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Los grupos volvieron a formar como al principio. La baja producida al pequeño ejército se hacía notar. El jefe de los gatos miró a su oponente con odio y, sin decir palabra, le juró venganza. Entonces dio un grito de furia y de pronto se lanzó a la carga a toda carrera blandiendo la espada. Sus huestes corrieron tras él. Fue todo tan imprevisto, que la reacción de los halcones resultó caótica: algunos intentaron el ardid anterior, saltando con sus cañas pero, ya prevenidos, los felinos los esperaron caer ensartándolos con sus lanzas. En las gradas se hizo un silencio absoluto. Los chicos no podían disimular un gesto de pavor al ver la sangre brotando a chorros de las heridas, corriendo como un río sobre el campo de lucha. Un sacerdote detuvo el combate. Tres caballeros Halcón quedaron tendidos en el piso y, como el joven gato, fueron retirados. Quetza buscó el rostro de Eheca y, por primera vez, pudo percibir el miedo. Sus miradas volvieron a cruzarse pero, esta vez, Quetza fue quien le dedicó una mirada desafiante. Realmente no estaba asustado. No era miedo, sino otro sentimiento: le parecía todo tan salvaje, tan brutal e injustificado, que su espíritu se llenó de una indignación tal, que experimentó un odio infinito. Era una conmoción contradictoria: pero de qué otra forma puede alguien rebelarse ante la injusticia sin sentir el acicate del odio. Quetza, tal como le enseñara su padre, se llamó a la calma recordando que si se estaba realmente en contra de los sacrificios, por esa misma razón, no podía desearse ni siquiera la muerte del verdugo. Y también su padre le había enseñado que los peores sentimientos, los peores pensamientos son hijos del miedo, que si conseguía derrotar el temor, podría pensar con claridad. Entonces Quetza comprendió que aquella ceremonia tenía por propósito llenarlos de miedo, sojuzgarlos por el temor al dolor y a la muerte. "El ser humano y la muerte nunca llegan a conocerse. Nadie asiste a su propio funeral", solía decir Tepec. Desde que era un niño le repetía el viejo proverbio tolteca: Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla. Y así, recordando las enseñanzas de su padre, Quetza se despojó de aquel odio que lo horadaba. Jamás iba a olvidar a aquellos chicos tendidos en el campo entre convulsiones, regando la tierra con su sangre; pero no iba a agregar sentimientos de muerte sobre la muerte.

El combate se restableció hasta que sólo quedaron ambos jefes. Estaban extenuados. La sangre se mezclaba en sus rostros con el sudor, formando un líquido rosado que caía desde las máscaras, evidenciando que el gesto de entereza de los disfraces no era más que una apariencia. Solos, frente a frente, blandiendo sus espadas y sosteniendo los escudos, ejecutaban los pasos de la danza final. Como al principio, el gato se lanzó sobre el halcón dando un zarpazo de espada. El hombre ave detuvo la estocada con su escudo, saltó, giró varias veces sobre su eje y acertó una patada con el empeine en pleno rostro del hombre gato. Viendo que el felino caía al piso, el pájaro descargó la hoja de obsidiana con el propósito de cortarle el cuello. Pero, igual que los gatos, aquél se arqueó, se impulsó y se aferró, como si en realidad tuviese garras, al cuerpo del caballero Halcón. Luego, afirmándose con sus pies a los hombros del pájaro, el gato saltó hacia arriba, muy alto y, al caer, le pegó con el codo en medio del pecho, aprovechando el enorme impulso. Ahora era el caballero Halcón el que estaba en el piso. El gato insinuó un sablazo en el vientre del ave, pero cuando éste se cubrió el abdomen con el escudo, redirigió el curso de la espada hacia el arma de su oponente. El golpe de la piedra con la piedra fue tan duro que la espada del halcón se soltó de la mano de su dueño, salió despedida en forma vertical y, después de dar varias vueltas en el aire, cayó en la mano del enemigo. Ahora el caballero Gato tenía ambas espadas y, bajo su pie, inerme, derrotado, yacía el caballero Halcón. La lucha estaba terminada. Así lo decidió el sacerdote. Entonces le recordó que en las manos del vencedor estaba el destino del perdedor. El hombre gato se quitó la máscara para que nadie olvidara su rostro y, agitando ambos brazos, celebró la victoria. Miró hacia lo alto de la pirámide bicéfala, se llenó los pulmones, gritó el nombre del Dios de la Guerra y, en un movimiento exacto, clavó ambas espadas en el vientre de quien, hasta hacía poco, era su compañero de estudios.

El combate final se había cobrado cinco heridos y tres muertos. El corazón de los muertos fue ofrendado a Hutzi-lopotchtli.

