Mientras era conducido hasta el recinto del monarca, los guardias recordaban a Quetza las reglas de protocolo: por ningún motivo debía mirar el rostro del emperador. Cuando por fin, después de mucho andar por entre los salones del palacio estuvo frente al trono, se inclinó y permaneció en silencio. El rey le habló sin preámbulos: quería saber el porqué de las recientes derrotas. ¿Acaso, le preguntó, no estaban ofrendando suficientes corazones al Dios de la Guerra? Viendo que Quetza guardaba un pensativo silencio, el tlatoani volvió a interrogar: ¿Tal vez fuese que los sacrificados no estaban a la altura de la magnificencia de Huitzilopotchtli? ¿Qué vaticinaba el calendario, qué les deparaba el futuro?
Quetza no se atrevía a dar su opinión. Sin embargo, sentía la obligación de no ocultarle la verdad. Aunque aquella verdad pudiera costarle la vida.
– La respuesta no hay que buscarla en el futuro sino en el pasado -contestó Quetza con humildad pero sin vacilación.
No era necesario consultar ningún oráculo. La afirmación del joven sabio estaba fundamentada en los libros de historia que leía en el Calmécac.
Hacía muchos años, cuando los mexicas que acompañaban a Tenoch fundaron su poblado en aquel islote que parecía inhabitable, quedaron por algunas décadas bajo el dominio de Azcapotzalco, a quien ofrecían sus servicios como soldados a sueldo. Los mexicas, habiendo tomado la sabiduría de los evolucionados pueblos de la región y convertidos en un poderoso ejército, decidieron rebelarse contra su señor, a quien finalmente derrotaron. Así se transformaron en uno de los señoríos más poderosos del valle. En sólo setenta años, con una política militar ofensiva, consiguieron construir el más grande imperio que haya habido en el valle y aún más allá.
Detrás de esta meteórica campaña había un nombre que, luego, se pronunciaría con el tono reverencial de las leyendas: Tlacaélel. Él fue quien volvió a escribir la historia de los mexicas, haciendo destruir los libros hasta entonces sagrados. Fue Tlacaélel quien trocó el orden y la jerarquía de las deidades. En su nuevo panteón, Huitzilopotchtli fue ascendido al mismo pedestal de Quetzalcóatl, Tláloc y Tezcatlipoca. Así instauró los sacrificios humanos permanentes. Pero, tal vez sin proponérselo, creó el germen de su propia destrucción: las Guerras Floridas. Eran éstas batallas artificialmente creadas para los tiempos de paz, hechas con el único propósito de mantener abierta la usina de prisioneros para ofrendar a Huitzilopotchtli. A partir de entonces, el mundo comenzó a girar en torno de los sacrificios humanos y los hombres se transformarpn en la mera leña que alimentaba vivo su fuego. De esta manera quedaría sepultada la tradición de los Hombres Sabios, los tol-tecas, y Quetzalcóatl, Dios de la Vida, sería eclipsado por Huitzilopotchtli, Dios de la Muerte. Era ese fuego el que se estaba devorando a los mejores hombres del Imperio.
El problema no era entonces la insuficiencia de las ofrendas, sino todo lo contrario. Así se lo hizo saber Quetza al emperador. Se lo dijo de forma descarnada, con entera franqueza, sin evasivas ni eufemismos. Pero además le dijo otra cosa a modo de advertencia. Habló sin medir las consecuencias, sin pensarlo; era como si las palabras surgieran de su boca a pesar de su voluntad. Le dijo que el calendario le indicaba algo tan terrible como impronunciable.
– La próxima guerra no será entre hombres, sino entre dioses.
El rey palideció. Sin mirarlo a la cara, Quetza continuó:
– Será preciso dar un paso más allá del lago y de las montañas. El futuro está al otro lado del mar. Si no emprendemos su conquista, el futuro vendrá por nosotros y nos convertirá en pasado -concluyó Quetza.
El emperador guardó silencio. No se atrevió a preguntar más. De todas formas, Quetza tampoco hubiese podido agregar otra cosa. Todo lo que dijo se le impuso de manera misteriosa. Sin embargo, era aquello lo que le decían los astros del nuevo calendario.
Se aproximaban tiempos en los que había que tomar decisiones. Y el emperador debía saberlo.
