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Cualquier duda o reticencia que don Juan pudiera haber sentido desapareció instantáneamente al ver al hombre monstruoso, que esperaba, impaciente, en la línea invisible, como si se diera cuenta de cuán precaria era la situación de don Juan. Era como si estuviera horriblemente hambriento y esperara con ansias un festín.

El nagual Julián empujó su terror un poco más hondo.

– Si yo estuviera en tu lugar -dijo-, me comportaría como un ángel. Haría todo lo que esas mujeres me dijeran, con tal de no vérmelas con esa bestia infernal.

– Entonces, ¿usted ve al monstruo? -preguntó don Juan.

– Por supuesto que sí -respondió él-. Y también veo que, si te vas de aquí o si las mujeres te botan a patadas, el monstruo te capturará y te pondrá cadenas. Eso acabará con tu malhumor, sin duda alguna. Los esclavos no tienen mas posibilidad que la de comportarse bien con sus amos. Dicen que el dolor provocado por un monstruo como ése está más allá de toda comparación.

Don Juan supo ahí mismo que su única esperanza radicaba en ser tan simpático como le fuera posible. El miedo de caer presa de ese hombre monstruoso fue, por cierto, una poderosa fuerza psicológica.

Don Juan me dijo que, por algún capricho de su propia naturaleza, era muy pesado justamente con las personas que más quería: las mujeres. Pero que nunca se comportó mal en presencia del nagual Julián. Por algún motivo que no podía determinar, en el fondo él sabía que el nagual no era alguien a quien él podía afectar con su conducta.

El otro miembro de la casa, el hombre antisociable, no tenía importancia para él. Don Juan no lo tenía en cuenta. Se había formado una mala opinión de él con sólo verlo. Lo creía débil, indolente y dominado por esas bellas mujeres. Más adelante, cuando entendió mejor la personalidad del nagual Julián, comprendió que ese hombre estaba decididamente opacado por el esplendor de los otros.

Con el correr del tiempo la naturaleza del liderazgo y la autoridad se le hicieron evidentes a don Juan. Estaba sorprendido pero encantado de notar que nadie era mejor ni más augusto que los otros. Algunos de ellos llevaban a cabo funciones que los otros no podían hacer, pero eso no los tornaba superiores, sino sólo diferentes. Sin embargo, la decisión definitiva en todo corría automáticamente por cuenta del nagual Julián; éste, al parecer, gozaba mucho expresando sus decisiones en forma de estupendas y, a veces bárbaras, bromas que jugaba a todos.

Había también entre ellos una misteriosa mujer. La llamaban Talía, la mujer nagual. Nadie le explicó a don Juan quién era o qué significaba aquello de mujer nagual. Le expresaron claramente sin embargo, que una de las siete mujeres era Talía. Hablaban tanto de ella que la curiosidad de don Juan ascendió a tremendas alturas. Hizo tantas preguntas que la mujer en jefe le prometió enseñarle a leer y a escribir, para que pudiera así hacer mejor uso a sus habilidades deductivas. Le dijo que él debía aprender a anotar las cosas en vez de encomendarlas a la memoria; de ese modo acumularía una gran colección de datos sobre Talía, que podría leer y estudiar hasta que la verdad fuera evidente.

Como anticipándose a la cínica respuesta de "a quién le importa" que don Juan estaba a punto de decir, ella arguyó que, si bien podía parecer una empresa absurda, descubrir quién era Talía podía ser una tarea muy fructífera.

Esa era la parte divertida, dijo; la parte seria era que don Juan necesitaba aprender las reglas básicas de la teneduría de libros, a fin de ayudar al nagual a administrar la propiedad.

Inmediatamente comenzó a darle lecciones diarias y en un solo año don Juan progresó tan rápida y extensamente que podía leer, escribir y llevar libros contables. Y hasta descubrió que la mujer en jefe era Talía, y que la tarea de descubrirla había sido fructífera.

Todo había ocurrido con tanta facilidad que ni notó los cambios en él mismo, el más notable de los cuales era cierto sentido de desprendimiento, de desinterés. En lo que a él concernía, conservaba la impresión de que en la casa no ocurría nada, simplemente porque aun no podía identificarse con los miembros del grupo, a quienes consideraba ser como espejos que no reflejaban imágenes.