El viento del anochecer, como un lamento, se cortó en el filo de las espadas verticales que surgían Jel cuerpo, despojado del corazón, que yacía al pie de la pirámide.

Ahora los chicos sabían, por fin, en qué consistía el combate.

13 Asuntos pendientes

El gran día se aproximaba. Las horas que restaban eran para Quetza un largo suplicio. Nunca había imaginado el sombrío desenlace de la lucha final. El tiempo había quedado suspendido entre el deseo de que el momento del combate no llegara nunca y la angustia de la espera. Por su parte, a Eheca se lo veía reconcentrado, su sonrisa desdentada y desafiante había dejado lugar a un gesto duro, hierático, y ni siquiera s‹_ acercaba a conversar con sus acólitos. Citli Mamahtli permanecía sumido en un ensimismamiento rayano con la locura: musitaba para sí frases ininteligibles con la mirada perdida en lo más profundo de sus propios pensamientos. Pero había un hecho que a Quetza le infundía una extraña tranquilidad: era aquella una noche como cualquier otra. Los sacerdotes se conducían hacia los alumnos como si nada hubiese ocurrido, ni nada especial fuese a suceder. Mientras comían comentaban cómo serían las actividades del día siguiente: luego de la habitual caminata por el campo y las tareas de agricultura tendrían clase de Historia y, más tarde, estudiarían el calendario; los alumnos acababan de presenciar cómo habían muerto esos chicos, ignoraban si ellos mismos sobrevivirían al primer gran combate y debían hacer como si nada sucediera.

Quetza decidió seguir el ejemplo de los sacerdotes y no volver a pensar en la lucha. Igual que sus compañeros, se preguntaba si estaría vivo a la misma hora del día siguiente. Se dijo que ya una vez, a poco de nacer, había estado cara a cara con la muerte: conocía el rostro sediento de sangre de Huitzilopotchtli. Si aún permanecía con vida era por un hecho fortuito y providencial. Hacía quince años que residía en este mundo sin que lo hubiesen invitado; tal vez er? hora de que el anfitrión se diera cuenta: más tarde o más temprano sería expulsado del Reino de los Vivos. Sin embargo, aún tenía algunas cosas pendientes. El tiempo que le quedaba no era mucho, pero quizá le alcanzara para saldar algunas deudas.

Era noche cerrada. Todos sus compañeros dormían. Quetza se levantó con sigilo. Como un gato salió del pabellón por una angosta ventana que daba a la galería que circundaba el patio. Desde aquella enorme plaza seca e interna no había comunicación alguna con el exterior; la única puerta que conducía hacia afuera estaba en el pabellón de los sacerdotes y no había manera de entrar allí. Quetza ya había trazado un plan, aunque sabía que si fracasaba ni siquiera iba a tener la oportunidad de combatir por su vida: si lo sorprendían intentando fugarse sería el primero en dar su sangre en sacrificio. Durante la cena se había hecho de una soga. Era demasiado corta para alcanzar el techo monumental de la galería. Pero servía para rodear una de las columnas. Así lo hizo; abrazado a una de las innumerables pilastras rectangulares, ayudándose con la cuerda como si fuese una extensión de sus brazos, comenzó el ascenso. Se impulsaba con las piernas y se sostenía con la soga semejando los movimientos de un ozomatli, unos monos pequeños que solían verse en las copas de los árboles. Avanzaba sin obstáculos hacia lo alto. Estaba promediando la ascensión, cuando desde la oscuridad surgió la figura de un sacerdote que venía por la galería directo hacia donde estaba él. Tal vez advertido por los ruidos, quizá porque estaba desvelado o, sencillamente, porque su tarea fuese la de vigilar, el sacerdote parecía haberlo sorprendido. Quetza se aferró a la columna apretándose de tal modo que se diría parte de la piedra, confundiéndose con los bajorrelieves que la adornaban. Los pasos del religioso resonaban cada vez más cercanos, hasta que los escuchó junto a él. Estaba perdido. Quetza cerró los ojos con la esperanza infantil de que, al dejar de mirar, fuese a conseguir el mismo efecto en el sacerdote. Como si milagrosamente lo hubiese logrado, pudo comprobar que los pasos se alejaron sin detenerse; el hombre pasó al otro lado de la columna sin verlo. Una vez que recuperó el aliento, Quetza continuó ascendiendo hasta que, por fin, alcanzó el gran alero de piedra y se descolgó por el lado opuesto, bajando por otra de las columnas con la misma técnica. Cuando estuvo fuera del Calmécac, Quetza huyó a toda carrera hasta perderse al otro lado de los dominios del templo.