El sacerdote caminó hasta Quetza y, tomándolo paternalmente por los hombros, le dijo:
– Mañana, al amanecer, entregarás tu corazón.
21 El veredicto
Quetza sabía que mientras Tapazolli viviera, iba a pretender cobrarse aquella vieja deuda. Le sorprendía que hubiese tardado tanto. Había quienes esperaban ser elegidos para el sacrificio; muchos padres, orgullosos, entregaban a sus hijos como ofrenda a los dioses. Pero Quetza no sólo había sido educado por Tepec en el repudio a los sacrificios, sino que era el testimonio viviente de aquella oposición. Y, por cierto, a diferencia de muchos, se resistía a entregar su sangre en vano. Quetza era un guerrero y no le temía a la muerte. Tapazolli no se equivocaba; en efecto, estaba dispuesto a entregar la vida por sus hermanos, por una causa o un ideal. De hecho, Quetza tenía una convicción sobre el destino de su pueblo. Pero necesitaba la vida para probarla.
Hacía pocos días le había dado su parecer al emperador. Y ahora el tlatoani se veía confundido. Estaba frente a una disyuntiva crucial y no se decidía a quién hacer caso. Resultaba curioso: luego de tanto tiempo volvía a enfrentarse al mismo dilema sobre si sacrificar o no a Quetza. En silencio, el monarca se decía que, a la luz de los hechos, había sido una sabia decisión mantener al niño con vida. En efecto, era hoy uno de los jóvenes más valiosos del Imperio. Pero en ese mismo enunciado residía el problema; el sumo sacerdote esgrimía un argumento indiscutible: si en su hora fue elegido y luego rechazado por su escasa valía, ahora, a causa de sus méritos, debía ser devuelto a Huitzilopotchtli.
Postrado como estaba, de rodillas en el suelo y con la cabeza inclinada, Quetza rompió el silencio y se dirigió al emperador sin mirarlo:
– Entrego mi sangre y mi corazón.
Le dijo que si él consideraba que su sacrificio servía a ios hijos de Tenochtitlan, se sentiría honrado de ser el elegido. Pero le insistió en su certidumbre:
– Huitzilopotchtli necesitará muchos guerreros vivos antes que muertos. Se acercan los días de las grandes batallas, de la gran guerra de los mundos. Ojos nunca vieron combates como los que habrán de avecinarse. Se derramará tanta sangre como a los dioses nunca fue ofrendada en semejante cantidad.
– ¡No lo escuches! -gritó Tapazolli, igual que lo hiciera tantos años atrás en las escalinatas de la pirámide.
El emperador levantó su brazo obligando a ambos a guardar silencio. Después de mucho pensar, se dijo que ambos tenían razones atendibles. Si Huitzilopotchtli estaba reclamando su sangre, no era justo negársela. Pero si el calendario de Quetza no se equivocaba en sus oscuros designios, los dioses no perdonarían haber sido desoídos. Había una sola salida: Quetza se había ofrecido para ir a los confines del mundo, ahí donde ningún hombre había llegado, en busca del futuro. Si estaba equivocado y la empresa fracasaba, el Dios de la Guerra habría de cobrarse la deuda. Viendo que era una solución justa y a la vez pragmática, el tlatoani dio su veredicto:
– Quetza, ordeno tu destierro.
Así, el hijo de Tepec debía partir a los confines del Imperio, sobre las costas del mar, a las tierras de la Huasteca. Allí, con la ayuda de los dioses, le dijo, habría de construir un barco y navegaría hacia el futuro antes de que se cumpliera la profecía del calendario. Quetza debía adelantarse al porvenir para que el Imperio no se convirtiera en pasado. Si la empresa resultaba exitosa, le dijo, habría servido a Huitzilopotch-tli; si, en cambio, la nave zozobraba, entonces el Dios de los Sacrificios habría de tomar su vida.
La Huasteca, territorio costero conquistado por el ejército mexica, era el sitio donde iban a dar los desterrados de Te-nochtitlan: conspiradores, asesinos, ladrones y locos eran enviados a esas tierras lejanas situadas en las orillas mismas del Imperio. Por otra parte, los habitantes originarios, los huastecas, sometidos a un humillante yugo por las tropas de ocupación, solían rebelarse desatándose así sangrientas revueltas que hacían de aquellos dominios naturalmente apacibles, un campo de batalla permanente. Quetza se hubiese sentido realmente condenado de no haber sido por la promesa que para él significaba el mar; tal vez para otros la Huasteca fu_ se como una gran celda, pero para Quetza habría de ser la puerta hacia los nuevos mundos.
