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Pero por muy convincentes que fueran los argumentos de Quetza, no había forma de persuadirlos de participar en la empresa. Aunque les ofreciera la libertad o quitarles el yugo del tlatoani, así les prometiera ser dueños de parte de las tierras por conquistar, sólo contaba con cinco hombres. Sin embargo, cuando la noticia llegó a oídos de los reclusos meneas, varios se mostraron dispuestos a escuchar las propuestas de su joven compatriota. Pasar de presos desterrados a nobles señores, dueños de grandes extensiones, era una idea tentadora. Pero, claro, antes había que negociar con Papaloa.

– Tengo los hombres para tu tripulación -le dijo a Quetza el jefe de aquellas posesiones.

El joven capitán estaba en una encrucijada. La gente que le ofrecía Papaloa eran los peores ejemplares del pueblo mexica: ladrones, asesinos y delincuentes de la más baja laya. Habían sido delincuentes antes de ser desterrados y lo eran más todavía aun presos. Pero existía un problema mayor: eran, además, los peores enemigos de los huastecas. Ellos se encargaban de tomar venganza luego de las rebeliones asesinando a los insurrectos, violando a sus mujeres y saqueando sus casas. ¿Cómo hacer convivir en una pequeña isla flotante a víctimas y verdugos sin que se mataran a poco de zarpar?

– El problema no son las tareas sino el azote -le contestó Papaloa con las mismas palabras que Quetza había usado para poner en duda su eficacia para imponer el orden en la villa-, imagino que ha de ser más fácil mantener la armonía en un barco habitado por doce personas que en un poblado de mil habitantes compuesto por rebeldes, asesinos y locos -concluyó, soltando una de sus carcaiadas sarcásticas.

Los voluntarios, por otra parte, no tenían la menor experiencia en materia de navegación. A diferencia de los huastecas, que eran hombres de mar, los reclusos provenían, en su mayoría, de las montañas que rodeaban Tenochtitlan; a lo sumo, y en el mejor de los casos, alguna vez habían recorrí Jo los canales de la capital en canoa. Por otra parte, los nativos que se habían ofrecido para la travesía, como era de esperarse, se negaban a ser camaradas de susverdugos. Sin embargo, pensó Quetza, ambos grupos tenían una cosa en común: el hambre de libertad. Si conseguía que unos y otros se aceptaran entre sí, una vez en alta mar no tendrían otra alternativa que la convivencia pacífica, a menos que se decidieran por el suicidio: un enfrentamiento mortal resultaría en el naufragio de la expedición, ya que todos y cada uno serían imprescindibles. De modo que Quetza resolvió aceptar el ofrecimiento de Papaloa. El jefe de la colonia sólo pedía una condición: si realmente encontraban tierras al otro lado del mar, exigía la mitad de las comarcas que le tocaran a cada uno de los hombres que estaban bajo su custodia. En rigor, Papaloa no apostaba ni un puñado de cacao por el éxito de la expedición; pero no tenía nada que perder, al contrario, se quitaba de encima a los reclusos más revoltosos; en cuanto a los nativos, no representaban ningún valor para él. Pero, lo más importante, podía despedirse para siempre de aquel jo-vencito con ínfulas de conquistador, de aquel pilli protegido del emperador que había llegado a la villa para poner en duda su autoridad. Si, en cambio, las afiebradas ideas del hijo de Tepec tenían algo de cierto, se aseguraba un futuro de riqueza y poder.

En una semana, cuando brillara la luna llena, el barco habría de zarpar.

Al cabo de arduas negociaciones entre Quetza, Papaloa, los huastecas y los presidiarios mexicas, la tripulación quedó finalmente conformada. Habida cuenta de que no existían jerarquías militares navales, los grados se establecieron de acuerdo con los rangos del ejército. La lista, en orden de escalafón, estaba encabezada por Quetza como achtontecatl (comandante), luego venían Maoni y un presidiario llamado Itzcoatl, ambos con el grado de achcauhtli (capitanes). Subordinados a ellos había cuatro teyaotlani (oficiales), dos nativos y dos mexicas, y por último seis acaüanelotl (soldados rasos), tres de cada bando.

El propósito de tal formación tenía por objeto no sólo ser ecuánime en cuanto a la distribución de cargos para cada grupo, sino que, al establecer mandos compartidos, cambiaría la lógica horizontal de los grupos antagónicos por una lógica vertical en la que un grupo no quedara subordinado al otro. Así, en lugar de dos grupos, ahora habría tres, cada uno de los cuales estaba integrado por igual número de mexicas y huastecas, todos ellos supeditados al poder superior de Quetza.

DOS

Diario de viaje de Quetza Cartas a Ixaya

* Traducción de Cuauhtémoc Zarza Villegas.

En el nombre de Quetzalcóatl Mi amadísima Ixaya:

Nunca te he confesado que era mi sueño, al término del Calmécac, pedir a tus padres que aceptaran entregarte en matrimonio y que fueras mi esposa. Pero nada de esto pude ver concretado: no me fue permitido concluir mis estudios, ni me han autorizado a verte siquiera antes de que el rey me obligara a partir al exilio. No he podido, tampoco, despedirme de mi padre, Tepec.

Tengo la certeza, como tantas veces te he dicho, de que hacia el Levante existe otro mundo. Muchos honores me serán dados, así me lo ha dicho el rey, si hallo en mi empresa las tierras de Aztlan u otras donde extender los dominios del Imperio. Se me ha prometido, también, que sería nombrado príncipe de todas las islas y tierras que yo descubriese y ganase de aquí en adelante. Pero ni los honores, ni el afán de someter a otros pueblos, ni el de extender el Imperio, ni los títulos o cargos tendrían para mí importancia alguna si eso significara renunciar a ti.

Nada desearía más en este mundo que estuvieses a mi lado, como en los viejos tiempos, cuando éramos niños y, recostados sobre la cima de la gran Tenochtitlan, a la que tanto añoro, contemplar las estrellas del firmamento. Las mismas estrellas que hoy me guían en este mar con el que he soñado toda mi vida.

Se me ha dicho que sea conmigo Huitzilopotchtli, que me acompañe y me asista en las batallas, si las hubiere, y lleve su poder a los confines del mundo y que encuentre yo siervos para ofrendarlos a él. Pero no es al Dios de la Guerra a quien debo encomendarme, sino a Quetzalcóatl, Dios de la Luz y de la Vida, el Dios de mis antepasados, el Dios de mi padre, Tepec.

Se me ha dicho que lleve a los nuevos mundos que encontrare el legado del pueblo mexica, que extienda el poder de Huitzilopotchtli a las tierras anexadas, de igual manera que lo hicimos en la Huasteca. Pero, así la paradoja, la mitad de mis compañeros de viaje son buenos huastecas y, la otra mitad, malos mexicas. ¿A quiénes ha de preferir el tlatoanñ De esta respuesta depende la victoria o el fracaso de la empresa.