El bando de Quetza no podía calificarse precisamente de temible; no sólo era menor en número, sino que, además, sus integrantes no lucían como verdaderos titanes: la mayoría tenía una estatura mediana, y los demás eran jóvenes poco acostumbrados al ejercicio físico, cosa que se revelaba en su complexión inconsistente, cuando no adiposa. Sin embargo, había una excepción: el chico más corpulento del grupo estaba de su lado. Era un muchacho inconmensurable, tenía un cuello toruno y el torso de un ídolo de piedra. Pero se llamaba Citli Mamahtli. Aquel nombre no ayudaba mucho a infundir temor a los rivales, ya que significaba "liebre asustada". Y parecía hacer honor a su nombre; pese a su tamaño, Citli Ma-mahtli, se veía manso como una criatura e incapaz de pelear. Ante cualquier provocación por parte de los miembros del bando opuesto, no podía evitar un llanto infantil. Se diría que cargaba con una tristeza indescifrable; por otra parte, no tenía demasiadas luces, era un poco lento de entendederas y algo tartamudo. Pero no sólo era la tropa con la que contaba Quetza, sino que, con el tiempo, llegó a tomarle un afecto fraternal, como si aquella mole inabarcable fuera el hermano menor que nunca tuvo. Ése era su pequeño ejército.
Si Quetza podía distraer su cabeza en otra cosa que no fuese el combate que se avecinaba, era porque durante el curso de aquel mes las cosas parecían haber tomado un nuevo rumbo. Ahora que se aproximaba el fin de año, luego del baño de agua helada de la mañana, al magro desayuno compuesto sólo por pan y agua se sumaba una ración de frutas y verduras. Todos habían perdido mucho peso y el refuerzo de comida que recibían les daba más energía y mejores ánimos. La caminata sobre el campo de ortigas ahora se había reducido a la mitad y dedicaban el resto de la mañana al estudio. Si el primer año en el Calmécac tenía como objetivo curtir el cuerpo y forjar el corazón de los chicos, en el segundo año aprendían Historia, estudiaban el calendario y los arcanos de la religión. De modo que durante el último mes del año, un poco a manera de descanso y un poco a modo de introducción, los chicos conocían a sus futuros maestros, quienes les adelantaban los rudimentos de lo que verían el año próximo. Los alumnos se sentaban en el suelo del gran recinto lindero al Templo Mayor. De pie frente a ellos, Pollecatl, un sacerdote viejo de hablar sereno y pausado, sosteniendo un grueso tlahtoamat!, un libro de historia pintado con pictogramas leía y, alternativamente, comentaba cada pasaje.
La historia de los mexicas se iniciaba con un gran enigma. Ese misterio que estaba en el origen parecía ser lo que impulsaba todos sus emprendimientos. No había libro alguno que pudiera contestar ese interrogante y hasta sus propios dioses parecían negarse a responder aquella pregunta. Los mexicas, a diferencia de los demás pueblos que habitaban la región, ignoraban quiénes eran, desconocían su filiación y su procedencia. Aquella suerte de orfandad esencial se revelaba en la tristeza de sus canciones y en las letras de su poesía. El carácter guerrero de los mexicas, su afán de conquista, el anhelo de apropiarse de un porvenir, parecían encontrar su razón en la imposibilidad de ser dueños de un pasado. Creían poder adivinar el futuro en el calendario, predecir acontecimientos y adelantarse a sus consecuencias, pero no había oráculo que les hablara del misterio de sus orígenes.
Pollecatl, el más viejo de los sacerdotes, mientras sostenía el pesado libro entre sus manos, preguntaba a los alumnos si sabían cuál era el lugar originario de los mexicas. Entonces, en un susurro tímido pero unánime se escuchaba:
– Aztlan.
– Muy bien -decía el sacerdote, y volvía a preguntar:
– ¿Alguien sabe dónde queda Aztlan?
Entonces se hacía un silencio absoluto.
Los mexicas eran oriundos de aquella lejana y enigmática tierra. El término Aztlan podía significar "lugar de las garzas", "sitio de la blancura" o "comarca del origen". Hacía mucho tiempo, por motivos que también ignoraban, habían tenido que abandonar aquella ciudad. Conducidos por un sacerdote llamado Tenoch, iniciaron un largo éxodo, primero en barco, a través de las aguas, y luego por tierra cruzando valles, ríos y montañas. Así, encomendados a Huizilopochtli, luego de una marcha sin rumbo preciso, llegaron hasta las orillas del lago de Texcoco. Ese pueblo, nuevo a los ojos de las demás tribus que habitaban el valle, aquellos peregrinos perdidos que no sabían adonde iban ni recordaban de dónde habían partido, fueron los últimos en llegar desde el Norte hasta el Anáhuac.
