– No hay que temerles. Son como los coyotes: muestran los dientes, pero si se les levanta la mano salen corriendo. Sólo hay que tener la precaución de andar siempre con una vara; le tienen pánico.
El hombre hablaba en perfecto náhuatl, aunque no tenía el aspecto de un mexica; de hecho, era bastante parecido a los hombres que acababa de ahuyentar: llevaba el cuerpo cubierto con caracoles y la cara pintada como un guerrero.
– Mi nombre es Papaloa -dijo inclinando levemente la cabeza-, soy el encargado de mantener el orden.
Aquél era un extraño nombre que significaba "relamerse". Aunque infrecuente, era una voz náhuatl que evidenciaba su origen mexica. Tal vez, a fuerza de convivir con los nativos, había adoptado algunas de sus costumbres.
Quetza le contestó que, por lo visto, hacía bien su trabajo.
El hombre sonrió sin darle demasiada importancia al halago.
– Soy Quetza, hijo de Tepec -se presentó el recién llegado devolviendo la inclinación de cabeza.
– Lo sé, lo sé -dijo Papaloa-, te estaba esperando.
23 El quetzal entre los coyotes
El pequeño poblado en el que habría de vivir Quetza se llamaba Tlatotoctlan; aunque pudiera parecer una paradoja, este término significaba la Tierra de los Desterrados. Y, por cierto, aquel nombre sombrío se ajustaba bien a esa aldea. Pese a su apariencia paradisíaca, aquella franja de chozas levantadas con cañas y techumbres de hojas de palma, era un enclave en torno de un presidio, un campamento militar y una ciudadela llamada Tlahueliloquecalli, la Casa de los Locos. A causa de la abundancia y la fecundidad de sus tierras, la Huasteca siempre había despertado la codicia de sus vecinos de tierra adentro. Las guerras por su conquista fueron sangrientas y prolongadas, pero finalmente los mexicas lograron vencer y adueñarse de esos territorios. Por entonces estaba bajo el señorío de Tenochtitlan. Viendo que no resultaba fácil mantener sometidos a los bravos huastecas, quienes solían rebelarse contra la autoridad central, los mexicas debieron levantar un asentamiento militar permanente para mantener el orden. Por otra parte, habida cuenta del rigor y la violencia que reinaba en aquella zona, los gobernantes decidieron trasladar las cárceles de la capital del Imperio hacia esos asentamientos alejados: uno de los peores castigos que podía recibir un hombre era el destierro a la Huasteca. En tiempos de paz, los condenados permanecían confinados en el presidio y, en tiempos de rebeliones, debían combatir en el frente contra los nativos.
Tlahueliloquecalli era un villorrio miserable en los confines de la ciudad, adonde iban a parar los ^ue habían sido atrapados por los demonios de la locura. Deambulando de aquí para allá, lidiando a los gritos con los fantasmas in rsi-bles que habitaban en sus almas atormentadas, se resignaban a la reclusión con más docilidad que a sus propios espectros.
Si los huastecas, humillados y sometidos a la condición de animales de trabajo, resultaban una amenaza constante para Quetza, sus propios compatriotas, los criminales desterrados, iban a convertirse en un peligro aun mayor. Por otra parte, los lamentos de los confinados en la Casa de los Locos, era la música sombría que completaba el asfixiante cuadro del exilio. Quetza se dijo que tenía que construir su embarcación cuanto antes y escapar hacia el mar. Pero las cosas no serían tan sencillas. Quetza no ignoraba que iba a necesitar una tripulación. Y, por cierto, era aquella la única gente con la que podía contar el futuro navegante.
El trato que los soldados mexicas daban a los nativos era degradante hasta la humillación. Quetza no toleraba ver cómo la tropa al mando de Papaloa apaleaba a los huastecas y el modo brutal en que eran obligados a rendir tributo al tlatoani. Ante tanta crueldad los coyotl, tal como los llamaba Papaloa, podían convertirse en bravos jaguares y levantarse en revueltas; entonces, cuando las cosas se salían de madre, eran liberados los reclusos quienes, llenos de violencia contenida, resultaban más sanguinarios que los soldados. Descargando todo su resentimiento, los condenados mataban sin piedad, saqueaban las chozas y abusaban de las mujeres para luego volver a sus celdas saciados de sangre.
