Huitzilopotchtli había vuelto para reclamarlo.
19 La voz de los dioses
Jamás había entrado Quetza en los recintos prohibidos del Templo Mayor. Tenía que hacerlo solo, ya que a los guardias no les estaba permitida la entrada. Ciertamente eran pocos los que podían conocer el interior de Huey Teocalli. Cuando estuvo frente a la puerta, no pudo evitar que las piernas le temblaran. Apenas traspuso el pórtico de piedra, se internó en la más espesa de las penumbras. Tiritaba a causa del frío y la perplejidad. Tenía que avanzar tanteando las paredes: reinaba una oscuridad más profunda que la ceguera. De hecho, los bajorrelieves que adornaban los muros sólo podían ser apreciados al tacto. Así, a tientas, se internaba Quetza en la helada casa de los dioses. Después de mucho andar, pudo ver el lejano resplandor de una llama: era el ingreso al primer recinto. Atravesó el dintel que se alzaba apenas por encima de su cabeza y entonces, en aquella media luz, advirtió la inmensidad de ese ámbito. Era aterrador.
En el centro pudo ver la figura gigantesca de Tláloc, el Dios de la Lluvia. Tallado en enormes bloques rojizos de ángulos rectos, mostraba su rostro cubierto por dos serpientes que formaban la nariz y se enroscaban alrededor de los ojos. Las colas de los reptiles, al descender hasta la boca, se convertían en dos enormes colmillos. La llama tenue y vacilante de la antorcha hacía que proyectara unas sombras movedizas que parecían otorgarle vida. El ídolo tenía una altura abrumadora, mucho mayor de lo que imaginaba Quetza. Se hubiese dicho que estaba tallado en piedra; sin embargo, ese material tan sólido como la roca, era una argamasa hecha con los frutos que les otorgaba el Dios con su dádiva de lluvias: semillas y legumbres molidas, religadas con sangre humana. Eso era lo que le confería aquel color rojizo. Tláloc era un Dios exigente: para otorgar lluvias necesitaba de la sangre de los niños. Así lo testimoniaba su cara ungida con huellas rojas. A sus pies estaban los arcones abiertos que contenían centenares de pequeños esqueletos, algunos por completo desmembrados, de aquellos que le habían sido ofrendados. Al frío reinante en la cámara, pintada en distintos tonos de azul, se sumaba el que provocaba el terror. Quetza prosiguió su camino, entró en un pasillo angosto y, a ciegas, avanzó en la penumbra.
Ese estrecho corredor era el que unía, desde el interior, el templo de Tonacatépetl, que guarecía a Tláloc, con su gemelo, el templo de Hutzilopotchtli, Dios de la Guerra y los Sacrificios. Y a medida que Quetza avanzaba en medio de la oscuridad, podía sentir el aliento gélido de la muerte. Nuevamente vio un resplandor. Hacia allí se dirigió, cruzó la entrada y, una vez dentro del recinto, tuvo que cerrar los ojos ante la visión espantosa. Con una magnitud aún superior a la de Tláloc, en el centro del monumental oratorio se alzaba Huitzüopochtli. Estaba hecho en tres bloques de aquella argamasa pétrea. Sustentado en las pezuñas de sus patas de pájaro, el primer elemento estaba cubierto de plumas talladas en bajorrelieve. En el centro de la efigie se veía la cabeza, una calavera abriendo su boca sedienta de sangre, rodeada por cinco serpientes. Más arriba surgían cuatro manos ofreciendo sus palmas. El bloque superior representaba la cabeza de una serpiente exhibiendo sus fieros colmillos y un par de garras de ave. El conjunto, pese a las múltiples representaciones que contenía, se veía como un único ser compuesto por fragmentos de distintas monstruosidades. Resultaba pavoroso.
Desde la penumbra, una voz ordenó:
– Póstrate ante los pies de tu señor, que de él será tu sangre.
