideo era una ciudad inquieta, una ciudad muy extendida, pero con la ingenuidad de una pequeña villa de provincia.

Es así como la describe el delegado de la Internacional Comunista, el suizo Humbert-Droz, que la visita en mayo de 1929, cuando concurre a la fundación de la Confederación Sindical Latino Americana.

“Un poco como Lyon, suficientemente muerta y tranquila […] la diferencia con el Brasil es considerable. Nada de ecuatorial, más bien un clima mediterráneo, o de Crimea.”

“Desde el punto de vista policial, hay aquí una seguridad desconcertante. Cada uno entra y sale como quiere, sin presentar papeles y dando el nombre que se le ocurre. Una vez dentro, se terminan los controles. Es un verdadero paraíso para los «comerciantes» de nuestra especie. [12]

En el mismo mes en que el representante del Comintem – la Internacional Comunista – desembarca en Montevideo, llega un refugiado italiano que constituía una referencia teórica para el movimiento libertario del Río de la Plata.

Luiggi Fabbri arribó con su familia el 18 de mayo de 1929. Había fugado de la Italia fascista hacia Francia y luego de una estadía de dos años se encontraba ante la inminencia de una expulsión, cuando eligió Uruguay para su nueva residencia.

Con el matrimonio venía una hija de veinte años -Luce- que coincide con el comunista suizo en las impresiones que recibió del espíritu montevideano de fines de la década del veinte.

“La diferencia entre el clima que se respiraba en París y el que encontramos aquí, era tan grande, tan grande…

Llegamos al Uruguay y esto no era la libertad absoluta, pero se cercaba mucho, comparado con cualquier país de Europa.

Era un lugar excepcional y lo que más me impresionó de entrada fue la libertad que se gozaba.

Se podía editar lo que se quería, se podía escribir lo que se quería, era verdaderamente un lugar único en el mundo.

En diciembre del mismo año viajé a Argentina y allí la situación era muy distinta.

Aquí, la sensación de libertad que se respiraba no era algo oficial, era un sentimiento de la gente, que es lo más difícil; el uruguayo era un hombre muy independiente, muy respetuoso de las ideas ajenas e irreverente respecto a los símbolos. En esos tiempos muy poca gente se levantaba cuando se tocaba el himno nacional.

Cuando llegamos nos encontramos con muchas quejas por el aumento de los precios y la desocupación.

De donde veníamos, esos no nos impresionó. La situación podía ser crítica, pero al mismo tiempo notamos una tendencia al derroche. Vimos medias flautas en los tachos de basura, cosa que en Italia en ningún momento hubiera sido concebible.

A mi madre en una carnicería le regalaron una cabeza de vaca y cuando intentó pagarla el carnicero le explicó: -Eso no se cobra, se tira-. Comimos sesos, lengua, comimos varios días.

Había crisis, pero la gente igual comía mucha carne.

En la Jefatura, cuando fuimos a hacer la cédula de identidad, un empleado reconoció el nombre de mi padre: -Ah, usted es Luiggi Fabbri, yo he leído sus cosas, porque cuando era joven tenía ideas.

Al mes de haber llegado, encontramos una casa por el Prado y como estaba encargada de hacer los trámites pregunté: -¿Dónde hay que registrar el domicilio? Me respondieron: -¿A quién le interesa donde vives? y yo suspiraba: -Esto es el paraíso”. [13]

* * *

El viernes negro de la Bolsa de Nueva York llegó a estas costas como algo lejano, como algo que no podía empañar las ilusiones.

Sin embargo el inicio de la gran depresión irrumpió ya a fines de los veinte como un avance de la desocupación. Este escollo intranquilizaba, pero se pretendía que fuera pasajero.

De cualquier forma, los montevideanos no permitieron que el año del centenario fuera opacado por los malos presagios de la economía mundial.

* * *

1930 giró alrededor de los festejos de julio. El doce de ese mes se cumplía el Centenario de la Bandera y el dieciocho los cien años de la Constitución.

La calle Sarandí se engalanó con enormes carteles luminosos que brillaban con los nombres de los constituyentes.

La Catedral y el Palacio de Gobierno resplandecían con una nueva iluminación.

Seguían sin verse los límites del progreso. Un haz de luces disparado hacia el cielo desde la Plaza Independencia era una verdadera sugerencia de los anhelos sobre el porvenir.

La ciudad ofrecía nuevos espacios para proyectar los sueños luego de la apertura de la Avenida Agraciada y de la inauguración de la Rambla Sur.

Banquetes, homenajes, desfiles y para culminar: aquella tarde del treinta de julio de 1930, cuando la escuadra de Nazzazi, en un Estadio Centenario recién inaugurado, se adjudicó el primer campeonato mundial de fútbol.

Montevideo festejó sin dejarse impresionar por inciertos augurios.

Los montevideanos, que en el censo de 1928 no habían alcanzado a los cuatrocientos cincuenta mil, seguían disfrutando sin aprensiones de las quinientas salas de espectáculo que estaban a su disposición. Concurrían asiduamente a los siete grandes teatros en los que desfilaban por sus escenarios las compañías más acreditadas del mundo; y a los ochenta locales de biógrafo, muchos de los cuales eran verdaderos teatros, por su disposición interna, por el lujo de sus decoraciones y la capacidad de sus salas.

Ya a mediados de la década del veinte había trescientas sesenta y ocho publicaciones en el país, de las cuales cincuenta y cinco eran diarios, ochenta semanarios, y las demás con diferente periodicidad.

La preeminencia la tenían las publicaciones políticas -ciento cincuenta y cinco- pero la temática que abarcaban era muy variada.

Se iba al teatro, se iba al biógrafo, se leía la abundante prensa, se paseaba por los seis parques públicos y las cuarenta y seis plazas y plazuelas enjardinadas y en verano, hacia las playas, “converge la población de la ciudad sin distinción de clases, en auto, en tranvías, a pie, como a una romería, abigarrándose, dando una nota de animado y riente colorido a aquellos parajes prestigiosos, donde las horas transcurren fugaces… [14]

Aunque aún duraba la perplejidad producida por aquel asalto al Cambio Messina, pronto pudo decirse que cierto auge de la delincuencia era un tributo al progreso.

Eso no impidió que se buscaran responsables genéricos de la alteración de la tranquilidad pública. Sobre los pistoleros catalanes, ácratas, los inmigrantes, recayó la culpabilidad.

Pero especialmente dos individuos eran los arquetipos del violador de las leyes.

En una ciudad cuyo principal periódico escribía Dios con minúscula, poco importaba que sus personajes míticos de la delincuencia fueran un “Arcángel” y un “Salvador”.

A finales de la década del veinte y principios del treinta, detrás de todo asalto, de todo crimen, siempre surgían en las primeras hipótesis los nombres de Miguel Arcángel Roscigno y Vicente Salvador Moretti.