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Me miró con fijeza; luego sonrió, como si acabara de descubrir algo nuevo en mí.

– O nos atrae y nos horroriza en igual medida -agregó-, lo cual parece ser el caso de nosotros dos.

Le dije que conmigo la cuestión no era que la experiencia me atrajera o me horrorizara, sino que me sentía atemorizado ante las inmensas posibilidades de la percepción dividida.

– No puedo decir que no crea haber estado en dos lugares a la vez -dije-. No puedo negar mi experiencia; sin embargo, me asusta tanto que mi mente se niega a aceptarlo como un hecho.

– Tú y yo somos el tipo de personas que se obsesionan con cosas como ésas y luego las olvidan por completo -comentó, riendo-. Tú y yo somos muy parecidos.

Fui yo quien rió esta vez. Sabía que se estaba divirtiendo a mi costa con eso de que éramos muy parecidos, pero proyectaba tanta sinceridad que yo quería creerle.

Le dije que, entre sus discípulos, yo era el único que había aprendido a no tomar demasiado en serio sus afirmaciones de que él era igual a nosotros. Comenté que lo había visto en acción, oyéndole decir a cada uno de sus aprendices, en él tono más sincero: "Tú y yo somos muy tontos. ¡Somos tan parecidos!" Y me había horrorizado, una y otra vez, al darme cuenta de que ellos le creían.

– Usted no es igual a ninguno de nosotros, don Juan -dije-. Usted es un espejo que no refleja nuestras imágenes. Usted ya está fuera de nuestro alcance.

– Lo que estás presenciando es el resultado de una lucha que toma toda una vida -dijo-. Lo que ves es un brujo que finalmente ha aprendido a seguir los designios del espíritu. Y eso es todo.

"Te he hablado, de muchas maneras, de las diferentes etapas por las que pasa un guerrero a lo largo del sendero del conocimiento -prosiguió-. En términos de su vínculo con el intento, el guerrero pasa por cuatro etapas. La primera, cuando tiene un vinculo herrumbrado en el que no puede confiar. La segunda, cuando logra limpiarlo. La tercera, cuando aprende a manejarlo. Y la cuarta, cuando aprende a aceptar los designios de lo abstracto.

Don Juan sostuvo que su logro no lo hacía intrínsecamente diferente a sus aprendices. Sólo lo hacía disponer de más recursos; por lo tanto, no mentía al decirnos que el se nos parecía.

– Comprendo exactamente por lo que estas pasando -continuó-. Cuando me río de ti, en realidad me río del recuerdo de cuando yo estaba en tu lugar. Yo también me aferraba al mundo de la vida cotidiana. Me aferraba hasta con las uñas. Todo me decía que debía dejarme ir, pero yo no podía. Al igual que tú, confiaba implícitamente en mi mente, aunque ya no tenía razón para hacer eso. Ya no era un hombre común y corriente.

"Mi problema de entonces es ahora el tuyo. El impulso del mundo cotidiano me arrastraba y yo me aferraba desesperadamente a mis endebles estructuras racionales.

– Yo no me aferro a ninguna estructura; ellas se aferran a mí -dije.

Eso lo hizo reír. Y sin más preliminares, don Juan empezó entonces a contarme una historia de brujería. Comenzó, relatando lo que le había sucedido tras su llegada a Durango, aún vestido con ropas de mujer, después del viaje de todo un mes por el centro de México. Dijo que el viejo Belisario lo llevó directamente a una hacienda, para esconderlo del hombre monstruoso que lo perseguía.

En cuanto llegó, don Juan, de una manera muy audaz pese a su naturaleza taciturna, se presentó a todos los de la casa. Había allí siete hermosas mujeres y un hombre extraño, insociable, que no pronunció una sola palabra. Las siete mujeres eran exquisitas y lo hicieron sentir tan enormemente bien que le inspiraron instantánea confianza. Don Juan las deleitó con el relato de los esfuerzos que el hombre monstruoso había hecho por capturarlo. Estaban encantadas, sobre todo, con el disfraz que aún usaba y la historia relacionada con él. No se cansaban de oír los detalles de su odisea, y todas le dieron consejos para perfeccionar el conocimiento que había adquirido durante el viaje.

