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Mientras pensaba todas estas cosas, sus canoas ya estaban fondeando junto a nuestro barco. Eran doce naves, en cada una de las cuales había entre diez y quince hombres. Se veían temibles. Tenían sus rostros pintados con fieros motivos y alrededor del cuello llevaban collares con dientes y huesos que parecían humanos. Al verlos comprendí por qué los demás nativos los llamaban karibes, palabra que, como he dicho, en taino significa "hombres malos". Ordené a mis hombres que no empuñaran las armas y permanecieran quietos y en silencio. Ellos, por su parte, nos apuntaban con sus flechas y enar-bolaban las lanzas. Me dije que si los ciguayos, aun siendo superiores numéricamente, huyeron ante la sola mención de la palabra "caniba", tal vez no deberíamos ocultar nuestra condición de mexicas. Los pueblos de estas islas han oído hablar del poderío militar de Tenochtitlan y han visto el efecto devastador de nuestros ejércitos sobre varios de los pueblos de la costa continental. El nombre de Huitzilopotchtli tiene para ellos resonancias aterradoras y nadie se enfrenta a sus huestes sin saber a qué atenerse. De modo que, señalando hacia la serpiente emplumada que mostraba sus amenazantes colmillos, le dije con voz firme al que parecía ser el jefe: "Yo te saludo en el nombre de Quetzalcóatl. Me llamo Quetza y soy el enviado de Tizoc, tlatoani de Tenochtitlan".

Aunque el jefe no entendía el náhuatl, resultó evidente que sí había comprendido que éramos mexicas. Pude advertir un gesto de preocupada indecisión. Entonces agregué: "Venimos en paz. Sólo nos detuvimos a reparar el barco para poder volver a las posesiones que nos legara Huitzilopotchtli, Señor de la Guerra, en la Huasteca". Estas últimas palabras produjeron un efecto inmediato: la invocación del nombre del Dios de los Sacrificios hizo que les temblara el pulso. Sin embargo, el jefe no ordenaba a sus hombres que bajaran las armas. Gritó una palabra para mí incomprensible hacia una de las canoas y esa voz se fue pasando de una a otra embarcación, hasta que uno de los barcos que estaban más alejados se acercó hasta nosotros. Un hombre bajo, de aspecto algo diferente del resto, se pasó a la canoa del jefe y se paró junto a él. El cacique le dijo unas palabras y, para mi asombro, el otro hombre, dirigiéndose a mí, las tradujo a mi lengua. "Te saludo en el nombre de los Dioses de la Buenaventura para que te protejan de Juracán, Dios de los Vientos y las Tempestades." Ése fue su saludo que, ciertamente, dejaba entrever una velada amenaza: así como yo había invocado el temible nombre de Huitzilopotchtli, él me advertía que estaba dispuesto a atacar bajo la advocación de su Dios, Juracán.

De manera poco amistosa y sin que sus hombres dejaran de apuntarnos con sus armas, nos invitó a que bajáramos a tierra para conversar. Así lo hicimos. Mientras él, su lenguaraz y dos de sus oficiales se acomodaban sobre una manta, hicieron que nosotros nos sentáramos sobre la arena para dejar en claro quién tenía la voz de mando. Mientras tanto, sus huestes desembarcaban adueñándose del lugar sin resistencia alguna, dado que de los ciguayos no había quedado rastro alguno. Con asombro, vi que detrás de la tropas canibas iban decenas de animales, aunque no sé si merecen ser llamados así: tenían el tamaño y el cuerpo de un perro pequeño, pero sobre sus cuellos caninos se erguían cabezas humanas. Iban de aquí para allá olisqueando todo, pero no presentaban hocico, sino una clara y prominente nariz de hombre. No ladraban, más bien emitían un sonido semejante a un murmullo. Solían disputarse a dentelladas los restos de comida que habían dejado los ciguayos en su huida. En estos casos, adoptaban expresiones fieras y gruñían algo similar a las palabras. Ignoro con qué propósito los utilizaban los canibas pero, pese a su pequeño porte, estas bestias inspiraban mucho miedo en mis hombres.

