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El nagual Julián se puso furioso por el descuido de Tulio, cosa que complació mucho a don Juan. El nagual, impaciente, ordenó a don Juan que fuera en busca de Tulio, quien estaba en los campos supervisando a los peones, y le transmitiera su orden de ir al despacho.

Don Juan, feliz ante la perspectiva de fastidiar a Tulio, corrió a los sembrados acompañado de un peón para que lo protegiera del monstruo. Encontró allí a Tulio supervisando a los trabajadores, como siempre, desde una distancia. Don Juan había notado que a Tulio le disgustaba mucho entrar en contacto directo con la gente y que siempre los trataba desde lejos.

Con voz ronca y exagerada imperiosidad, don Juan exigió a Tulio que lo acompañara a la casa, porque el nagual requería sus servicios. Tulio, con voz apenas audible, respondió que por el momento se hallaba demasiado atareado, pero que en el curso de una hora podría acudir.

Don Juan insistió, sabiendo que Tulio no se molestaría en discutir con él y simplemente le volvería la cara, como de costumbre. Pero se llevó una desagradable sorpresa. Tulio comenzó a gritarle obscenidades. La escena era tan poco acorde con el carácter de Tulio que hasta los peones dejaron de trabajar para cambiar miradas interrogantes. Don Juan estaba seguro de que ningún peón había oído nunca que Tulio levantara la voz, y mucho menos que gritara improperios. Su propia sorpresa era tan grande que empezó a reír nerviosamente, lo que enojó muchísimo a Tulio. Hasta le tiró una piedra que por poco le da en la cabeza. El asustado don Juan apenas pudo escapar corriendo.

Don Juan y su guardaespaldas volvieron inmediatamente a la casa. Justo en la puerta de entrada encontraron a Tulio, conversando tranquilamente y riendo con algunas de las mujeres. Según su costumbre, le volvió la espalda a don Juan, sin prestarle la menor atención.

Don Juan muy enojado comenzó a regañarlo por estar de charla cuando el nagual lo necesitaba en el despacho. Tulio y las mujeres lo miraron como si se hubiera vuelto loco.

Pero ese día Tulio no era el mismo. De inmediato le gritó a don Juan que cerrara el hocico y no se metiera en sus cosas. Lo acusó, descaradamente de tratar de hacerle quedar mal con el nagual Julián.

Las mujeres mostraron su consternación con exclamaciones ahogadas y miradas de censura a don Juan, mientras trataban de calmar a Tulio. Don Juan le ordenó a Tulio que acudiese al despacho del nagual para explicar los problemas contables, pero Tulio lo mandó al demonio.

Don Juan temblaba de ira. La sencilla tarea de pedir esas informaciones se estaba convirtiendo en una pesadilla. Logró al fin dominar su ira.

Las mujeres lo observaban atentamente, y eso lo hizo enojar otra vez. Lleno de ira silenciosa, corrió al estudio del nagual. Tulio y las mujeres siguieron conversando y riendo tranquilamente, como si celebraran una broma secreta.

La sorpresa de don Juan fue total cuando, al entrar al despacho, encontró a Tulio sentado en el escritorio del nagual, absorto en los libros de contabilidad. Don Juan hizo un esfuerzo supremo y le sonrió a Tulio. De pronto había comprendido que el nagual Julián estaba usando a Tulio para jugarle una broma, o para probarlo, a ver si perdía o no el control. Y él no le daría a Tulio tal satisfacción.

Sin levantar la vista de sus libros, Tulio dijo que, si don Juan estaba buscando al nagual, probablemente lo encontraría en el otro extremo de la casa.

Don Juan corrió al otro extremo de la casa y encontró al nagual Julián caminando lentamente alrededor del patio, acompañado por Tulio. Parecían enfrascados en una conversación. Tulio tironeó suavemente de la manga al nagual y le dijo, en voz baja, que su asistente estaba allí.

El nagual, muy tranquilamente, como si nada hubiera sucedido, le explicó a don Juan todo lo referente a la cuenta en la que habían estado trabajando. Fue una explicación larga, detallada y completa. Dijo que era hora que don Juan trajera el libro de contabilidad del despacho para que pudiera él hacer la anotación y que Tulio la firmaría.

