Por aquellos días gobernaba Axayácatl. Para muchos era un rey justo comparado con su antecesor, quien había incrementado los impuestos a los vasallos de un modo humillante; cierto era que el sucesor redujo los tributos pero sólo a expensas de aumentar aún más el dominio del Imperio y someter a sus vecinos. Por otra parte, todo le parecía propicio para celebrar sacrificios: si tenía que emprender una acción militar, ofrecía prisioneros al Dios de la Guerra; si eran tiempos de sequía, entregaba niños al Dios de la Lluvia; si en cambio diluviaba, ofrendaba vidas al Dios del Sol. Los sacrificios dividían la opinión de los hijos de Tenochtitlan; dado que provenían de una tradición guerrera, tal vez la mayor parte los aprobaba; sin embargo, eran muchos los que repudiaban secretamente los sacrificios humanos y se negaban a beber la sangre de sus hermanos. Ésta era una división que se remontaba muy lejos en el tiempo y ya había desmembrado a sus antepasados, los toltecas. Una parte de ellos adoraba a Tez-catlipoca, Dios de la Guerra y el Sacrificio. Otros veneraban a Quetzalcóatl, a quien consideraban el Dios supremo que se oponía a la Muerte y la Destrucción. Ambos dioses, en su antagonismo, fueron los creadores del mundo; constituían una dupla inseparable, una deidad única que contenía en sí misma la vida y la destrucción, la guerra y la paz, la noche y el día. A medida que los hombres iban tomando partido por uno u otro aspecto de esta deidad, fueron dividiéndola hasta que dio lugar a dos dioses diferentes y opuestos. Enzarzados en una guerra interna, los partidarios del Dios sombrío resultaron vencedores. Los derrotados fueron expulsados de Tula y se exiliaron en la mítica y por entonces abandonada Teotihuacan. Ciertamente, tenían pocas posibilidades de salir victoriosos de una guerra quienes, de hecho, se oponían a ella, siendo sus armas la persuasión y la palabra contra la lanza y la flecha.
De esta estirpe provenía Tepec, por entonces un anciano venerable que había hecho suficientes méritos para pertenecer al Consejo de Sabios. Pese a que sus opiniones raramente se ajustaban a los caprichos de los monarcas, su voz solía ser atendida. Jamás se había entregado a la genuflexión para alcanzar un cargo, ni decía lo que los poderosos querían oír. De hecho, no había conseguido su lugar en el Consejo por el solo hecho de haber llegado a viejo, como era el caso de la mayoría de los integrantes. Tepec era un hombre realmente sabio: fue él quien ideó el sistema de diques que defendía a la isla del avance de las aguas y quien segmentó la calzada de Chapultepec, uniendo sus tramos mediante puentes levadizos para impedir la entrada del enemigo, o bien cortarle la retirada una vez dentro. Era un verdadero oriundo de Aná-huac.un hombre del agua, obsesionado por hacer que el lago conviviera en forma armoniosa con la ciudad.
Tepec, término que significaba "cerro", tenía una apariencia completamente distinta de la que indicaba su nombre. Era un hombre sumamente delgado. Tenía una nariz espléndida: inmensa, aguileña y de fosas generosas, le confería un aire de distinción y alcurnia tolteca que llamaba al respeto. Su pelo era plateado, muy lacio y tan largo que podía cubrirse el torso y las espaldas si quería. Por lo general lo llevaba recogido con una vincha. Pese a su posición social, Tepec se mostraba austero: vestía un taparrabo de cuero, unas sandalias de piel de ciervo y llevaba el pecho cubierto por collares. Sólo usaba su pechera de cobre y el tocado de plumas multicolor cuando asistía a las sesiones del Consejo de Sabios.
Aunque no pudiese admitirlo de forma pública, el viejo Tepec se oponía a los sacrificios humanos. Y ahora, mientras veía a los cuatro elegidos siendo conducidos a la piedra ceremonial, no podía evitar un sentimiento de piedad, sobre todo por el niño que todavía no había cumplido los dos años y se veía sumamente enfermo. Siempre hacía lo que estaba a su alcance para intentar salvar la vida de los más pequeños, aunque esta vez no parecía haber clemencia alguna por parte de los sacerdotes. Había hablado con todos ellos, pero se mostraron inflexibles: eran tiempos de sequía y el Dios de la Lluvia exigía que los ofrendados fuesen niños.