Si hasta antes de la llegada de los canibas me preocupaba la larga ausencia de mi segundo, Maoni, ahora me inquietaba que pudiese aparecer, inadvertido de la nueva situación, y que le dieran muerte. De modo que me pareció oportuno avisar al cacique sobre la incursión de Maoni en la selva, para que no fuese confundido con un ciguayo. Así se lo hice saber y me dijo que no me preocupara por él, que en muestra de buena voluntad lo mandaría a buscar y lo traería conmigo. De inmediato quiso conocer el motivo de nuestra visita a esas lejanas islas. Sabiendo yo que los canibas llevaban largo tiempo intentando dominar las islas, le dije que veníamos con la misión de establecer con ellos lazos comerciales. El lenguaraz tradujo mis palabras y, para mi estupor, el cacique largó una carcajada estruendosa y prolongada.iRepi-tió las palabras a sus hombres y entonces todos se contagiaron su risa. Los perros con rostros humanos se acercaron, inexpresivos, aunque moviendo sus colas en señal de alegría y dando saltos en torno del cacique. Yo no entendía cuál era el motivo de esas risotadas, si habían comprendido otra cosa, si era un gesto amistoso de satisfacción por la propuesta o si, al contrario, era un sonoro desplante. Parecía aquella una actitud llena de malevolencia. Después de meditar un rato y todavía sacudido por espasmos de risa, comenzó a hablar al intérprete sin dejar de mirarme, a la vez que señalaba su abdomen. Una vez que concluyó, contuvo la risa para que el hombre tradujera sus palabras: "Lo mismo dijimos nosotros a los ciboneyes, a los macorixes y a los ciguayos: «venimos en son de paz para hacer buenos negocios». Y con algunos hicimos tratos muy apetecibles", decía sin dejar de tocarse el vientre y mostrando sus collares con dientes y huesos humanos. De pronto la risa se le borró de la cara y, con un gesto súbitamente grave, volvió a hablar: "Lo primero que dice un jefe antes de invadir es: «venimos a hacer negocios»". Luego dio una orden a sus oficiales y pude ver cómo tomaban prisioneros a todos mis hombres atándolos de pies y manos. Los perros con cara humana corrieron tras ellos en actitud intimidante. Le dije al cacique que liberara de inmediato a mis hombres y que, en cambio, me tomara prisionero a mí. De inmediato le advertí que si la misión que había enviado mi tlatoani no volvía de regreso a Tenochti-tlan durante los próximos días, él y su gente iban a tener que atenerse a las consecuencias. Le hice ver que aquel episodio podía significar el comienzo de una guerra. Si, al contrario, aceptaba nuestra amistad, mi tlatoani podía convertirse en su principal aliado en su lucha contra los demás pueblos de las islas. El cacique guardó silencio y me prometió que habría de considerar la propuesta. Mientras tanto mantendría bajo su protección a mis hombres, lo cual, en términos diplomáticos, significaba que permanecerían como prisioneros hasta que tomara una decisión. Un par de perros-hombre me daban vueltas sin dejar de olisquearme con sus narices humanas.

En pocas horas los canibas habían levantado un campamento y me invitaron a que descansara en una de aquellas chozas a las que llamaban "bohíos". Todavía no tenía noticia de Maoni. Contra mi voluntad, me dormí profundamente.

Mono 11

Desperté sobresaltado a causa de un sacudón. Cuando abrí los ojos pude ver que un caniba, nada amigable, pintado como para el combate, me zarandeaba por los hombros. Tardé en comprender que era el que oficiaba de lenguaraz; me costó reconocer sus rasgos detrás de las líneas de pigr. lentos blancos y rojos que le daban a su expresión un sino de fiereza. Aproveché que estábamos en soledad para preguntarle cómo conocía el náhuatl. Pero por toda respuesta, sólo me dijo que me preparara, que el cacique había tomado una resolución y quería comunicármela. Era para mí un enigma por qué aquel hombre, cuya fisonomía era indudablemente mexica, vivía entre aquellos lejanos nativos con quienes jamás habíamos tenido trato. Sin embargo, había otros interrogantes para mí más urgentes: saber si Maoni había vuelto y conocer la decisión del cacique, en cuyas manos estaba nuestra vida. Pero el hombre no me dijo una sola palabra; sólo me condujo hasta su jefe.