"El nagual Julián insistía que el espíritu es indefinible, que ni siquiera se lo puede sentir, mucho menos se podía hablar de él, y que uno sólo puede llamarlo al reconocer que existe. Mi respuesta fue muy parecida a la tuya: uno no puede llamar a algo que no existe.
Don Juan dijo que el nagual Julián insistía tanto en la importancia de conocer al espíritu que él acabó por obsesionarse con saber qué era el espíritu. Hasta que por fin el nagual le prometió, frente a todos los demás miembros de su casa, que de un solo golpe le mostraría, no sólo qué era el espíritu, sino cómo definirlo. También prometió dar una magnífica fiesta, e invitar aún a los vecinos, para celebrar la lección sobre el espíritu.
Don Juan comentó que en aquellos tiempos, anteriores a la revolución mexicana, el nagual Julián y las siete mujeres de su grupo pasaban por los acaudalados propietarios de una enorme hacienda. Nadie ponía en duda esa imagen, sobre todo la del nagual Julián: rico y apuesto terrateniente que había sacrificado su intenso deseo de dedicarse a una carrera eclesiástica a fin de cuidar de sus siete hermanas solteras.
Un día, en plena estación de lluvias, el nagual Julián anunció que, en cuanto dejara de llover, daría la enorme fiesta que prometió a don Juan. Y un domingo por la tarde que hizo sol, llevó a todos a las orillas del río, el cual había crecido debido a las fuertes lluvias. El nagual Julián ese día montaba a caballo, mientras don Juan corría como un lacayo, respetuosamente atrás, tal como siempre acostumbraban a hacer para mantener las apariencias del acaudalado hacendado y su criado personal.
Para ese almuerzo campestre, el nagual eligió un lugar despejado en la orilla alta del río, a unos dos metros encima del agua. Las mujeres habían preparado alimentos y bebidas. El nagual hasta había contratado a un grupo de músicos. En la gran fiesta estaban incluidos todos los peones de la hacienda, los vecinos e incluso forasteros que se acercaron para participar de las diversiones.
Todo el mundo comió y bebió a gusto. El nagual bailó con todas las mujeres, cantó y recitó poesía. Contó chistes y, con la ayuda de algunas de las mujeres, y para regocijo de todos, representó breves y chistosísimas escenas teatrales.
En un momento dado, el nagual Julián preguntó si alguno de sus siete aprendices, deseaba compartir la lección de don Juan. Todos rehusaron, bien conscientes de las tácticas del nagual. Luego preguntó a don Juan si estaba seguro de querer averiguar qué era el espíritu.
Don Juan no pudo rehusar. Después de todas esas preparaciones, él no podía echarse atrás y anunció que estaba dispuesto a todo. El nagual lo guió hasta el borde del turbulento río, lo hizo arrodillar y comenzó a entonar un largo encantamiento en el que invocaba el poder del viento y de las montañas y pedía al poder del río que aconsejara a don Juan.
Su encantamiento, que podría haber sido muy significativo, estaba expresado de modo tan irreverente que todos reían a más no poder. Cuando hubo terminado le pidió a don Juan que se pusiera de pie con los ojos cerrados. Luego lo tomó en los brazos, como si fuera una criatura, y lo arrojó dos metros abajo a la fuerte corriente, gritando: "¡Por Dios santo, no te enojes con el río!"
Don Juan se sacudía de risa contándome la historia. Quizás bajo otras circunstancias también yo la habría encontrado graciosa, pero esa vez el relato me perturbó tremendamente.
– Tendrías que haber visto la cara de esa gente -continuó don Juan-. Divisé fugazmente sus gestos de consternación, mientras me caía el agua. Nadie había adivinado que ese diabólico nagual haría una cosa así.
Don Juan dijo que sinceramente creyó que eso era el fin de su vida. No sabía nadar bien; mientras se hundía hasta el fondo del río, se maldijo por haber permitido que le pasara eso. Estaba tan furioso que no tuvo tiempo de caer en el pánico. Sólo podía pensar en su resolución de no morir en ese pinche río, a manos de ese pinche desgraciado.
