Se produjo un largo silencio. Decidí ser más cauteloso. Pensé que si insistía en pedirle que me contara las historias, me iba a enredar en algo de lo que después me arrepentiría. Pero, como siempre, mi curiosidad fue mayor que mi sentido común.
– Bien, entremos en el asunto -le dije secamente.
Don Juan, que obviamente había captado la contradicción de mi miedo y mi curiosidad, sonrió con malicia. Se puso de pie y me hizo señas de que lo siguiera. Habíamos estado sentados sobre unas rocas secas, en el fondo de un barranco. Promediaba la tarde, el cielo estaba oscuro y nublado. Nubes bajas, casi negras se cernían sobre las cimas del este. Hacia el sur, las altas nubes hacían que el cielo pareciera despejado en comparación. Algo más temprano, había llovido densamente, pero luego la lluvia parecía haberse retirado y estar escondida, dejando atrás tan sólo una amenaza.
Yo debería haberme sentido congelado hasta los huesos, puesto que hacía mucho frío, pero sentía calor. Empuñando una piedra que don Juan me había dado, noté que la sensación de calor en un clima casi helado, no me era del todo desconocida, y sin embargo, cada vez que ocurría quedaba yo aturdido. Siempre que estaba ya a punto de congelarme, don Juan me daba una rama o una piedra para que la sostuviera, o me ponía un puñado de hojas bajo la camisa, en la punta de mi esternón, lo cual era suficiente para elevar la temperatura de mi cuerpo.
Varias veces, yo había intentado inútilmente de recrear, por mi, cuenta, el efecto de sus maniobras. Don Juan me aclaro un día que no eran las maniobras, sino su silencio interno lo que me mantenía abrigado y que las ramas, las piedras, las hojas eran simples artificios para atrapar mi atención y mantenerla enfocada.
Avanzando con rapidez, trepamos por la empinada ladera oeste de una montaña, hasta alcanzar una cornisa rocosa, en la cumbre misma. Nos encontrábamos en las elevaciones menores de una alta cordillera de montañas. Desde la cornisa rocosa podía yo observar que la niebla había comenzado a cubrir el extremo sur del fondo del valle que teníamos a nuestros pies. Nubes bajas y tenues parecían lanzarse contra nosotros, deslizándose desde los altos picos verdes negruzcos del oeste. Después de la lluvia, bajo el cielo grisáceo y nublado, el valle y las montañas del sur y del este parecían estar cubiertas con un manto verdinegro de silencio.
– Este es el lugar ideal para echarnos una plática -dijo don Juan, sentándose en el suelo rocoso de una especie de cueva oculta.
El espacio en la cueva era perfecto para sentarnos uno al lado del otro. Casi tocábamos el techo con nuestras cabezas. La curva de nuestras espaldas encajaba cómodamente en la superficie de la pared rocosa, como si hubiera sido esculpida para dar sitio a dos personas de nuestro tamaño.
Luego me di cuenta de otra característica extraña de aquella cueva: al pararme sobre la cornisa, podía observar todo el valle y las cordilleras montañosas al este y al sur, pero si me sentaba quedaba completamente oculto por las rocas y sin embargo, la cornisa que creaba esta ilusión era plana y parecía estar al mismo nivel que el suelo de la cueva.
Estaba a punto de mencionar este extraño efecto a don Juan, cuando él se me adelantó.
– Esta cueva está hecha por el hombre -dijo-. La saliente esa está inclinada, pero el ojo no registra la inclinación.
– ¿Quién hizo esta cueva, don Juan?
– Los antiguos brujos. Quizás tiene miles de años. Y una de sus peculiaridades es que ahuyenta a los animales, a los insectos y hasta a las personas. Los antiguos brujos parecen haberle infundido un hálito negro y amenazante que hace que cualquier ser viviente se sienta incómodo.
Lo extraño era que yo sentía en esa cueva algo diametralmente opuesto. Sin razón alguna, me sentía absolutamente contento y satisfecho. Una sensación de bienestar físico me provocaba un hormigueo en el cuerpo; era una sensación en el estómago de lo más agradable, como si les estuvieran haciendo cosquillas a mis nervios.