Quetza había cumplido con su conciencia. Pero antes de abandonar el recinto imperial, aún se atrevió a más:
– Estoy dispuesto, mi señor, a cruzar el mar para ir al encuentro del futuro.
18 Un día perfecto
Quetza marchaba con paso firme hacia un porvenir que se adivinaba promisorio. Faltaba poco tiempo para que finalizara el Calmécac cuando un hecho inesperado cambiaría de pronto el rumbo de las cosas.
Durante el curso del último año los chicos podían salir dos veces para reunirse con sus familias. En la primera salida, cuando concluyeron los primeros diez meses, se reencontró con su padre. Ambos estaban cambiados. Quetza se había ido siendo un niño y ahora era un hombre. Tepec tenía el mismo aspecto, aunque caminaba algo encorvado y su paso era más lento. Pero no podía quejarse: tenía noventa años.
Celebraron el encuentro haciendo las mismas cosas que cuando vivían juntos: salieron a navegar alrededor de la isla y luego desembarcaron en la falda de la montaña al otro lado del lago. Conversaban mirando la ciudad lejana. Tepec estaba orgulloso de su hijo. Mientras lo escuchaba hablar no pudo evitar felicitarse íntimamente: había hecho las cosas bien. Cuánto deseaba haber podido compartir ese momento con sus otros hijos, los que ya no estaban. Realmente los extrañaba; la muerte de ambos le había dejado la piel del espíritu tan lastimada, que ya ni siquiera podía sentir dolor; era sólo añoranza. Desde luego que Quetza no había llegado para sustituir a sus hijos; pero mientras veía la piedra del calendario brillando en lo alto del templo de Quauhxicalco, se dijo que su vida tenía un sentido. Y eso es lo que había sucedido con la llegada de Quetza: restituyó el porqué de su existencia.
Sucedió esa misma noche mientras Tepec y Quetza comían a la luz de una hoguera. Sin anunciarse entró corriendo en la casa una de las esclavas; estaba demudada. Con voz temblorosa le anunció al viejo que habían llegado dos guardias armados. Aterrada, le explicó que pretendían entrar por la fuerza: venían a buscar a Quetza por orden de Tapazolli. Los esclavos los estaban demorando pero iba a resultar difícil retenerlos más tiempo. El viejo Tepec comprendió todo de inmediato. De hecho, esperaba que eso sucediera más tarde o más temprano. Le dijo a Quetza que se ocultara en un entresuelo que sólo ellos conocían y que no se moviera de ahí hasta que él le avisara. Con un movimiento ágil, el joven se metió bajo el falso piso, llevándose los cuencos en los que c-mía para no dejar rastros. Los hombres irrumpieron por fin en la casa y le ordenaron a Tepec que les dijera dónde estaba su hijo. El viejo, con toda calma, les preguntó cuál era el motivo de tanta urgencia, los invitó a que se sentaran a compartir su mesa y les sirvió octli, un vino hecho con la planta del maguey. Los guardias no se atrevieron a despreciar el ofrecimiento y, de hecho, se diría que estaban encantados con el convite. Pero beber alcohol estaba vedado en los dominios mexicas; si bien en la mayoría de las casas los moradores ocultaban el licor que ellos mismos fabricaban, las leyes lo condenaban fuertemente. Y, más aún, si se trataba de soldados. Con su cortesía, Tepec no sólo pretendía intimidarlos haciéndoles ver que era él quien detentaba la autoridad, sino que, al hacerlos quebrar las leyes, los sometía a su complicidad; por otra parte, nadie ignoraba que era el miembro más antiguo del Consejo de Sabios y ese hecho, por cierto, inspiraba un respeto reverencial. Entonces le contestaron que era el Sumo Sacerdote quien reclamaba a Quetza. Quiso conocer el motivo del requerimiento, pero no obtuvo respuesta. Les dijo entonces que su hijo estaba en Tlatelolco y que allí pasaría la noche, pero que él estaba dispuesto a comparecer en su lugar ante Tapazolli. Los guardias no se atrevieron a contradecirlo. En el momento en que estaban por irse los tres de la casa, Quetza salió de su escondite. No iba a permitir que su padre tuviese que pagar por él. El viejo quiso evitar que lo aprisionaran, pero ya no hubo forma. Con desesperación e impotencia, Tepec vio cómo llevaban a Quetza hacia el Gran Templo. Sabía lo que estaba sucediendo.