Papaloa veía con preocupación el modo en que el visitante se relacionaba con los nativos. No era su política tratarlos como semejantes: temía que si se les prestaba cierta consideración, por mínima que fuese, pudieran luego exigir algún derecho. Así se lo hizo saber el jefe del campamento a Quet-•'za. Muy respetuosamente Quetza le dijo que, a la luz de los hechos, su política no podía calificarse precisamente de exitosa, en vista de que todas las semanas había una rebelión.
– Estos salvajes sólo obedecen al látigo, si no fuese por el rigor tendríamos motines todos los días -replicó Papaloa.
Sin embargo, contestó Quetza, desde que había incluido a los huastecas en su proyecto, al menos el grupo que colaboraba con él no había participado de los motines. Entonces Papaloa soltó una de sus carcajadas sardónicas y le dijo que no se daba cuenta de que lo estaban utilizando, que al colaborar con él se evitaban hacer tareas más pesadas bajo el azote de la caña.
– El problema no son las tareas sino el azote -repuso secamente Quetza.
Luego le hizo notar que el trabajo que implicaba la construcción del barco era realmente pesado: talar, cargar y cortar troncos no resultaba una tarea liviana; al contrario, podía ser tanto o más agotadora que trabajar en los cultivos. Pero Papaloa no estaba dispuesto a discutir. En rigor, no veía la hora de que aquel joven acostumbrado al buen pasar de la ciudad, a las comodidades que significaba ser el hijo de un miembro del Consejo de Ancianos, hiciera su barco, embarcara a sus amigos nativos y se hundiera de una buena vez en medio del mar.
24 La nave de los desterrados
Al cabo de diez largos meses de trabajo ininterrumpido, la nave estuvo por fin terminada. Quetza y los huastecas habían trabajado en soledad, y casi en secreto, en un pequeño claro enclavado en medio de la selva a la orilla de un río que desembocaba en el mar. Quetza no sólo quería evitar miradas indiscretas, sino, ante todo, preservar su obra de los saqueos que a menudo llevaban a cabo los presos bajo el control de Papaloa. Era una faena demasiado ardua para correr riesgos; no iba a exponer la nave a la convulsionada existencia de la villa. Su plan original había sido modificado varias veces por las acertadas sugerencias de su amigo Maoni, quien parecía llevar la marinería en la sangre.
Resultó un barco imponente. Desrizándolo por un corredor de troncos, lo botaron al río. Tal era su peso que, al caer en el agua, formó un oleaje que sacudió los juncos, provocando que una cantidad de animales diversos huyeran de la orilla hacia el monte. Sin embargo, el barco ni siquiera se conmovió; se mantuvo erguido como si estuviese afirmado al lecho. Tan inamovible se veía, que muchos creyeron que estaba encallado. Pero no bien lo abordaron pudieron comprobar que flotaba con una estabilidad tal que semejaba la de tierra firme. Quetza y Maoni tomaron los remos delanteros y las otras diez plazas fueron ocupadas por el resto de los constructores. A la voz del joven capitán remaron acompasadamente y entonces la nave se desplazó suave y ligera como si fuese una pequeña canoa y no el inmenso monstruo que era. Al comprobar que aquel coloso no sólo se sostenía perfectamente a flote sino que navegaba sin dificultades, todos gritaron de tal forma que se oyó hasta el poblado. Una vez que alcanzó la desembocadura, varias canoas que pescaban cerca de la orilla se acercaron al barco; en comparación con ellas se veía como una ballena que nadara acompañada por pequeños peces. Otros nativos corrían por la playa señalando la nave con ojos incrédulos.
El barco tenía veinte pasos de eslora y la parte que estaba por sobre la línea de flotación era equivalente a cinco hombres parados uno sobre otro. El casco, que a la luz del crepúsculo se veía dorado, era de madera de teocuahuitl, una rara especie de cedro que abundaba en aquella selva. No estaba hecho con los troncos unidos entre sí, sino con listón, prolijamente cortados, pulidos y ensamblados mediante muescas. Una técnica jamás utilizada, concebida por Maoni y mejorada por Quetza. La embarcación tenía una amplia cubierta, debajo de la cual estaba el habitáculo donde se ubicaban los remeros guarecidos de la intemperie y había también un espacio para que varios hombres pudieran dormir. Por debajo de la línea de flotación, lugar al que se llegaba a través de un hueco, había una suerte de cava destinada a guardar víveres para muchos días. El nervio central semejaba el cuerpo de una serpiente emplumada: en la proa estaba el rostro de afilados colmillos y fauces amenazantes y, en la popa, la cola enroscada sobre sí misma. Mientras avanzaba paralela a la playa, una multitud se reunía para verla pasar; era hermosa y a la vez atemorizante. El movimiento de los remos, sumado a su aspecto de animal, le confería la materialidad de un ser animado. Las olas no parecían producirle el menor sobresalto; se rompían en la quilla sin conmoverla en absoluto. Quetza trepó al mástil que se erguía en el centro de la nave, soltó una cuerda y entonces se desplegó un enorme velamen de juncos que le daba una apariencia colosal. El capitán saludó desde lo alto y entonces la multitud reunida en la playa lanzó un grito unánime de euforia, se agitaban brazos y se veían hombres y niños saltando. Aquel bar. j, como nunca antes nadie había visto, era la prueba de que mexicas y huastecas, los viejos parientes, podían volver a ser hermanos.
