Tuliúno habló luego de la apariencia de Tulio. Dijo que según el nagual Elías, la apariencia es la esencia del desatino controlado; por lo tanto, los acechadores crean la apariencia intentándola, en vez de lograrlo con la ayuda de disfraces. Los disfraces crean apariencias artificiales que la vista nota consciente o inconscientemente. En ese sentido, intentar apariencias es exclusivamente un ejercicio para el manejo del intento.
Después habló Tulítre. Dijo que las apariencias se solicitan al espíritu o se las llama a la fuerza, pero nunca se las inventa racionalmente. La apariencia de Tulio fue llamada con fuerza. El nagual Elías los metió a los cuatro juntos, en un pequeño cobertizo donde apenas podían caber. Allí les habló el espíritu. Les dijo que primero debían intentar su homogeneidad. Después de cuatro semanas de aislamiento total, la homogeneidad vino a ellos.
El nagual Elías les dijo que el intento los había fundido unos con otros, y que así habían adquirido la certeza de que la individualidad de cada uno pasaría desapercibida. La segunda etapa fue llamar con toda la fuerza posible a la apariencia que iba a ser percibida por el espectador. Se empeñaron entonces en llamar al intento para que les diera la apariencia de Tulio que don Juan había visto. Tuvieron que trabajar mucho para perfeccionarlo. Bajo la dirección de su maestro, se concentraron en todos los detalles que lo haría perfecto.
Los cuatro Tulios dieron a don Juan una demostración de los rasgos más chistosos y salientes de Tulio; los cuales eran: muy marcados gestos de arrogancia y desdén; abruptos giros de cabeza hacia la derecha, para demostrar enojo; movimientos del torso, para ocultar parte de la cara con el hombro izquierdo; pasar furiosamente una mano sobre los ojos, como para apartar el pelo de la frente; el paso y los movimientos de un hombre impaciente y ágil, demasiado nervioso para estarse en un solo sitio y que no puede decidir hacia dónde ir.
Don Juan dijo que esos detalles de conducta y muchos otros más habían hecho de Tulio un personaje inolvidable. Era tan inolvidable que, para proyectar a Tulio sobre don Juan y los otros aprendices, como sobre una pantalla de cine, bastaba con que uno de los cuatros insinuara un rasgo de Tulio; los aprendices suministraban automáticamente el resto.
Don Juan dijo que, debido a la tremenda consistencia de los datos suministrados por los cuatro hombres, Tulio era la esencia de una persona repugnante, tanto para él como para los otros aprendices. Pero al mismo tiempo, si hubieran buscado muy en el fondo de si mismos habrían admitido que Tulio era obsesionante. Era rápido, misterioso, daba la impresión, a sabiendas o no, de ser una sombra.
Don Juan preguntó a Tuliúno cómo habían llamado al intento. Tuliúno le explicó que los acechadores llaman al intento en voz alta. Habitualmente lo llaman desde una habitación pequeña, oscura y aislada. Se pone una vela en una mesa negra, con la llama a pocos centímetros de los ojos; después se pronuncia lentamente la palabra intento, modulándola con claridad tantas veces como uno lo considera necesario. El tono de voz sube y baja sin intervención de la voluntad.
Tuliúno hizo hincapié en que la parte indispensable en el acto de llamar al intento es una total concentración en lo que se intenta. En el caso de ellos, su concentración se enfocó en su homogeneidad y en la apariencia de Tulio. Tras ser fusionados por el intento, aún tardaron un par de años en edificar la plena certeza de que tanto su homogeneidad como la apariencia de Tulio serían realidades inapelables para los espectadores.
– Y ahora quiero que tú pienses en todo lo que te he contado -prosiguió don Juan-. Cavila, a ver qué conclusiones se te ocurren.
