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– Debe perdonarme, don Juan -dije- pero todo esto es muy confuso. ¿Qué es lo que quiere usted decir?

– Estoy tratando de ponerte al tanto de las historias de brujería -replicó-. Nunca te hablé específicamente de este tema, porque tradicionalmente se lo deja como tema oculto. Es el último artificio del espíritu. Se dice que, cuando el aprendiz comprende los centros abstractos, es como si pusiera la piedra que cierra y sella una pirámide.

Oscurecía y parecía estar a punto de llover otra vez. Yo temía que si soplaba el viento de este a oeste mientras llovía, nos empaparíamos en esa cueva. Estaba seguro de que don Juan se daba cuenta de ello, pero parecía no importarle.

– No lloverá otra vez sino hasta mañana -dijo-.

Escuchar la respuesta a mis pensamientos íntimos me hizo saltar involuntariamente y golpearme la cabeza con el techo de la cueva. Se dejó oír un golpe sordo que sonó peor de lo que se sentía.

Don Juan reía agarrándose los costados. Al cabo de un rato, empezó realmente a dolerme la cabeza y tuve que masajeármela.

– Tu presencia me divierte tanto como la mía debe haber divertido a mi benefactor -dijo y se echó a reír de nuevo.

Permanecimos callados durante varios minutos. El silencio a mi alrededor era pesado. Se me antojaba que podía escuchar el murmullo de las tenues nubes que descendían hacia nosotros desde las montañas más altas. Por fin me di cuenta de que lo que oía era un viento que recién empezaba a soplar. Dentro de la cueva, el sonido del viento asemejaba el cuchicheo de voces humanas.

– Mi increíble buena suerte fue que me enseñaron dos naguales -dijo don Juan y rompió el efecto hipnotizarte que el viento ejercía sobre mí en ese instante-. Uno fue, desde luego, mi benefactor, el nagual Julián, y el otro fue su benefactor, el nagual Elías. Mi caso fue único.

– ¿Por qué fue único su caso? -pregunté.

– Porque por generaciones, los naguales han reunido a sus aprendices años después de que sus propios maestros dejaron el mundo -explicó- excepto mi benefactor. Yo pasé a ser el aprendiz del nagual Julián ocho años antes de que su benefactor dejara el mundo. Tuve ocho años de regalo. Fue lo mejor que me pudo haber sucedido, ya que así tuve la oportunidad de que me enseñaran dos temperamentos opuestos. Era como ser criado por un padre poderoso y un abuelo más poderoso aún, que no estaban de acuerdo. En tal contienda, el abuelo siempre gana. Así que yo soy, propiamente el producto de las enseñanzas del nagual Elías. Estaba más cerca de él no sólo en temperamento, sino también en el aspecto físico. Yo diría que a él le debo mi refinación. Él me filtró, por así decirlo. Sin embargo, el grueso de la obra que me transformó de un ser miserable en un guerrero impecable, se lo debo a mi benefactor, el nagual Julián.

– ¿Cómo era el nagual Julián en apariencia física? -pregunté.

– Figúrate que hasta hoy en día me cuesta enfocarlo -dijo-. Sé que parece absurdo, pero de acuerdo a sus necesidades o a las circunstancias, era joven o viejo, bien parecido o de facciones ordinarias, afeminado y débil o fuerte y viril, gordo o delgado, de estatura media o sumamente chaparro.

– ¿Quiere usted decir que era un actor que podía hacer papeles diferentes con ayuda de disfraces?

– No, no utilizaba ningún disfraz y no era simplemente un actor. Era un gran actor, sí, pero eso es un asunto diferente. El caso es que tenía la capacidad de transformarse y ser todos esos seres específicos y diametralmente opuestos. Ahora bien, el ser un gran actor le permitía conocer y hacer uso de las más íntimas peculiaridades que hacían que cada ser específico fuera real. Digamos que se sentía a sus anchas en todos sus cambios de ser. Como tú te sientes a tus anchas con cada cambio de ropa.

Con avidez le pedí a don Juan que me contara algo más acerca de las transformaciones de su benefactor. Dijo que alguien le había enseñado a efectuar esas transformaciones, pero que el explicarlas más a fondo lo obligaría a transbordar otras historias diferentes.