Pero un hombre permanecía quieto y silente. Papaba no parecía dispuesto a permitir que eso sucediera. Agitó la caña en el aire, giró sobre sus talones y se alejó del bullicio.
No tenía nada que festejar.
25 El sueño de los derrotados
Todo parecía avanzar con la misma facilidad que el barco sobre las aguas. Pero de pronto Quetza cayó en la cuenta de que aún no tenía tripulación. Sólo contaba con su mano derecha, Maoni, quien, además de ser un excelente marino, compartía con él su particular visión del universo. Gracias a su amistad podía sobrellevar la ausencia de aquellos que más quería: Tepec, Huatequi y los compañeros del Calmécac; pero sobre todo, había encontrado un confidente a quien contar su dolor por la lejanía de Ixaya. Maoni solía consolar a Quetza diciéndole que al regreso del viaje, después de extender las fronteras del Imperio al otro lado del mar, volvería a Tenochtitlan convertido en un verdadero héroe, que entonces habría de casarse con Ixaya y con todas las mujeres que quisiera. Maoni le decía esto con un dejo de amargura, ya que sabía que nada de aquella gloria habría de tocarle a éclass="underline" pertenecía al bando de los derrotados, era un coyotl sin derecho alguno. Por muy amigos que fuesen, por más hermandad que.se declararan, provenían de pueblos enfrentados y él, Maoni, tenía el estigma de los vencidos. Comparado con su situación, Quetza no tenía derecho a quejarse. Lejos de resultarle un alivio, las palabras de su amigo eran un puñal que le atravesaba el pecho y se sumaban al dolor de la añoranza.
Salvo Maoni y tres de los hombres que colaboraron en la construcción del barco, no parecía haber otros voluntarios dispuestos a participar de la travesía. Y debían ser, cuanto menos, doce tripulantes para hacer todas las tareas de a bordo. Durante los días calmos en que el viento les fuera favorable, podían valerse de las velas y un par de remeros Pero en las jornadas de tormentas y vientos contrarios, necesitarían ocuparse de los diez remos. Según los cálculos de Quet-za, si no hubiese tierras en el medio, partiendo hacia el Levante, podrían dar la vuelta al mundo y regresar por el Poniente en aproximadamente ochenta días. Sin embargo, no era una tarea sencilla convencer a la gente de que la Tierra era una esfera igual que los demás astros que se veían en el firmamento. El horizonte infundía un miedo ancestral; muchos pensaban que era el límite después del cual el mundo se despeñaba hacia un abismo sin fin, o que había una tierra habitada por demonios o dioses malignos desterrados del panteón. Ellos mismos, mientras pescaban, solían ver naves inmensas con dioses de barbas rojas, los viquincatl, como los llamaban, que se veían fieros y temibles. Si bien Maoni jamás los había visto, estos relatos venían desde generaciones y él les daba crédito. Tal vez era ésta la confirmación de que, en efecto, había otro mundo al otro lado del mar. Quetza les recordaba que, según su propia tradición, los huastecas habían llegado conducidos por el sacerdote Cuextecatl desde ultramar a bordo de una gran nave. Por otra parte, fue en la Huasteca donde surgió por primera vez el culto a Quetzalcóatl. La enorme cantidad de antiquísimas imágenes labradas en piedra eran el testimonio de su relación con el Dios de la Vida. Pero lo que resultaba realmente notable era el modo en que se lo representaba: era el Señor de la Tierra de la Blancura y se lo veía como un hombre de barba roja, muy semejante a los viquincatl. Hecho este que abonaba la antigua creencia tolteca según la cual, todos los hombres, al margen del color de su piel o procedencia, de las tierras que habitaran, las costumbres que tuviesen o la lengua que hablaran, provenían de la obra de los mismos dioses, de la lucha entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca.