Выбрать главу

El nagual Elías volvió su atención a la semiconsciente Talía. Le acercó la boca al oído izquierdo y le susurró una serie de órdenes para que detuviera el errático movimiento de su punto de encaje. Apaciguó sus temores contándole, en susurros, historias de brujos que habían pasado por la misma situación. Cuando la tuvo bastante tranquila se presentó a ella como lo que en realidad era: un brujo y un nagual. Y le advirtió que iba a tratar de hacer con ella la tarea más difícil de la brujería: moverle el punto de encaje más allá de la esfera del mundo que conocemos.

Don Juan dijo que los brujos con mucha experiencia son capaces de mover su punto de encaje a una posición más allá de aquella que nos permite percibir el mundo que conocemos, pero que sería una tragedia para las personas inexpertas el probar hacerlo. El nagual Elías siempre sostuvo que, de ordinario, no se le habría ocurrido ni soñar con semejante hazaña, pero ese día algo que no era su conocimiento o su voluntad lo obligaba a actuar. La maniobra dio resultado: Talía movió su punto de encaje más allá del mundo que conocemos y regresó a salvo.

El nagual Elías tuvo luego otra intuición. Se sentó entre las dos personas tendidas en el suelo, el actor estaba desnudo, cubierto sólo por la chaqueta del nagual, y revisó la situación con ellos. Les dijo que ambos, por la fuerza de las circunstancias, habían caído en una trampa tendida por el espíritu mismo. Él, el nagual, era la parte activa de esa trampa, porque al encontrarlos en esas condiciones se había visto obligado a convertirse momentáneamente en su protector y a emplear sus conocimientos de brujería para ayudarlos. Como su protector, su deber era advertirles que estaban a punto de llegar a un umbral único, y que a ellos les correspondía, juntos e individualmente, llegar a ese umbral y pasarlo. Para llegar a él tenían que mantener una actitud de abandono pero sin osadía, una actitud de preocupación pero sin obsesiones. No quiso decir más por miedo a confundirlos, o influir en su decisión. Creía que, si ellos iban a cruzar ese umbral, lo tenían que hacer con un mínimo de ayuda suya.

El nagual los dejó solos en ese lugar y se fue a la ciudad a conseguir hierbas medicinales, petates y frazadas. Su idea era que, en la soledad, los dos jóvenes alcanzarían y franquearían ese umbral.

Por largo tiempo los dos permanecieron tendidos, el uno junto al otro, inmersos en sus propios pensamientos. El hecho de que sus puntos de encaje se hubieran movido, significaba que podían pensar con más profundidad que de costumbre, pero también significaba que podían preocuparse, reflexionar y tener miedo de un modo igualmente más profundo.

Puesto que Talía podía hablar y estaba algo más fuerte rompió el silencio, preguntando al joven actor si tenía miedo. El hizo un gesto afirmativo y la muchacha sintió tal compasión por él que le apretó la mano entre las suyas y le cubrió los hombros con el chal que llevaba puesto.

El joven no se atrevía a expresar una palabra. Temía, sin medida, a que le volviera el dolor y la hemorragia si hablaba. Hubiera querido disculparse, decirle que su gran arrepentimiento era haberle hecho daño, que no le importaba morir y que estaba seguro de que ese era su último día.

Los pensamientos de Talía rotaban alrededor del mismo tema. Le dijo al joven que ella tenía un solo pesar: el de haber forcejeado al punto de provocar su muerte. Ahora la inundaba una sensación de paz que le era totalmente desconocida, puesto que había siempre vivido agitada e impulsada por su tremenda energía. Le dijo que para ella estaba muy cercana la muerte y que se alegraba de que todo iba a terminar ese mismo día.

El joven actor, al oír sus propios pensamientos expresados por Talía, sintió un escalofrío. Una onda de energía lo cubrió entonces y lo hizo incorporarse. No sufrió dolor alguno ni le dio tos. Aspiró grandes bocanadas de aire, cosa que no recordaba haber hecho nunca, tomó a Talía de la mano y ambos comenzaron a conversar sin decir palabra.