En esas ocasiones el hijo de Tepec se avergonzaba de ser un mexica.
Por otra parte, Quetza sentía un profundo desagrado por Papaloa, pese a que éste se presentaba como su protector. El jefe del campamento, por su parte, sabía que el recién llegado era un desterrado con demasiadas prerrogativas: hijo de un noble miembro del Consejo de Sabios y una suerte de protegido del emperador. Había recibido órdenes de que lo asistiera en todo lo que necesitara. Pero no pudo menos que sorprenderse cuando supo de los proyectos navales de aquel jovencito. La idea de construir una embarcación le parecía, cuanto menos, excéntrica. ¿Para qué querría un barco? Las canoas eran asuntos de salvajes desnudos que iban pescando de isla en isla. Y, por cierto, Quetza encontraba en el espíritu navegante de los huastecas un punto de comunión. Estaba admirado por la solidez de sus canoas; con ellas podían enfrentarse a las olas del mar y atravesarlas fácilmente, sin que sus estructuras sufrieran daño alguno. Además, los nativos mostraban una enorme valentía al internarse mar adentro, incluso cuando las aguas estaban embravecidas. Manejaban los remos como nunca antes había visto y eran capaces de encaramarse sobre la cresta de las enormes olas y trasladarse así por largas distancias.
Poco a poco, en la medida en que se iba diferenciando de sus compatriotas, Quetza fue ganándose la confianza de algunos nativos. Y cuanto más se relacionaba con ellos, tanto más los valoraba. No eran los salvajes que pretendía Papaloa ni, mucho menos, los fieros coyotes que había que tratar a punta de caña. Al contrario, muchos de ellos dominaban varias lenguas, incluso el náhuatl, y mostraban una tradición acaso más antigua que la de los mexicas. Pronto Quetza encontró en varios de ellos los aliados perfectos para construir su barco; el conocimiento de los huastecas en materia de embarcaciones y navegación era mucho más vasto de lo que supuso al principio y se remontaba a tiempos muy lejanos. Mientras seleccionaba las maderas y los juncos junto a los nativos, entendió por qué se los llamaba toueyomes, término que significaba "pariente" o "prójimo". En ¡calidad huastecas y mexicas tenían una historia común. También ellos provenían de una tierra lejana y fueron conducidos por un sacerdote hacia aquellas playas. Lo mismo que los mexicas, ignoraban dónde estaba su lugar de origen. Sin embargo, tenían una sola certeza que a Quetza le resultó una revelación: estaban seguros de que sus ancestros llegaron hasta allí a bordo de una gran embarcación con la que cruzaron el mar. Un grupo se estableció definitivamente en ese lugar, pero otros siguieron viaje por la ruta de los volcanes, llegando hasta un sitio llamado Tamoanchan, en cuyas cercanías luego erigirían Teotihuacan. Si esto era cierto, los huastecas, hoy sometidos y humillados, resultaban ser sus hermanos mayores, Pero, por otra parte, esto confirmaba las sospechas de Quetza: tal vez hubiese otro mundo al otro lado del mar.
Mientras trabajaban en la embarcación, Quetza llegó a hacerse amigo de un joven que tenía su misma edad llamado Maoni. Pese a que se entendían con dificultades, ya que sus idiomas, aunque emparentados, eran diferentes, compartían las mismas inquietudes. Maoni le enseñó a Quetza sus técnicas de navegación; como si fueran niños, se pasaban parte del día viajando con sus canoas en la cresta de las olas. Cuando anochecía salían a navegar guiándose por las estrellas. Así se enteró Quetza de que aquel pueblo sometido a condiciones menos que humanas tenía un calendario más antiguo que el de los mexicas y muy semejante al que él mismo había perfeccionado.