Me puse a pensar, pero como siempre que él me pedía que hiciera algo específico, no pude hacerlo. Por fin, le pregunté a don Juan qué pensaba del modo de llamar al intento de los Tulios. Y él dijo que tanto su benefactor, como el nagual Elías, eran un poco más dados a los ritos que él; por lo tanto, preferían utensilios tales como velas, lugares oscuros y mesas negras.
Comenté, sin darle importancia, que a mi también me atraía muchísimo la conducta ritualista. El rito me parecía algo esencial para centrar la atención. Don Juan tomó mi comentario en serio. Dijo que había visto que existía en mí, como campo energético, un rasgo que todos los brujos de antaño tenían y buscaban ávidamente en otros: una zona brillante en el lado inferior derecho del capullo luminoso. Dicha brillantez se asociaba con el ingenio de una persona y su tendencia a la morbosidad. Los sombríos brujos de aquellos tiempos se complacían en domar a ese codiciado rasgo para engrandecer al lado oscuro del hombre.
– Entonces el hombre tiene un lado que es el mal -dije, jubiloso-. Usted siempre lo negó. Siempre dice que el mal no existe, que sólo existe el poder.
Me sorprendí a mí mismo con tal arrebato: en un solo instante toda mi crianza católica se había apoderado de mí y el Príncipe de las Tinieblas creció a tamaño descomunal.
Don Juan rió hasta acabar tosiendo.
– Claro que tenemos un lado oscuro -dijo-. Matamos por capricho, ¿no es cierto? Quemamos gente en el nombre de Dios. Nos destruimos a nosotros mismos; aniquilamos la vida en este planeta; destruimos la tierra. Y luego nos ponemos un hábito y el Señor nos habla directamente. ¿Y qué nos dice el Señor? Nos dice que si no nos portamos bien nos va a castigar. El Señor lleva siglos amenazándonos sin que las cosas cambien. Y no porque exista el mal, sino porque somos estúpidos. El hombre si que tiene un lado oscuro, que se llama estupidez.
No dije nada más, pero aplaudí para mis adentros, pensando con placer que don Juan era todo un maestro del debate. Una vez más, me envolvía en mis propias palabras.
Tras un momento de pausa, don Juan explicó que en la misma medida en que el rito obliga al hombre común y corriente a construir enormes iglesias que son monumentos a la importancia personal, también obliga a los brujos a construir edificios de morbidez y obsesión. La tarea de todo nagual es, por lo tanto, guiar a la conciencia para que vuele hacia lo abstracto, libre de cargas e hipotecas.
– ¿A qué se refiere usted don Juan con eso de cargas e hipotecas? -pregunté.
– El ritual puede atrapar nuestra atención mejor que ninguna otra cosa -dijo-, pero también exige un precio muy alto. Ese precio es la morbidez; y la morbidez podría cobrar altísimas cargas e hipotecas a nuestra conciencia de ser.
Don Juan dijo que la conciencia de ser es como una inmensa casa. La conciencia de la vida cotidiana es como estar herméticamente encerrado en un solo cuarto de esa inmensa casa durante toda la vida. Se entra en ese cuarto por medio de una abertura mágica: el nacimiento. Y se sale por medio de otra abertura mágica: la muerte.
Sin embargo, los brujos son capaces de hallar una abertura más y salir de ese cuarto herméticamente cerrado estando aún vivos. Un logro estupendo. Pero un logro más estupendo todavía es que, al escapar de ese cuarto sellado, los brujos son capaces de elegir la libertad. Eligen abandonar por completo esa casa inmensa, en vez de perderse en otras partes de ella.
Don Juan dijo que la morbidez es la antítesis de la oleada de energía que la conciencia necesita para alcanzar la libertad. Hace que los brujos pierdan el rumbo y se queden atrapados en los intrincados y oscuros corredores de lo desconocido.
Pregunté a don Juan si había algo de morbidez en los Tulios.
– La rareza no es morbidez -replicó-. Los Tulios eran la rareza misma; increíbles actores, adiestrados por el espíritu mismo.