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Quetza corrió tan rápido como pudo. Palpitante y sudoroso, entró en el pabellón a través del mismo ventanuco por el que había salido. En el exacto momento en que acababa de meterse entre las cobijas, el sacerdote ingresó en el aposento; luego de una minuciosa recorrida, para su desconcierto comprobó que nadie faltaba. Salió del cuarto rascándose el mentón. Quetza se hubiese dormido satisfecho de no haber sido porque que ya estaba clareando. Faltaban pocas horas para el combate.

15 El combate

El momento llegó.

Las escalinatas de la pirámide, convertidas en graderías, albergaban al público: alumnos, sacerdotes, funcionarios y militares esperaban impacientes el comienzo del combate. La lucha inicial era un acontecimiento más trascendental aún que el combate final; de aquella arena iban a surgir los próximos héroes del pueblo mexica. Era el momento en que los futuros guerreros harían sus primeras armas. Representaba un orgullo para los mayores haber visto pelear de niños a quienes eran hoy los más valientes generales. Los funcionarios más viejos podían jactarse de haber presenciado el primer combate de aquel que hoy ocupaba el trono en lo alto del Templo. El emperador, sentado ya en su sitial, iba a asistir a la primera batalla de quien, quizás, en el futuro, llegara a ser su sucesor; tal vez el elegido estuviese entre aquel grupo de chicos. Y aún por encima del rey, el Dios de la Guerra, Huitzilopotchtli, estaba ávido de la sangre que habría de serle ofrendada; era aquella la sangre que más le gustaba: la de los jóvenes caídos en el acto marcial de iniciación, el primero y, acaso, el último. No se trataba de la sangre del enemigo, apenas necesaria como la comida para los hombres, sino la de sus propios hijos que le ofrendaban su corazón por amor.

Sonaron por fin las caracolas. Los guerreros salieron al campo en medio de la ovación. Formaron › se inclinaron ante el rey. En un trámite expeditivo, fueron elegidos los dos jefes. La elección no deparó sorpresas: tal como era de esperarse, los chicos eligieron por un lado a Eheca y, por otro, a Quetza. Un sacerdote hizo girar la espada sobre la piedra para que el azar decidiera quién había de ser el primero en escoger a su edecán. La negra hoja de obsidiana se detuvo señalando a Eheca. Nadie tenía dudas de que habría de elegir a su secuaz más cercano, un muchacho fuerte, astuto y sumamente fiel a su jefe. Sin embargo, sucedió algo que dejó mudo a todo el mundo: levantó su índice y, mirando con una sonrisa maliciosa a su oponente, apuntó hacia aquel que Quetza había adoptado como su hermano menor: Citli Ma-mahtli. Ese chico enorme y a la vez tan frágil como una mariposa, acababa de ser designado subjefe de su acérrimo enemigo. El elegido, petrificado, parecía no comprender y miraba a Quetza como rogándole que le explicara qué estaba sucediendo. Pero su amigo, su hermano, estaba tan absorto como él. Habían quedado en bandos opuestos en una batalla a muerte y la decisión era inapelable. Ahora debía elegir Quetza. Era una verdadera encrucijada, ya que tenía previsto elegir a Citli Mamahtli como su edecán. Llegó a considerar la posibilidad de proceder con la misma lógica que Eheca y escoger al más fiel aliado de su oponente. Pero no tenía sentido: la estrategia era usar a los amigos de Quetza como escudo, sabiendo que éste sería incapaz de hacerles daño. En cambio, Eheca carecía de escrúpulos: no le temblaría el pulso a la hora de matar a sus propios acólitos. De manera que Quetza debía escoger entre los suyos. Así lo hizo: guiado siempre por el afán de proteger a su tropa, se decidió por un chico bajo y muy delgado. La maniobra de Eheca se hizo evidente al elegir a otro miembro del pequeño ejército de su contrincante. Era mucho más cruel e infame de lo que nadie podía imaginar. Y procedió del mismo modo del primero al último; su bando, casi en su totalidad, quedó compuesto por aquellos que respondían a Quetza y dos de los más bravos, que eran adeptos a él. Era el ejército perfecto: el jefe y sus dos secuaces constituían la punta de lanza y el resto sería usado como escudo humano.