Don Juan dijo que fue en ese instante cuando se les presentó el espíritu. Y vieron. Dado que eran profundamente católicos, lo que vieron fue una visión del cielo donde todo tenía vida y estaba bañado en luz. Vieron un mundo de aspectos milagrosos.

Cuando el nagual regresó, los jóvenes estaban agotados. Talía estaba inconsciente; el joven, haciendo un supremo esfuerzo, había logrado mantenerse alerta. Insistió en susurrar algo al oído del nagual.

– Vimos el cielo -susurró, con la cara bañada en lágrimas.

– Vieron más que eso -replicó el nagual Elías-. Vieron al espíritu.

Don Juan dijo que, como el descenso del espíritu está siempre velado, Talía y el joven actor no pudieron retener su visión. Muy pronto la olvidaron. Lo inigualable de su experiencia fue que, sin adiestramiento alguno y sin saber que lo estaban haciendo, habían ensoñado juntos y habían visto al espíritu. Que lo hubieran logrado con tanta facilidad era algo muy fuera de lo común.

– Esos dos eran, realmente, los seres más extraordinarios que conocí toda mi vida -agregó don Juan.

Naturalmente, yo quise saber más de ellos, pero don Juan no me dio el gusto. Dijo que eso era todo lo que había acerca de su benefactor y el cuarto centro abstracto.

Obviamente don Juan recordó algo que no me estaba diciendo porque de repente comenzó a reír a carcajadas. Antes de que pudiera preguntarle que era aquello que lo divertía tanto, me dio una palmada en la espalda, diciendo que era hora de partir hacia la cueva.

No hablamos ni una palabra durante el camino. Parecía que don Juan quería dejarme a solas con mis pensamientos.

Cuando llegamos a la saliente rocosa, ya había oscurecido casi por completo. Don Juan se sentó apresuradamente, en el mismo lugar y en la misma posición en que se había sentado la primera vez. Estaba a mi derecha, tocándome con su hombro. De inmediato, entró en un estado de profunda quietud, el cual pareció extenderse hasta cubrirme a mí mismo en un silencio y una inmovilidad totales. Ni siquiera podía oír su respiración o notar la mía. Cerré los ojos y el me propinó un ligero codazo para advertirme que los mantuviera abiertos.

Cuando hubo oscurecido del todo, una inmensa fatiga hizo que mis ojos empezaran a irritarse y a arderme. Finalmente me dejé llevar por el sueño, el sueño más profundo y negro que jamás he tenido. Sin embargo, no estaba totalmente dormido, podía sentir la espesa oscuridad a mi alrededor. Tenía la sensación enteramente física de estar vadeando en la negrura. Súbitamente, ésta se tornó rojiza, luego anaranjada y, después, de una blancura cegadora, como si fuera una luz de neón terriblemente intensa. Gradualmente enfoqué mi visión y me encontré que estaba yo sentado con don Juan, pero ya no adentro de la cueva. Estábamos en la cima de una montaña contemplando una exquisita planicie, con cerros en la distancia. Esta bella pradera estaba bañada en un resplandor, en unos rayos de luz que emanaban de la tierra misma. A dondequiera que mirase, veía detalles familiares: rocas, colinas, ríos, bosques, barrancos, todas ellos realzados y transformados por su resplandor interno. Este resplandor, que cosquilleaba dentro de todo, también emanaba de mi mismo ser.

– Tu punto de encaje se ha movido -parecía estar diciéndome don Juan.

Sus palabras no tenían sonido, pero aún así supe lo que acababa de decirme. Mi reacción racional fue tratar de explicarme a mí mismo que, porque mis oídos estaban momentáneamente afectados por lo que ocurría, yo había oído a don Juan como si él hubiera estado hablando dentro de un tubo.

– Tus oídos están perfectamente bien. Estamos en otro reino de la percepción -don Juan nuevamente pareció decirme.