En ese momento don Juan tuvo otra idea inconcebible. Corrió al establo, ensilló dos caballos y pidió a su guardaespaldas de esa mañana que volviera a acompañarlo. Galoparon hasta el sitio en donde don Juan había visto a Tulio. Este estaba exactamente donde lo había dejado. No le dirigió la palabra a don Juan. Cuando éste lo interrogó, se limitó a encogerse de hombros y volverle la espalda.
Don Juan y su compañero galoparon de regreso a la casa. En ella, don Juan encontró que Tulio estaba almorzando con las mujeres. Tulio estaba también hablando con el nagual. Y Tulio trabajaba con los libros.
Don Juan se dejó caer en un asiento, cubierto de sudor frío del miedo. Sabía que el nagual Julián lo estaba sometiendo a una de sus horribles bromas. Razonó que tenía tres cursos de acción. Podía comportarse como si no ocurriera nada fuera de lo común; podía resolver la prueba por sí mismo o, puesto que el nagual aseguraba siempre estar allí para explicar cuanto él quisiera, podía enfrentarse al nagual y pedirle aclaraciones.
Decidió preguntar. Fue en busca del nagual y le pidió que le explicara a qué se le estaba sometiendo. El nagual estaba solo, en el patio, aún trabajando en sus cuentas. Apartó los libros y le sonrió. Le dijo que los veintiún no-haceres que él le había enseñado a ejecutar eran las herramientas que podían cortar las mil cabezas de la importancia personal; pero que dichas herramientas no le habían servido para nada. Por lo tanto, estaba ahora probando el segundo método para destruir la importancia personal. Ese método requería poner a don Juan en el sitio donde no hay compasión.
Don Juan quedó convencido de que el nagual Julián estaba loco de remate. Al oírle hablar de no-haceres, de monstruos con mil cabezas y de sitios donde no hay compasión casi llegó a tenerle lástima.
El nagual Julián, muy calmadamente, le pidió a don Juan que fuera al cobertizo de la parte trasera de la casa y pidiera a Tulio que saliera de allí.
Don Juan lo miró y luego suspiró haciendo lo posible para no estallar en una carcajada. Don Juan pensó que los métodos del nagual Julián se estaban volviendo demasiado obvios. Don Juan sabía que el nagual quería continuar con su prueba, utilizando a Tulio.
En ese punto don Juan interrumpió su narración para preguntarme qué pensaba yo de la conducta de Tulio. Dije que, guiándome por lo que yo sabía sobre el mundo de los brujos, diría que Tulio era un brujo que, de alguna forma, movía su propio punto de encaje de una manera muy sofisticada, para dar a don Juan la impresión de estar en cuatro lugares al mismo tiempo.
– Entonces ¿qué piensas que encontré en el cobertizo? -preguntó don Juan, con una gran sonrisa.
– Yo diría que usted o bien encontró a Tulio o no encontró a nadie.
– Pero, si cualquiera de esas dos cosas hubiera ocurrido, mi continuidad no habría sufrido golpe alguno -observó él.
Traté de imaginar cosas extravagantes y propuse que quizá había encontrado el cuerpo de ensueño de Tulio. Le recordé que él mismo había hecho algo similar conmigo, con uno de los miembros de su grupo.
– No. Lo que encontré fue una broma que no tiene equivalente en la realidad -respondió don Juan-. Sin embargo, no era nada fantasmagórico; no era nada que estuviera fuera de este mundo. ¿Qué crees que fue?
Le dije a don Juan que yo detestaba los acertijos, y que con todas las cosas extravagantes que él me había hecho percibir o experimentar, lo único que podía concebir era más cosas extravagantes. Y como eso estaba descartado, renunciaba a adivinar.
– Cuando entré en ese cobertizo estaba preparado a encontrar que Tulio se había escondido -dijo-. Estaba seguro de que la siguiente parte de la prueba iba a consistir en jugar al escondite. Tulio me iba a volver loco escondiéndose dentro de ese cobertizo.
"Pero no ocurrió nada de lo que esperaba. Al entrar a ese lugar me encontré con cuatro Tulios.
– ¿Cómo que con cuatro Tulios?
