Mi segundo, Maoni, me dijo que me tranquilizara, que no eran los temibles canibas, sino sus más encarnizados enemigos, los ciguayos. Maoni, desde el barco, les habló en la lengua de ellos, el taino. Después de cambiar algunas palabras con su jefe, los nativos bajaron sus armas y, con gestos amigables, vinieron hacia nosotros. Se mostraban maravillados por nuestro barco; lanzándose al agua, nadaban en torno de la nave señalando la enorme serpiente emplumada que la adornaba, cuyos colmillos antes los habían llenado de miedo. Maoni me dijo que no era conveniente que nosotros, los mexicas, nos presentáramos como tales, ya que, como he dicho, nos guardan un temor hostil.
Muchos de los nativos mostraban gran interés en subir a bordo del barco para conocerlo por dentro. Quizás esta actitud naciera de la franca curiosidad; pero sospechaba yo que tal vez su jefe los había mandado para examinar qué teníamos en la nave y así descubrir cuáles eran nuestros propósitos. Maoni, en señal de amistad, invitó a un grupo de hombres a que subieran a cubierta y les tendió una cuerda para que pudiesen trepar. Los huastecas se dirigían a los ciguayos como si fuesen viejos amigos. Y de alguna forma lo eran, ya que hasta no hacía mucho tenían un comercio fluido con ellos. Yo bajé a la bodega y volví con algunos regalos: unos cuantos sacos de cacao y algunas piedras de obsidiana. A cambio, y como muestra de buena voluntad, ellos se acercaban en canoas trayéndonos papagayos, hilo de algodón en ovillos, azagayas, piedras del color del mar que nunca antes había visto y muchas otras cosas.
Todos se mostraban muy amigables, salvo el cacike, palabra que en idioma taino designa al "jefe grande", que, sin embargo, no se corresponde con nuestro tlatoani.
Este cacique era un hombre muy extraño. Era un hombre viejo, algo gordo y extremadamente bajo, que fumaba una hoja enrollada de piciyetl, que aquí llaman coiba, quien permanecía en actitud desconfiada. El hombre estaba sentado en una gran silla de red, llamada por los nativos hamaca, sostenida por dos hombres que sujetaban los extremos del palo de la cual pendía. El jefe grande no podía permitirse tocar tierra con sus pies, de modo que, cuando quería dirigirse a la espesura donde no cabía la hamaca, era cargado como un niño por alguno de sus edecanes. Incluso vi cómo era pasado de mano en mano entre varios hombres para desplazarse de aquí para allá.
Mientras los huastecas hacían buenas migas e intercambiaban saludos, brazaletes y collares con los ciguayos, los me-xicas se mostraban atemorizados y algo hostiles. Yo temía que pudiesen tener alguna actitud belicosa u ofensiva que derivara en violencia. En estas circunstancias de tensa y excesiva cordialidad las cosas pueden cambiar de un momento a otro: las altisonantes declaraciones de afecto pueden convertirse en agravios y las palmadas de amistad en puñetazos.
Bajé a tierra con Maoni llevando bien visible mi espada a la cintura. El negro filo de la obsidiana siempre es bueno para amedrentar o prevenir algún acto de hostilidad. Nos presentamos ante el jefe y nos inclinamos ante su hamaca en señal de respeto. Maoni, sin mirarlo a los ojos, le hablaba en su lengua. Yo no podía entender qué decían, pero advertía en la expresión y el tono del cacique cierta gravedad. El jefe era un hombre muy inquieto, por así decir, y, mientras conversaba, exigía que lo llevaran de un lado a otro. Y así iba Mao-ni detrás del cacique que estaba montado a horcajadas sobre los hombros de su edecán.
Al cabo de una extensa y agotadora conversación, Mao-ni me tradujo el diálogo: el jefe quería saber cuál era el propósito de nuestra expedición; él le explicó que era un simple viaje de reconocimiento sin propósitos militares ni comerciales; que, de hecho, no teníamos intenciones de tocar tierra: tuvimos que hacerlo por razones de fuerza mayor y solicitábamos su permiso para poder reparar la nave y así seguir viaje. El jefe no se mostró muy convencido de la explicación de Maoni, pero nos autorizó a tomar lo que necesitáramos para reparar la nave y partir cuanto antes. Según le dijo a mi segundo, su preocupación no era nuestra expedición, sino que el barco pudiera haber llamado la atención de sus enemigos, los canibas, que estaban acechando y hostigando sus asentamientos durante los últimos tiempos.