Sus pies tocaron el fondo y lo impulsaron hacia arriba. El río no era profundo, pero la creciente había ensanchado mucho su cauce. La corriente era muy fuerte y lo llevó, zarandeándolo, por un largo trecho. Y mientras él hacía lo posible por no sucumbir, tratando de que las aguas torrentosas no le dieran vuelta, entró en un estado de ánimo muy extraño. Comprendió cual era su defecto: él era un hombre iracundo. Su ira acumulada lo hacía odiar a todos cuantos le rodeaban y reñir constantemente. Pero no podía odiar al río ni pelear con él; no podía ni impacientarse ni irritarse con él, como lo hacía normalmente con todo y con todos. Lo único que podía hacer con el río era seguir su corriente.
Don Juan sostuvo que esa sencilla comprensión y el hecho de aceptarla desequilibraron el fiel de la balanza, por así decirlo, haciéndolo experimentar un libre movimiento de su punto de encaje. De pronto, sin darse cuenta en lo mínimo de lo que pasaba, en vez de sentirse arrastrado por el agua torrentosa, sintió que estaba corriendo por la ribera del río. Corría tan de prisa que no tenía tiempo de pensar. Una tremenda fuerza lo arrastraba, haciéndolo saltar a la carrera por sobre piedras y troncos de árboles caídos, como si no existieran.
Después de haber corrido, de tal desesperada manera, por un rato bastante largo, don Juan se atrevió a echar un vistazo al agua rojiza que pasaba en torrentes. Y se vio a sí mismo violentamente arrastrado por la corriente. Nada en su experiencia lo había preparado para tal momento. Comprendió entonces, sin depender de sus procesos mentales, que estaba en dos lugares al mismo tiempo. Y en uno de ellos, en el torrentoso río, estaba indefenso.
Toda su energía se aplicó a tratar de salvarse.
Sin saber exactamente lo que estaba haciendo, comenzó a apartarse de la ribera del río. Tuvo que usar toda su fuerza, y su determinación para desviarse dos o tres centímetros con cada paso. Sentía como si estuviera arrastrando un árbol. Se movía con tanta lentitud que tardó una eternidad en desviarse unos pocos metros.
El esfuerzo fue demasiado para él. De pronto ya no estaba corriendo, sino que caía a un profundo pozo de agua. Cuando se hundió en el agua, el frío lo hizo gritar. Y un momento después estaba otra vez en el río, arrastrado por la corriente. Su miedo, al verse en las aguas turbulentas, fue tan intenso que sólo pudo desear, con toda su voluntad, estar sano y salvo en la ribera. E inmediatamente estaba allá, otra vez, corriendo a increíble velocidad en dirección paralela al río, pero apartándose de él.
Mientras corría, miró otra vez hacia las aguas turbulentas y se vio a sí mismo, luchando por mantenerse a flote. Quiso gritar una orden; quiso mandarse a sí mismo a nadar en dirección oblicua, pero no tenía voz. Su angustia por la parte de sí mismo que luchaba contra el agua era tan insoportable, que sirvió de puente entre los dos Juan Matus. Instantáneamente volvió a estar en el agua, nadando oblicuamente hacia la orilla.
La increíble sensación de alternar entre dos lugares bastó para borrarle su miedo. Y cuando ya no le importaba su destino, empezó a alternar libremente entre nadar en el río, chapaleando hacia la orilla izquierda, o bien correr por la ribera alejándose del río.
Salió del agua después de haber recorrido unos nueve o diez kilómetros, río abajo. Allí tuvo que esperar, buscando refugio entre los arbustos, por más de una semana. Esperaba a que bajaran las aguas para poder cruzar vadeando, pero también esperaba a que su miedo disminuyera y a que acabara su sensación de ser doble.
Don Juan me explicó que la fuerte y sostenida emoción de luchar por salvar la vida había hecho que su punto de encaje se moviera justo al lugar del conocimiento silencioso. Como nunca había prestado ninguna atención a lo que el nagual Julián le decía sobre el punto de encaje, no tenía idea de qué era lo que le sucedía. Lo aterraba la posibilidad de no volver jamás a la normalidad. Pero a medida que exploraba su percepción dividida, descubrió que le gustaba su lado práctico. Era doble por días enteros. Podía ser plenamente el uno o el otro. O podía ser ambos al mismo tiempo. Cuando era ambos a la vez, las cosas se tornaban confusas y ninguno de los dos era efectivo; de modo que abandonó esa alternativa. Pero ser el uno o el otro le abría inconcebibles posibilidades.