Mientras se vestía con las ropas del caballero Gato, a Quetza, todavía sin poder creer lo que acababa de suceder, no se le ocurría de qué manera quebrar la trampa que le había tendido Eheca. Sólo una cosa tenía en claro: no estaba dispuesto a pelear contra sus propios compañeros. No sabía aún qué iba a hacer, pero sí sabía lo que no podía hacer.

Otra vez en el campo de batalla, ambos bandos, con sus respectivos atavíos de aves y felinos, estaban formados uno frente al otro. Sólo entonces, Quetza comprendió el porqué de las máscaras: era para impedir que se reconocieran. Tras la máscara no podía adivinarse quién había sido amigo hasta ese momento y quién no. Pero para Quetza no era suficiente: la mayoría de quienes se ocultaban tras la máscara de los caballeros Halcón seguían siendo sus amigos, aunque hubiesen quedado en el bando opuesto. Y, en rigor, no quería que se derramara una sola gota de sangre. Pero Eheca había dispuesto las cosas de modo tal que aquello resultara una carnicería. Sin dudas, no bien dieran la orden, él con su espada, y sus dos secuaces con las lanzas, iban a arrojarse al ataque sin piedad matando a la mayor cantidad posible, usando de escudo al resto de la propia tropa. Las reglas eran claras: la lucha terminaba de inmediato al morir un jefe o un edecán. Entonces Quetza tuvo una idea: Eheca se exhibía tan seguro, que ni siquiera se tomó la molestia de protegerse con el escudo; si en el mismo momento en que dieran la orden, él arrojaba certera y velozmente su espada, tal vez pudiese acertarle al pecho y herirlo de muerte. De ese modo acabaría la lucha con sólo una baja y todos sus amigos, y aún sus enemigos, quedarían a salvo. Quizá lo mejor fuese dejarse morir. Pero en ese caso, tal vez murieran varios de sus compañeros. Todo eso pensaba cuando, finalmente, el emperador dio la orden bajando su brazo.

La arena quedó regada de sangre mucho antes de lo que todos imaginaban. El público dejó escapar una exclamación sorda y unánime. El emperador se levantó de su trono. Los sacerdotes estaban absortos. Quetza dio un grito desesperado, al tiempo que se quitó la máscara. Eheca se negaba a creer lo que acababa de suceder y su rostro se descomponía en una mueca de espanto. El combate había terminado antes de empezar: en el preciso momento en que el tlatoani indicó el inicio, Citli Mamahtli, aquella montaña de infantil candidez, esa mole de inocencia, con toda su fuerza atravesó su propio corazón con su lanza, dándole el triunfo a su verdadero jefe: Quetza. Siendo edecán, al quitarse la vida, su ejército quedaba derrotado y el combate se daba por finalizado. Eran las reglas. En un instante había conseguido dar por tierra con el funesto plan de Eheca. Y así, gigantesco como era, cayó como lo hiciera un miccacocone, un ángel. Cayó con la levedad de un niñito, liviano, despojado de todo peso. Y así, mientras caía como una hoja otoñada, se deshacía de todo el sufrimiento indescifrable que hasta entonces lo atormentaba. Murió con la tranquilidad de los héroes. Murió con la misma pureza con la que había nacido. Su nombre, Citli Mamahtli, nunca más habría de significar "liebre asustada".

Pero Quetza jamás iba a poder quitar de su conciencia la muerte de su amigo, de su hermanito y juró vengarse. Ahora, de acuerdo con las reglas, la vida del jefe rival quedaba en las manos del jefe victorioso. Quetza, con la cara descubierta para que todos lo vieran, caminó hacia el aterrado Eheca, que se arrojó al piso implorando piedad. Elevó su negra espada de obsidiana y, con gesto feroz, Quetza miró al público. En el momento en que estaba por descargar la hoja afilada, entre la gente, en el lugar reservado al Consejo de Sabios, distinguió a su padre. Tepec lo miraba con una expresión adusta pero neutral, como si no quisiera influir en su decisión. Entonces, dando un grito de furia que nadie olvidaría, un grito que se hizo eco en la pirámide, en el lago, en la montaña, un grito que sacudió a todo Tenochtitlan, Quetza hizo girar la espada por encima de su cabeza y la arrojó tan lejos y con tanta fuerza que la obsidiana se quebró como un cristal contra la piedra del Templo.