La noticia no era tranquilizadora, ya que los canibas sí podían representar un verdadero peligro para nuestra expedición. De modo que, habiendo obtenido el permiso del jefe, le agradecí con una reverencia y ordené a mis hombres que pusieran manos a la obra cuanto antes. Maoni se internó en la espesura con el propósito de encontrar una madera adecuada para fabricar un nuevo remo, mientras yo me quedé junto al cacique en señal de respeto.
Mucho había llamado mi atención la belleza de las mujeres taínas.Sólo usaban un taparrabos y nada cubría sus pechos. Su piel era del color de la madera de un árbol muy precioso y abundante por estas playas llamado caoba. Siempre con una sonrisa a flor de labios, su mirada resultaba sugerente y sensual. Mi amada Ixaya, si tuviese lugar en mi barco, no dudaría en llevar una o dos de estas mujeres como concubinas; si las vieras coincidirías conmigo. Con gusto las acogerías si fueses mi esposa.
El cacique, que había sido colgado con un artefacto que lo sostenía desde la entrepierna y los hombros, iba y venía con mucha velocidad a lo largo de una cuerda sujeta por los extremos a dos árboles, impulsado por dos hombres que lo arrojaban con fuerza. En un momento se detuvo junto a mí y, tal vez advertido de la forma en que yo miraba a sus mujeres, me preguntó algo que no llegué a comprender. Señalaba a un grupo de jovencitas y repetía con insistencia la palabra cocomordán. Finalmente, deduje que me estaba preguntando si conocía yo el cocomordán. Negué con la cabeza. Nunca antes había escuchado esa palabra. El cacique sonrió, llamó con un gesto de su mano a una de las jóvenes y le dijo algo al oído. La muchacha rió con ganas, me miró, se acercó hasta mí, me tomó de la mano y me condujo hacia la espesura.
Mi amada Ixaya, no tengo palabras para describirte las delicias del cocomordán. Lo que sí es seguro, es que volveré a esta bendita isla para tomar a esta mujer y llevarla a Tenoch-titlan. Será una excelente concubina y tendrá mucho que enseñarte cuando seas mi esposa.
Había pasado ya el mediodía y Maoni todavía no había regresado. Empecé a inquietarme. Pese a su juventud, era el más experimentado e inteligente de la tripulación, de modo que me tranquilicé en la idea de que no era posible que pudiera perderse en la selva. Por otra parte, era poco probable que lo atacaran los ciguayos o los tainos, ya que, además de dominar perfectamente su lengua, sabía cómo ganarse el respeto. Un posible encuentro con los canibas, me dije, era aún menos factible, dado que, de presentarse éstos, lo harían por mar y no por tierra. No acabé de imaginar semejante cosa cuando, como por efecto de mi propio pensamiento, vi aparecerse desde el horizonte el mástil de una embarcación. De inmediato, los ciguayos entraron en pánico: daban gritos y corrían de aquí para allá, sin atinar a tomar una resolución unánime. Un edecán descolgó rápidamente a su cacique de la cuerda, lo colocó sobre sus hombros y corrió con él. Pero en la caótica huida no calculó la altura de una rama, haciendo que el jefe golpeara su cabeza y cayera a tierra. No alcancé a ver si llegaron a recogerlo.
Cuando volví a mirar hacia el mar pude comprobar que, detrás de aquel primer barco, surgían decenas de mástiles iguales. Ahora, sí, se trataba de los temidos canibas. Las prevenciones del cacique tenían fundamento: nuestra nave, fondeada cerca de la costa de la isla, había conseguido llamar la atención de los hombres más peligrosos que asolaban las islas.
Viendo la enorme cantidad de barcos, e imaginando el número de hombres que podía transportar cada uno, un capitán ciguayo ordenó a los suyos un rápido repliegue hacia la selva. Mientras veía cómo los nativos se perdían en la espesura, yo no resolvía qué hacer: si huíamos junto a ellos nuestra nave quedaría a merced de los atacantes, si los enfrentábamos, la inferioridad numérica nos depararía una segura derrota. La alternativa que nos quedaba era la más débil pero, finalmente, la única: la diplomacia. Cuando miré hacia tierra firme, pude ver que sólo habíamos quedado mi tripulación y yo, repartidos entre el barco y la playa. Apenas un puñado de hombres contra decenas de barcos hostiles. De pronto comprendí que la salida diplomática presentaba una enorme dificultad: mi virtual canciller, Maoni, nunca había vuelto de su excursión a la espesura. Era él quien mejor hablaba el taino, lengua propia también de los canibas, quien conocía sus costumbres y protocolos, y sabía cómo dirigirse a sus jefes. Mis compatriotas no eran hombres precisamente educados en la política; al contrario, se diría que carecían de toda educación.