Don Juan no podía comprender lo que estaba pasando. La explicación tan detallada y el tono despreocupado del nagual habían puesto todo en el reino de los asuntos mundanos. Tulio, impacientemente le ordenó a don Juan que se apresurara a ir en busca del libro, pues él estaba muy ocupado. Lo necesitaban en otra parte de la hacienda.

Para entonces don Juan se había resignado a hacer el papel de payaso. Sabía que el nagual se traía algo entre manos: tenía esa expresión extraña en los ojos que don Juan asociaba siempre con sus brutales bromas. Además, Tulio había hablado ese día más que en los dos años completos que él llevaba en la casa.

Sin decir una palabra, don Juan volvió al estudio. Y, tal como esperaba, Tulio había llegado allí primero; estaba sentado en la esquina del escritorio, esperándolo; taconeando impacientemente el entablado con el duro tacón de su bota. Le puso a don Juan en las manos el libro de contabilidad que necesitaba y le dijo que se pusiera en marcha.

Pese a estar prevenido, don Juan quedó atónito. Miró fijamente a Tulio, quien se tornó colérico e insultante. Don Juan tuvo que contenerse a duras penas para no estallar. Seguía diciéndose que todo aquello era tan sólo una prueba; una manera de examinar sus actitudes. Ya se imaginaba expulsado de la casa si fracasaba.

En medio de su confusión, aún pudo preguntarse cómo lograba ese Tulio tener la velocidad para adelantársele siempre.

Don Juan anticipaba, por cierto, que Tulio lo estaría esperando con el nagual. Pero aun así, cuando lo vio allí, se quedó más que sorprendido. No podía figurarse cómo se las había arreglado Tulio. Don Juan había atravesado la casa siguiendo la ruta más corta, a toda velocidad. No había modo de que Tulio hubiera podido llegar antes, sin pasar a su lado.

El nagual Julián tomó el libro de contabilidad con aire de indiferencia. Hizo la anotación y Tulio la firmó. Luego continuaron hablando del asunto sin prestar atención a don Juan, que mantenía los ojos clavados en Tulio, tratando de adivinar qué prueba era la que le estaban haciendo pasar. Tenía que ser una prueba de su carácter. Después de todo, en esa casa su carácter siempre había estado en tela de juicio.

El nagual despidió a don Juan, diciendo que deseaba quedarse a solas con Tulio para hablar de negocios. Don Juan fue inmediatamente en busca de las mujeres para averiguar qué pensaban de esta extraña situación. Apenas habría caminado tres metros cuando encontró a dos de ellas con Tulio. Los tres estaban enfrascados en una animadísima conversación. Antes de que ellos lo vieran, volvió corriendo adonde estaba el nagual. Allí estaba también Tulio, hablando con él.

Una increíble sospecha entró entonces en la mente de don Juan. Corrió al estudio; Tulio estaba inmerso en sus libros de cuentas y ni siquiera advirtió su presencia. Don Juan le preguntó qué estaba pasando. Tulio sacó a relucir su personalidad habitual y no se dignó a responder o a mirar a don Juan.

En ese momento don Juan tuvo otra idea inconcebible. Corrió al establo, ensilló dos caballos y pidió a su guardaespaldas de esa mañana que volviera a acompañarlo. Galoparon hasta el sitio en donde don Juan había visto a Tulio. Este estaba exactamente donde lo había dejado. No le dirigió la palabra a don Juan. Cuando éste lo interrogó, se limitó a encogerse de hombros y volverle la espalda.

Don Juan y su compañero galoparon de regreso a la casa. En ella, don Juan encontró que Tulio estaba almorzando con las mujeres. Tulio estaba también hablando con el nagual. Y Tulio trabajaba con los libros.

Don Juan se dejó caer en un asiento, cubierto de sudor frío del miedo. Sabía que el nagual Julián lo estaba sometiendo a una de sus horribles bromas. Razonó que tenía tres cursos de acción. Podía comportarse como si no ocurriera nada fuera de lo común; podía resolver la prueba por sí mismo o, puesto que el nagual aseguraba siempre estar allí para explicar cuanto él quisiera, podía enfrentarse al nagual y pedirle aclaraciones.