El pequeño avanzaba a lo largo de la calzada conducido por un sacerdote que lo llevaba de la mano. Andaba con el paso vacilante de los niños de su edad, pero, además, cargaba con el peso de una enfermedad que le abultaba el abdomen y le confería un gesto de dolor. Apenas había aprendido a caminar y esos primeros pasos eran, también, los últimos. Detrás iban los mancebos, quienes se habían ofrecido a los dioses por propia voluntad. Habiendo sido agasajados durante todo el año con manjares, festejos y regalos, después de haber cohabitado con vírgenes en fiestas orgiásticas, ahora debían pagar con su vida los placeres que les habían sido concedidos. No podía compararse su situación con la del niño que no tuvo la oportunidad de elegir su destino. Ataviado con ropajes coloridos y plumas, el pequeño se acercaba con los ojos llenos de asombro, sin saber lo que le esperaba unos pasos más adelante.
Los sacerdotes comenzaron la danza ritual ante la multitud reunida alrededor del centro ceremonial que, enfervorizada, gritaba el nombre del Dios de la Guerra. Por fin recostaron al niño sobre la superficie pulida de la piedra y uno de los sacerdotes levantó su brazo empuñando el cuchillo afilado.
Los zopilotes, cebados igual que la muchedumbre, se balanceaban de un lado al otro. El emperador, sentado en su trono de piedra, se dispuso a dar la orden para que comenzaran los sacrificios.
2 El elegido
En el mismo instante en que el cuchillo estaba por enterrarse en la carne del niño, el viejo Tepec saltó del estrado reservado al Consejo de Sabios, elevó su bastón, caminó hacia el centro del templo y, como si la edad no le pesara, ascendió los peldaños de la pirámide hasta llegar, contra todo protocolo, a los pies del emperador. La multitud enmudeció. Los guardias quedaron expectantes a la espera de una orden; nunca antes nadie se había atrevido a semejante cosa. El anciano se inclinó respetuosamente y, sin mirarlo a los ojos, cosa prohibida a los subditos, se dirigió al rey con firmeza. Señalando al niño, le dijo que aquel esperpento escuálido y barrigón era muy poca cosa para ofrendar a los dioses, que ese pequeño provocaría la ira de Huitzilopotchtli, Dios de la Guerra, y lo vomitaría sobre la ciudad enviando pestes, desdichas e inundaciones.
– No hará más que traer la desgracia sobre Tenochtitlan -concluyó el viejo.
Si aquellas palabras hubiesen sido pronunciadas por cualquier otra persona, Axayácatl lo habría mandado a ejecutar de inmediato. Pero viniendo de quien tanto había hecho por el Imperio, tal vez hubiera motivos para dudar. El sacerdote que empuñaba el cuchillo pidió a los gritos al rey que no escuchara al anciano y se dispuso a descargar la punta afilada sobre aquel pecho diminuto y agitado. La multitud acompañó el pedido con una aclamación unánime. A un ápice estaba la cuchilla del cuerpecito enfermo, cuando Axayá-catl le ordenó al clérigo que se detuviera. Los zopilotes presenciaban la escena desesperados y lanzaban graznidos de indignación. El sacerdote se acercó hasta el monarca e intentó hacerle ver que no era posible cumplir la petición de clemencia de un mortal, por muy venerable que fuese.
– No lo hago por compasión -le replicó el anciano, y le dijo que, al contrario, resultaría una imperdonable ofensa obsequiar a los dioses un niño evidentemente corrompido por la enfermedad.
El sacerdote se llamaba Tapazolli, nombre que significaba "nido de pájaros". Era un hombre de gesto severo y se caracterizaba por ser un mal verdugo: la muerte, en las manos de Tapazolli, era una lenta agonía. A diferencia de la mayoría de los sacerdotes, que ejecutaban sacrificios con mano veloz y separaban el corazón del pecho en unos pocos movimientos, él lo hacía con una minuciosidad tal, que parecía deleitarse en el sufrimiento. Tapazolli, igual que Tepec, también descendía de los antiguos toltecas y, a diferencia del anciano del Consejo, traía el legado de los guerreros que adoraban a Tezcatlipoca, advocación del Dios Huitzilopotchli a quien estaba dedicado el sacrificio que se disponía a ejecutar si, de una vez por todas, se lo permitían.