– ¿Cómo era el nagual Julián cuando no se transformaba? -pregunté.

– Digamos que antes de hacerse nagual, era muy delgado y musculoso; su cabello era negro, espeso y ondulado. Tenía una nariz larga y fina; dientes blancos, grandes y fuertes; cara oval; mandíbula fuerte; ojos castaño oscuros y brillantes. Medía alrededor de un metro setenta de estatura. No era indio, ni moreno, aunque tampoco era blanco. De hecho, su tez estaba en una categoría única, sobre todo durante sus últimos años, cuando cambiaba continuamente de morena oscura a clara y luego otra vez a morena. Cuando lo conocí por vez primera, era un anciano bastante prieto, pero luego se transformó en un joven de tez clara, quizás unos cuantos años mayor que yo. Tenía yo veinte años en ese entonces.

"Pero, si sus cambios de apariencia externa eran asombrosos -continuó don Juan- los cambios de estado de ánimo y de conducta que acompañaban a cada transformación eran aún más extraordinarios. Por ejemplo, cuando era joven y gordo era alegre y sensual. Cuando era flaco y viejo, era mezquino y vengativo. Cuando era un viejo gordo, era el imbécil más grande que uno puede imaginar.

– ¿Y era él alguna vez él mismo? -pregunté.

– No del modo como tú y yo somos nosotros mismos -respondió-. Como a mí no me interesan las transformaciones, yo siempre soy yo mismo. Pero él no era como yo en absoluto.

Don Juan me miró como evaluando mi fuerza interior. Sonrió, meneó la cabeza de lado a lado y rompió a reír.

– ¿De qué se ríe, don Juan? -pregunté.

– Del hecho de que tú seas tan vergonzoso y sin gracia como para apreciar la naturaleza de las transformaciones de mi benefactor y su alcance total -dijo-. Sólo espero que cuando algún día te hable de ello no te mueras del susto, o caigas en una obsesión mórbida.

Por algún motivo desconocido, me sentí súbitamente incómodo y tuve que cambiar de conversación.

– ¿Por qué se les llama "benefactores" a los naguales y no simplemente maestros? -pregunté-.

– Llamar benefactor a un nagual es un gesto de cortesía de sus aprendices -dijo don Juan-. Un nagual crea un tremendo sentimiento de gratitud en sus discípulos. Después de todo, el nagual los modela y los guía a través de cosas inimaginables.

Comenté que, en mi opinión, enseñar era la obra más grande y más altruista que cualquier persona pudiera hacer por otra.

– Para ti, enseñar significa hablar de moldes -dijo-, para un brujo, enseñar es lo que el nagual hace por sus aprendices. El nagual canaliza para ellos la fuerza más poderosa en el universo: el intento. La fuerza que cambia, ordena y reordena las cosas o las mantiene como están. El nagual formula y luego guía las consecuencias que esa fuerza pueda acarrear a sus discípulos. Si el nagual no moldea el intento, no habría ni reverencia ni maravilla en sus aprendices. Y en lugar de embarcarse en un viaje mágico de descubrimiento, sus aprendices sólo se limitarían a aprender un oficio; aprenderían a ser curanderos, brujos, adivinadores, charlatanes o lo que fuera.

– ¿Me puede usted explicar qué es el intento? -pregunté.

– La única manera de explicar el intento -replicó- es experimentarlo en forma directa por medio de una conexión viva que existe entre el intento y todos los seres vivientes. Los brujos llaman intento a lo indescriptible, al espíritu, al abstracto, al nagual. Al intento yo preferiría llamarlo nagual, pero se confundiría con el nombre del líder, el benefactor a quien también se le llama nagual. Así es que he optado por llamarlo el espíritu, lo abstracto.

Don Juan se interrumpió abruptamente y me recomendó guardar silencio y pensar en todo lo que me había dicho en esa cueva. Para entonces, ya estaba muy oscuro. El silencio era tan profundo, que en vez de sumirme en un estado de reposo, me agitó. No podía mantener en orden mis pensamientos. Traté de concentrarme en la historia que contó, pero en lugar de hacerlo, pensé en cosas que no venían al caso, hasta que por fin me quedé dormido.