– Yo no me siento mal aquí -comenté.
– Yo tampoco -dijo- lo cual significa que tú y yo somos muy parecidos en temperamento a aquellos horrorosos brujos del pasado. Algo que me preocupa sobremanera.
Tuve miedo de continuar con el tema, así que esperé a que él hablara.
– La primera historia de brujería que voy a contarte se llama Las Manifestaciones del Espíritu -dijo-. El nombre es un poco confuso. Las manifestaciones del espíritu es realmente el primer centro abstracto alrededor del cual se construye la primera historia de brujería.
"Ese primer centro abstracto tiene en sí una historia particular -continuó-. La historia dice que hubo una vez un hombre, un Hombre común y corriente sin ningún atributo especial. Era, como todos los demás, un conducto del espíritu y por esta virtud, como todos los, demás, formaba parte del espíritu, parte de lo abstracto. Pero él no lo sabía. El mundo lo mantenía tan ocupado que carecía del tiempo y de la inclinación para examinar el asunto.
"El espíritu trató inútilmente de ponerle al descubierto el vínculo de conexión entre ambos. Por medio de una voz interior, el espíritu le reveló sus secretos, pero el hombre fue incapaz de comprender las revelaciones. Oía la voz interior, naturalmente, pero creía que era algo de él. Estaba convencido de que lo que él sentía eran sus propios sentimientos y que lo que pensaba eran sus propios pensamientos.
"Con el fin de sacarlo de su modorra, el espíritu le dio tres señales, tres manifestaciones sucesivas. Tres veces el espíritu, de la manera más obvia, se cruzó físicamente en el camino del hombre. Pero el hombre permanecía inconmovible ante cualquier cosa que no fuera su interés personal.
Don Juan se interrumpió y me miró como hacía siempre que esperaba mis preguntas y comentarios. Yo no tenía nada que decir. No comprendía lo que estaba tratando de expresar.
– Ese es el primer centro abstracto -prosiguió-. Lo único que puedo añadir es que debido a que el hombre se negó en absoluto a comprender, el espíritu se vio en la necesidad de usar el ardid. Y la treta se transformó en la esencia del camino de los brujos. Pero eso es otra historia.
Don Juan explicó que los brujos concebían los centros abstractos como planos previos de los hechos, o como patrones recurrentes que aparecían cada vez que el intento iba a mostrar algo significativo. Los centros abstractos, en este sentido, eran mapas completos de series enteras de acontecimientos.
Me aseguró que a través de medios que iban, más allá de la comprensión, cada detalle de cada centro abstracto se repetía con cada aprendiz nagual. Me aseguró también que él había ayudado al intento a involucrarme en todos los centros abstractos de la brujería, tal como su benefactor, el nagual Julián, y todos los naguales anteriores, habían involucrado a sus aprendices. El modo mediante el cual cada aprendiz nagual se encontraba con esos centros abstractos permitía el desarrollo de historias entretejidas alrededor de esos centros abstractos. Lo único nuevo de cada historia eran los detalles particulares de la personalidad y las circunstancias de cada aprendiz.
Dijo, por ejemplo, que yo tenía mi propia historia acerca de las manifestaciones del espíritu, tal como él tenía la suya; su benefactor también tenía una, así como el nagual que lo precedió y todos los naguales anteriores sucesivamente.
– ¿Cuál es mi historia acerca de las manifestaciones del espíritu? -pregunté un tanto desconcertado.
– Si hay un guerrero consciente de sus historias, eres tú -me respondió-. Después de todo, llevas años escribiéndolas, ¿no? Sin embargo, hasta el momento, no te has dado cuenta de los centros abstractos, porque eres un hombre práctico. Todo lo que haces lo haces sólo para realzar tu parte práctica. A pesar de haber trabajado en tus historias hasta el cansancio, nunca tuviste idea de que había un centro abstracto en cada una de ellas. Todo cuanto he hecho contigo lo has clasificado como una actividad práctica y a menudo caprichosa: enseñar brujería a un aprendiz testarudo y la mayoría de las veces estúpido. Mientras lo consideres así, los centros abstractos te eludirán.