Otra vez, el sumo sacerdote debía morder el polvo de la humillación y guardarse las ganas de arrancar con sus propias manos el corazón del hijo de su enemigo.
Quetza hizo una reverencia. Imaginó la extensa llanura del mar fundiéndose en el horizonte y su corazón se estremeció de alegría. Iba a ser el primer hombre en surcar los océanos en busca de otros mundos.
22 El país de los desterrados
Quetza partió al destierro junto a las tropas que iban a la campaña de conquista para extender los límites del Imperio hacia el Sur y mantener el dominio de los pueblos costeros de la Huasteca. Fue una marcha lenta y accidentada a través de las montañas. De no haber sido por la preparación en el Calmécac, cuando lo obligaban a caminar durante horas sobre el campo de ortigas, Quetza jamás hubiese podido tolerar aquella travesía. Apenas si tuvo tiempo de despedirse de su padre, Tepec, y no permitieron que viese a Ixaya ni a sus amigos. Siempre había guardado la secreta ilusión de tomar como esposa a su amiga de la infancia al término del Calmécac, pero jamás imaginó que ni siquiera iba a tener la posibilidad de terminar sus estudios. Su único consuelo era la proximidad del mar, aquella promesa lejana y tan ansiada.
Después de muchos días de caminata, por fin alcanzaron su destino. Todos los miembros del reducido grupo que había llegado a la Huasteca, exhaustos, se tendieron a la sombra de las palmeras. Pero Quetza, teniendo ante sus ojos aquella extensión azul, corrió y cruzó el médano. De pie sobre la arena tibia, se llenó los pulmones con el anhelado perfume del océano. Era la primera vez que veía el mar y, sin embargo, tuvo la certidumbre de que su procedencia y la de su pueblo estaban ligadas a aquellas aguas. Sus ojos recorrieron la raya perfecta del horizonte y su espíritu se expandió hacia el infinito vislumbrado en la conjunción del mar con el cielo. Se negaba a creer que aquella línea demarcaba el fin del mundo; por el contrario, se dijo, era ésa la puerta al Nuevo Mundo, al futuro. Sólo había que llegar más allá, atravesarla. Descubrió que el mar le otorgaba una placidez inédita e inmediatamente creyó descubrir el porqué. Él pertenecía a una isla rodeada por un lago que, a su vez, estaba fortificado por la montaña. Todo constituía un límite: la isla era un cerco, el lago un óbice para llegar a la montaña y la montaña un muro que le devolvía el eco de sus propios pensamientos. El horizonte, hasta ese momento, era para él una conjetura. El mar, en cambio, se abría a la inmensidad y entonces su espíritu podía dilatarse tan lejos como la mirada y su imaginación se adelantaba con paso firme a la aventura que se avecinaba.
La euforia de Quetza se disipó no bien giró sobre su eje y descubrió que un grupo de hombres lo miraba con expresión hostil. Entonces sí se sintió un desterrado, solo e indefenso en tierras extrañas habitadas por enemigos. El grupo se fue cerrando en torno de él. Pronunciaban palabras que no podía entender, aunque resultaba evidente que estaban llenas de beligerancia. Tenían una apariencia salvaje y aterradora: el cráneo deformado adrede, los dientes limados imitando los de un jaguar, llevaban todos la nariz perforada y atravesada con púas o argollas. Contribuía al gesto amenazador la forma en que se pintaban el cuerpo: las facciones estaban fieramente resaltadas con pigmentos que les surcaban las cejas, los pómulos y las mejillas. Los músculos del torso y los brazos estaban delineados por tatuajes que realzaban su volumen. Llevaban anillos, brazaletes y pecheras, todo hecho con caracoles de diversos tamaños. Cada vez los tenía más cerca; Quetza adoptó una posición de defensa separando las piernas y cubriéndose el pecho y la cara con los brazos; pero lejos de intimidarse, los nativos, armados con hojas filosas hechas con alguna clase de caparazón que escondían en la palma de las manos, se dispusieron a saltar sobre el extranjero. En ese preciso momento, en el aire tronó el chasquido de una penca; de inmediato los nativos se dispersaron en *ro-pel como animales asustados. Uno de ellos, en medio del tumulto, tropezó y luego cayó. Entonces recibió una andanada de golpes de vara, hasta que pudo incorporarse y huyó como una liebre. Sólo entonces Quetza elevó la vista y vio a quien empuñaba la caña.