Lo que más sorprendió a don Juan de ellas fue su porte sereno y su actitud segura. Eso, en una mujer, le parecía a don Juan algo increíble.

Se le ocurrió la idea de que, para que esas mujeres fuertes y hermosas tuvieran tanta desenvoltura y olvidaran a tal punto las formalidades, debían de ser mujeres de la vida alegre. Pero era obvio que no lo eran.

En los días siguientes, lo dejaron vagar por su cuenta por toda la propiedad. Aquella enorme mansión y sus terrenos lo deslumbraron. Jamás había visto nada parecido. Era una vieja casa colonial, con un elevado muro que la circundaba. Adentro había balcones con macetas de flores y patios con enormes frutales que proporcionaban sombra, intimidad y quietud.

Las habitaciones eran grandes; en la planta baja había aireados corredores alrededor de los patios. La planta alta tenía misteriosos dormitorios donde no se le permitía entrar.

Durante esos días, le sorprendió el profundo interés que las mujeres se tomaban por su bienestar. Era como si él fuera el centro del mundo para ellas. Jamás antes le había mostrado nadie tanta amabilidad. Pero al mismo tiempo nunca se había sentido tan solitario. Estaba siempre en compañía de esas bellas y extrañas personas, pero nunca había estado tan solo. Algo en los ojos de esas mujeres, le indicaba que bajo aquellas fachadas encantadoras existía una terrorífica frialdad, una indiferencia imposible de atravesar.

Don Juan creía que esa sensación de soledad se debía a que no lograba prever la conducta de las mujeres ni conocer sus verdaderos sentimientos. Sólo sabía de ellas lo que ellas le decían.

Pocos días después de su llegada, la mujer que parecía estar a cargo de todas le entregó unas flamantes ropas de hombre, diciéndole que el disfraz de mujer ya no era necesario, pues el hombre monstruoso, quien quiera que fuese, no estaba a la vista. Le dijo que estaba libre y que podía partir cuando gustase.

Don Juan pidió ver a Belisario, a quien no había visto desde el día de su llegada. La mujer le dijo que Belisario estaba de viaje y que había dejado dicho que don Juan podía quedarse allí en la casa, pero sólo si estaba en peligro.

Don Juan declaró que estaba en peligro mortal. Durante los pocos días que llevaba en la casa había constatado que el monstruo estaba allí, siempre merodeando sigilosamente entre los jardines que rodeaban la casa. La mujer no quiso creerle y le dijo sin rodeos que él era un embustero, que fingía ver al monstruo para que lo hospedaran. Le dijo que esa casa no era lugar para holgazanear. Afirmó que todos allí eran gente muy seria, que trabajaban mucho y que no podían permitirse mantener a un arrimado.

Don Juan se sintió insultado y salió furioso de la casa, pero, al ver al monstruo escondido tras los arbustos al borde de un jardín, su enojo se convirtió en terror.

Se apresuró a entrar en la casa, preso de un pánico mortal. Allí le suplicó a la mujer que le diera refugio. Prometió trabajar como peón sin salario con tal de quedarse en la hacienda.

Ella aceptó siempre y cuando él aceptara dos condiciones: que no hiciera preguntas y que hiciera cuanto se le ordenara sin pedir explicaciones. Le advirtió que si violaba esas reglas su estadía en la casa se daría por terminada.

– Me quedé realmente de mala gana -continuó don Juan-. No me gustó nada aceptar sus condiciones, pero no tuve otro remedio; afuera estaba el monstruo. Adentro yo estaba a salvo, porque yo sabía que el monstruo siempre se detenía ante una barrera invisible que rodeaba la casa, a una distancia de unos cien metros. Dentro de ese círculo yo estaba fuera de peligro. Hasta donde yo podía discernir, debía de haber algo en esa casa que detenía a ese hombre monstruoso, y eso era lo único que me interesaba.

"También me di cuenta que cuando la gente de la casa estaba conmigo el monstruo nunca aparecía.

Tras algunas semanas sin ningún cambio en su situación reapareció el joven que había estado viviendo en casa del monstruo, disfrazado de Belisario. Le dijo a don Juan que acababa de llegar, que se llamaba Julián y que él era el dueño de la hacienda.