– Había cuatro hombres en ese cobertizo -insistió don Juan-. Y todos ellos eran Tulio. ¿Te puedes imaginar mi sorpresa? Los cuatro estaban sentados en la misma posición, con las piernas cruzadas. Me estaban esperando. Los miré y salí espantado, dando gritos desaforados.
"Mi benefactor me sujetó contra el suelo, junto a la puerta. Y entonces, aterrado más allá de toda medida, vi como los cuatro Tulios salían del cobertizo y avanzaban hacia mí. Grité y grité, mientras los Tulios me picoteaban con su dedos duros, como enormes aves al ataque. Grité hasta sentir que algo cedió dentro de mí y entré en un estado de suprema indiferencia; un abandono y una frialdad totales. Nunca en mi vida había experimentado algo tan extraordinario. Me quité a los Tulios de encima y me levanté. Me dirigí directamente al nagual y le pedí que me explicara aquello de los cuatro hombres.
Lo que el nagual Julián explicó a don Juan fue que los cuatro hombres eran lo mejor de lo mejor en cuestiones del acecho. Sus nombres eran un invento del nagual Elías, su maestro, quien, como ejercicio de desatino controlado, había tomado los números uno, dos, tres y cuatro, los había añadido al nombre de Tulio, obteniendo así los nombres Tuliúno, Tuliódo, Tulítre, y Tulícuatro.
El nagual Julián los presentó a don Juan por turnos. Los cuatro estaban de pie, en hilera. Don Juan los fue saludando con un movimiento de cabeza y cada uno de ellos lo saludó a su vez de la misma manera. El nagual dijo que los cuatro eran acechadores de tan extraordinario talento, como don Juan acababa de corroborar, que los elogios no tenían significado. Los Tulios eran uno de los grandes triunfos del nagual Elías; eran la quintaesencia de lo que no se puede notar. Eran acechadores tan magníficos que, para todos los fines prácticos, sólo existía uno de ellos. Aunque la gente los veía y trataba con ellos diariamente, sólo los miembros de la casa sabían que eran cuatro.
Don Juan comprendió con perfecta claridad cuanto el nagual Julián le estaba diciendo acerca de los Tulios. Era una claridad tan especial que lo indujo a comprender que había alcanzado el sitio donde no hay compasión. Y comprendió también que ese sitio era una posición del punto de encaje, una posición en la que la imagen de sí dejaba de funcionar. Pero don Juan también sabía que su claridad mental y su sabiduría eran en extremo transitorias. Era inevitable que su punto de encaje volviera al sitio de partida.
Cuando el nagual le preguntó a don Juan si quería hacer alguna pregunta, él comprendió que sería preferible prestar toda la atención posible a las explicaciones del nagual, en vez de especular sobre su propia claridad mental.
Quiso saber cómo creaban los Tulios la impresión de ser una sola persona. Su curiosidad era muy grande, pues al observarlos juntos se había dado cuenta de que no eran tan parecidos. Usaban las mismas ropas; eran más o menos de la misma estatura, edad y constitución física, pero allí acababa la similitud. Sin embargo, aun mientras los observaba, hubiera podido jurar que eran un solo Tulio.
El nagual Julián explicó que la vista humana esta adiestrada para enfocarse solamente en los rasgos más salientes de una cosa, y que esos rasgos salientes son conocidos de antemano. Por lo tanto, el arte de los acechadores es crear una impresión, presentando rasgos que ellos eligen, rasgos que ellos saben que los ojos del espectador están destinados a notar. Al reforzar ingeniosamente ciertas impresiones, los acechadores logran crear en el espectador una impugnable convicción acerca de lo que perciben.
El nagual Julián le contó a don Juan que al llegar don Juan a la casa, vestido con sus ropas de mujer, las mujeres de su grupo quedaron encantadas y se rieron abiertamente. Pero el hombre que las acompañaba, que en ese momento era Tulítre, procedió inmediatamente a proporcionar a don Juan la primera impresión de Tulio. Se volvió a medias para ocultar la cara; se encogió de hombros desdeñosamente, como si todo eso lo aburriera, y se alejó, claro está, para descostillarse de risa en privado, mientras las mujeres ayudaban a consolidar esa primera impresión mostrándose angustiadas, casi ofendidas, por aquella conducta antisocial.