20 Deuda de sangre
Quetza hubiese asegurado que fue el propio Huitzilo-potchtli quien había hablado con esa voz cavernosa. Cautivo de la fascinación que produce el terror, no podía despegar la vista del calavérico rostro del Dios de la Guerra. La luz temblorosa de una antorcha creaba la ilusión de que la boca del ídolo se movía. Por otra parte, las altas paredes de piedra hacían que el sonido llegara de todas partes y de ninguna que pudiera precisarse. Quetza tardó en descubrir que, justo debajo de la efigie, sentado sobre su trono de piedra, estaba el mismísimo emperador. Era un extraño privilegio estar frente a él dos veces en tan breve tiempo. A su lado, sobre una tarima más baja, pudo ver a su antiguo verdugo: Tapazolli.
Quince años más tarde, con el pelo completamente blanco y tan largo que le cubría la espalda por completo, el sumo sacerdote conservaba intacta la herida que le había dejado la daga filosa de la humillación pública. Después de haber tenido que soportar la afrenta de Tepec y la consagración de Quetza en el Calmécac bajo su dirección, ahora, por fin, iba a cobrarse la venganza.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo el sacerdote-, recuerdo como si fuese hoy cuando eras un niño huérfano y enfermo.
Con un tono monocorde e inexpresivo le dijo que en esa oportunidad Huitzilopotchtli quiso que le ofrendara su corazón. Pero al considerarlo vio que era poca cosa para Su magnificencia.
– Así nos lo hizo ver sabiamente el honorable Tepec, que no en vano ha llegado a ser el más venerable de los miembros del Consejo de Ancianos -recordó Tapazolli.
El halago que acababa de regalar a su enemigo pretendía dar a sus palabras un carácter imparcial; no debía parecer un asunto personal. El emperador escuchaba con atención la ponencia de Tapazolli. Quetza, postrado de rodillas en el suelo, podía anticipar cada una de las palabras que pronunciaba el sacerdote. Sabía adonde quería llegar.
– Tepec te ha tomado generosamente a su cobijo, te salvó de la enfermedad y te dio alimento y educación. Hoy, Quetza, eres un hombre saludable y orgullo de los hijos Te-noch. Te has convertido en uno de los hombres más valiosos, en un ejemplo digno de la grandeza de Huitzilopotchtli -dijo señalando hacia la enorme escultura que estaba tras él.
El sacerdote se incorporó, fue hasta una de las numerosas arcas que guardaban centenares de huesos de los ofrendados y, caminando en torno de aquellos restos, prosiguió:
– A la educación que te prodigó Tepec se sumó la que yo mismo te he dado durante los últimos años.
De esa manera, el sumo sacerdote pretendía demostrar que gracias a los conocimientos que le fueron impartidos en el Calmécac, pudo Quetza legar a Tenochtitlan sus brillantes aportes, tales como el nuevo calendario, el sistema de contención de las aguas y el mejoramiento de los puentes móviles. Así, Tapazolli aprovechaba para atribuirse los méritos del talento y la inventiva del hijo de su enemigo. Con un gesto de beatitud, señalando hacia el rostro de la estatua, llegó finalmente al punto:
– Hoy Huitzilopotchtli te reclama otra vez. Debes sentirte orgulloso, sabiendo que es ése el destino más noble que puede esperar un mortal.
Le dijo que su pueblo se había hecho grande cuando fue generoso con él. Tal vez, sugirió, en los últimos tiempos no hubiesen sido tan desprendidos como en otras épocas; sin dudas, el motivo de que la victoria les fuese ahora tan esquiva era el hecho de que no estaban ofrendando los mejores hombres. Quetza había demostrado que era uno de los hijos más valiosos de Tenochtitlan. Además dé ser un joven lleno de conocimiento, dio prueba de un corazón de guerrero. Si era capaz de dar su sangre en el campo de batalla, también lo sería para entregarla a Huitzilopotchtli en el Templo.