Con los ojos fijos en los pictogramas del libro, el sacerdote, elocuente en los gestos y declamando, casi con un tono épico, por momentos dramático, narraba cómo sus antepasados, sumidos en la desesperanza, la pobreza y la incerti-dumbre, siempre se mantuvieron fieles y obedientes a Te-noch, pese a que éste sólo parecía ofrecerles sufrimiento. Cuando llegaron al valle, ciertamente no fueron bienvenidos por sus habitantes. Sin embargo, al repudio respondieron primero con humildad, aceptando la-ley de los pueblos ya establecidos, adaptándose a sus costumbres y tendiendo puentes de amistad. De esta voluntad de confraternizar surgieron los primeros lazos, mezclando su sangre en matrimonios. Sin embargo, no consiguieron establecerse ni fundar una ciudad propia; igual que los coyotes, vagaban cerca de los poblados pero sin poder acercarse demasiado, a riesgo de ser atacados. Ni siquiera dejaron que se afincaran en las tierras menos fértiles. Así, siempre guiados por Tenoch, erraron durante años. Un día el sacerdote los reunió y les dijo que debían buscar una señal que les indicara el sitio exacto donde fundar su ciudad; era una señal clara e inconfundible: tenían que encontrar un águila y una serpiente posados sobre un nopal.
Si bien todos conocían esa historia, el histrionismo de Po-Uecatl, su modo de narrar, sus gestos, conseguían que los alumnos siguieran el relato como si lo escucharan por primera vez.
Así, continuó el sacerdote, un día, durante una cacería, un grupo de hombres descubrió la señal esperada: en un islote despoblado, en medio del lago, vieron un águila comiéndose una serpiente sobre una tuna. La tierra prometida no era un edén ni un valle fértil; no se trataba siquiera de un modesto pedazo de suelo firme: era apenas un pequeño pantano no ya inhabitado, sino inhabitable. Tenoch bendijo ese lugar y agradeció a los dioses como si le hubiesen legado el paraíso.
Entonces Pollecatl posó el libro y ordenó a todos los alumnos que lo siguieran. Salió de aquel recinto monumental y caminó hacia la plaza central. Luego, seguido por la multitud de chicos, cruzó el centro ritual, se detuvo un momento al pie del Templo Mayor, se llenó los pulmones y comenzó el ascenso a la pirámide. Una vez que alcanzaron la cima, les dijo a todos que se ubicaran en lo alto. Señalando hacia abajo y en derredor, dando vueltas sobre su eje, instó a los alumnos a que miraran en silencio.
Allí estaba la gran Tenochtitlan, la ciudad más grandiosa de todas. Más esplendorosa que Tula y que la misma Teo-tihuacan, la ciudad de los dioses. Así, en ese silencio sólo quebrado por el viento, miraban el sueño de Tenoch hecho realidad. El pecho de Quetza se expandió: sintió orgullo por esa patria nacida del barro, de la nada, cuyos palacios ensombrecían ahora a las montañas. Veía aquella ciudad dorada y se convencía de la ilusoria certeza de que no había obstáculo que pudiera interponerse a la voluntad. Desde la cima, miraba las piedras sobre las que se apoyaban sus pies y recordaba que, en ese mismo lugar, había sido el hombre más feliz de la Tierra cuando hasta allí se escapaba con Ixa-ya. La añoranza se convirtió en tristeza. La extrañaba. Por otra parte, el combate que se avecinaba era como un pájaro negro, cuya sombra todo lo oscurecía. Entonces buscó con la mirada entre sus compañeros hasta encontrar a Eheca. Sólo quería ver su expresión ante la magnificencia de la historia plasmada allí abajo, a los pies de la pirámide, extendiéndose por el lago hasta las montañas. Tuvo la esperanza de que en aquel sitio sagrado, en la cima de la gran Tenochti-tlan, sus miradas se encontraran para reconciliarse. Pero sólo vio en sus ojos indiferencia y un rencor indescifrable. Sus miradas finalmente se encontraron, sí; Eheca le dedicó una sonrisa desdentada, amenazadora y llena de malicia. Entonces Quetza volvió a contemplar la ciudad que unía la tierra con el agua y el agua con el cielo, se llenó los pulmones con aquel viento de las alturas y se dijo que, si así lo decidía el destino, podía morir en paz.