Naturalmente, don Juan lo interrogó sobre su disfraz. Pero el joven, mirándolo a los ojos y sin el menor titubeo, negó saber nada.
– ¿Cómo te atreves, aquí, en mi propia casa, a decirme tales tonterías? -le gritó a don Juan- ¿Qué te crees que soy?
– Pero, usted es Belisario, ¿verdad? -insistió don Juan.
– No -dijo el joven-. Belisario es un viejo. Yo soy Julián y soy joven. ¿A poco no te das cuenta?
Don Juan admitió dócilmente no haber estado del todo convencido de que aquello fuera un disfraz; de inmediato se dio cuenta de lo absurdo de su declaración. Si ser viejo no era un disfraz, era entonces una transformación, y eso resultaba aún más absurdo.
La confusión de don Juan iba en aumento. Le preguntó su opinión sobre el monstruo y el joven le contestó que no tenía ni idea de qué le hablaba, pero reconoció que algo debía haberle sucedido, de otro modo el viejo Belisario no le hubiera dado asilo. Le afirmó fríamente a don Juan que cualquiera que fuese el motivo que lo obligaba a mantenerse escondido era sólo asunto suyo.
El tono y la manera fría de su anfitrión mortificaron a don Juan sin medida. Arriesgándose a provocar su enojo, le recordó que ya se conocían. El joven furioso, declaró no haberlo visto jamás antes de ese día. Se controló rápidamente y expresó su deseo de cumplir la promesa de Belisario.
El joven añadió que él no era sólo el propietario de la casa, sino también el encargado de velar por todas las personas que vivían en ella y de dirigirlas, incluyendo ahora a don Juan, quien, por el solo hecho de estar entre ellos, se había convertido en el pupilo de la casa. Si don Juan no estaba contento con ese arreglo, podía irse.
Antes de decidirse por una cosa o por la otra, don Juan sensatamente optó por preguntar en qué consistía ser pupilo de la casa.
El joven llevó a don Juan a una parte de la mansión, que todavía estaba en construcción, y le dijo que esa parte de la casa simbolizaba su propia vida y sus acciones. Estaba sin terminar. Las obras continuaban, por cierto, pero existía la posibilidad de que nunca se completaran.
– Tú eres uno de los elementos de esa construcción incompleta -le dijo a don Juan-. Digamos que eres la viga que sostendrá el techo. Hasta que la pongamos en su sitio y pongamos el tejado encima, no sabremos si será capaz de soportar el peso. El maestro carpintero dice que sí. El maestro carpintero soy yo.
Esa explicación metafórica no tuvo ningún sentido para don Juan, que tan sólo quería saber qué se esperaba de él en cuestiones de trabajo.
El joven trató de explicárselo de otra manera.
– Yo soy el nagual -explicó-. Yo traigo la libertad. Soy el regente de la gente que vive en esta casa. Tú vives en esta casa y, debido a eso, eres parte de ella; yo soy el que rige te guste o no te guste.
Don Juan lo miró boquiabierto, sin poder decir nada.
– Yo soy el nagual Julián -dijo su anfitrión, sonriente-. Sin mi intervención no hay modo de llegar a la libertad.
Don Juan seguía sin comprender. Pero comenzó a dudar de su certeza de estar a salvo en esa casa, en vista de que la mente de ese hombre estaba obviamente extraviada. Tanto le preocupó este inesperado giro de las circunstancias, que ni siquiera le llamó la atención el uso de la palabras "nagual". Sabía que nagual significaba brujo, pero no logró captar todo el sentido de las palabras de su anfitrión. O bien, de algún modo las comprendió a la perfección, aunque su mente consciente no lo hiciera.
El joven lo miró fijamente y luego le dijo que su trabajo consistiría en ser su ayuda de cámara y su asistente. No recibiría pago por eso, pero sí excelente comida y alojamiento. De vez en cuando habría trabajos pequeños para don Juan, trabajos que requerirían atención especial. El estaría a cargo de llevarlos a cabo personalmente, o de encargarse que otros los hicieran. Por esos servicios especiales se le pagarían pequeñas sumas de dinero, que serían depositadas en una cuenta que los otros miembros de la casa guardarían a su nombre. De ese modo, si alguna vez deseaba marcharse, dispondría de una cantidad en efectivo para arreglárselas.