Don Juan, riendo, me dijo que en cierto momento, a instancias del nagual Julián, aceptó aprender brujería para deshacerse del miedo del monstruo. Pero aunque el nagual Julián le habló de muchísimas cosas, parecía más interesado jugarle espantosas bromas que en enseñarle brujería.

Dijo que durante un año entero, él fue la única persona joven en la casa del nagual Julián. Y era tan absurdo y egocéntrico que ni siquiera se dio cuenta de que, al iniciarse el segundo año, el nagual Julián trajo a tres hombre y cuatro mujeres, todos jóvenes, a vivir en la casa. En lo que concernía a don Juan, esas siete personas, que fueron llegando, una tras otra en el transcurso de dos o tres meses, eran simples sirvientes sin importancia. Uno de los muchachos hasta fue nombrado ayudante suyo.

Don Juan estaba convencido de que el nagual Julián había engatusado a todos esos pobres diablos para que trabajaran sin cobrar salario. Y hasta les hubiera tenido lástima, de no ser por la ciega confianza que ponían en el nagual Julián y el repugnante apego que tenían a todas las cosas y a todas las personas de la casa.

Tenía la impresión de que habían nacido para ser esclavos. Con esa clase de gente, él no tenía nada que hacer. Sin embargo, se veía obligado a entablar amistad con ellos y darles consejos, no porque así lo deseara, sino porque el nagual se lo exigía como parte de su trabajo. Cuando ellos buscaban sus consejos, quedaba horrorizado por lo patético y dramático de las historias de sus vidas.

En secreto, se felicitaba a sí mismo por estar en mejor situación que ellos. Creía sinceramente ser más sagaz que todos ellos juntos. Se jactaba ante ellos de conocer a fondo las maniobras del nagual, aunque no podía decir que las entendiera. Y se reía de los ridículos esfuerzos que ellos hacían por mostrarse útiles. Los consideraba serviles y les decía en la cara que eran explotados sin piedad por un tirano profesional.

Pero lo que más lo enfurecía era que las cuatro muchachas estuvieran locas por el nagual Julián e hicieran de todo por complacerlo. Don Juan buscaba consuelo en su trabajo y se sumergía en él para olvidar su enojo, o bien pasaba horas enteras leyendo los libros que el nagual Julián tenía en la casa. La lectura se convirtió en su pasión. Cuando leía, todos sabían que no debían molestarlo, exceptuando el nagual Julián, que se complacía en no dejarlo jamás en paz. Siempre lo perseguía para que hiciera amistad con esos muchachos y esas muchachas. Le decía repetidas veces que todos ellos, incluso don Juan, era sus aprendices de brujo. Don Juan estaba convencido de que el nagual Julián no sabía nada de brujería, pero le seguía la cuerda y lo escuchaba sin creerle una sola palabra.

El nagual Julián no se dejaba perturbar por su falta de fe. Simplemente, procedía como si don Juan le creyera y reunía a todos los aprendices para darles instrucción. Periódicamente los llevaba de excursión, a pasar la noche, en las montañas de la zona. En casi todas esas excursiones los dejaba solos, perdidos entre los escarpados cerros, a cargo de don Juan.

La justificación dada para esas excursiones era que en la soledad, en el páramo, descubrirían al espíritu. El nagual Julián incitaba especialmente a don Juan a ir en busca del espíritu, aunque no comprendiera lo que hacía.

– Naturalmente, se refería a lo único que un nagual puede referirse: el movimiento del punto de encaje -dijo don Juan-. Pero lo expresaba de la manera que él creía que iba a tener sentido para mí: ir tras el espíritu.

"Yo siempre pensé que estaba diciendo tonterías. Para entonces yo ya tenía formadas mis propias opiniones y creencias; estaba convencido de que el espíritu es lo que se conoce como carácter, voluntad, agallas, fuerza. Y creía innecesario ir en pos de todo eso, puesto que ya lo tenía.