El joven le puso en claro a don Juan que estaba libre para irse de la casa cuando quisiera, pero que si permanecía allí tendría que trabajar, y que aún más importante que el trabajo eran los tres requisitos que debía cumplir. Tenía que esforzarse seriamente por aprender cuanto las mujeres le enseñasen. Su conducta con todos los miembros de la casa debía ser ejemplar, lo cual significaba que tendría que examinar su actitud para con ellos cada minuto del día. Y tendría que dirigirse al joven, en la conversación directa, llamándolo nagual y, el nagual Julián, cuando hablara de él con una tercera persona.
Don Juan aceptó esas condiciones a regañadientes. Pero, a pesar de que se hundió inmediatamente en su habitual malhumor, aprendió con prontitud a hacer su trabajo. Lo que no alcanzaba a entender era lo que se esperaba de él en cuestiones de actitud y conducta. Y aunque no podía encontrar, por más que buscaba, un ejemplo concreto, creía francamente que esa gente le mentía y lo explotaba.
A medida que su carácter taciturno ganaba terreno, fue entrando en un permanente malhumor y rara vez decía una palabra a nadie. Fue entonces cuando el nagual Julián reunió a todos los miembros de la casa y les explicó que, pese a que necesitaba desesperadamente un ayudante, se atendría a la decisión de todos. Si no les gustaba el malhumor y la actitud desagradable de su nuevo asistente, tenían derecho a decirlo. Si la mayoría lo decidía, el asistente tendría que marcharse y vérselas con lo que le esperaba afuera, ya fuese un verdadero monstruo o una invención suya.
El nagual Julián condujo entonces a todos al frente de la casa y desafió a don Juan a que les mostrara al hombre monstruoso. Don Juan se los señaló con el dedo, pero nadie lo veía. Corrió frenéticamente de uno a otro, insistiendo en que el monstruo estaba allí, implorándoles que lo ayudaran. Todos ignoraron sus súplicas y dijeron que estaba loco.
El nagual Julián entonces puso a votación el destino de don Juan. El hombre insociable se abstuvo de votar. Simplemente se encogió de hombros y se fue. Todas las mujeres se opusieron a que él siguiera allí. Arguyeron que era demasiado sombrío y malhumorado. Durante la acalorada discusión, empero, el nagual Julián cambió completamente de parecer y se convirtió en su defensor. Sugirió que las mujeres estaban juzgando mal al pobre muchacho; quizá no tenía nada de loco y sí veía realmente un monstruo. Dijo que tal vez su actitud malhumorada era el resultado de preocupaciones. Y surgió un enconado debate. Se acaloraron los ánimos, y, en cuestión de segundos, las mujeres estaban gritándole al nagual.
Don Juan oía la discusión, pero ya nada le importaba. Sabía que iban a expulsarlo y que por seguro el monstruo lo capturaría para llevarlo a la esclavitud. En el colmo de la desolación comenzó a llorar.
Su desesperación y su llanto influyeron a algunas de las enfurecidas mujeres. La mujer en jefe propuso otra alternativa: un período de prueba de tres semanas, durante el cual todas ellas evaluarían diariamente los actos y la actitud de don Juan. Le advirtió a don Juan que, si alguien presentaba una sola queja sobre su actitud se lo expulsaría definitivamente.
El nagual Julián, con una actitud muy paternal, se lo llevó a un lado y le dijo algo que lo dejó frío de terror. Le susurró en el oído que él estaba seguro, no sólo de la existencia del monstruo, sino de que merodeaba por la hacienda, pero que debido a ciertos acuerdos previos con las mujeres, acuerdos que no podía divulgar, no se permitía revelar a las mujeres nada de lo que sabía. Instó a don Juan a dejar su terquedad y malhumor, y a fingir ser lo opuesto.
– Compórtate como si estuvieras feliz y satisfecho -le dijo a don Juan-. De lo contrario las mujeres te echarán a patadas. Esto debería bastar para asustarte. Usa el miedo como fuerza impulsora. Es lo único que tienes.