Era noche cerrada. El cacique permanecía sentado sobre la misma manta como si el tiempo no hubiese pasado. Se lo veía tranquilo; ya no tenía aquel rictus encrespado con el que me había hablado durante la tarde. Encendió una hoja enrollada de coiba y me invitó a que la compartiera con él. Era este un gesto de amistad que podía deparar buenas nuevas. Mientras aspiraba el humo espeso de la hoja ardiente, le pregunté por mi segundo, Maoni. Consultó a uno dé sus oficiales, intercambió algunas palabras, pero no dio respuesta alguna. En cambio me preguntó cómo había descansado. Su silencio me llenó de miedo, pero supe que no sería bueno insistir. Luego pregunté por el resto de mi tripulación; entonces me señaló hacia un sitio: para mi tranquilidad, pude ver que mis hombres ya no estaban atados y que se hallaban sentados en torno de otra fogata, mezclados con varios canibas, fumando e intercambiando gestos y sonidos, ya que era la única forma en que podían entenderse. Parecían haber entrado en confianza también con los perros-hombre, con quienes jugueteaban alegremente. El cacique me invitó a que me sentara y, con calma, me dijo que ya tendríamos tiempo para conversar y hacer negocios mientras comíamos. Me sirvieron una bebida amarga pero sabrosa. Bebí con una sed largamente contenida, tanto que vacié el cuenco de un solo trago. Entonces un hombre lo volvió a llenar y, con la misma facilidad, lo volví a vaciar. Descubrí que estaba plácidamente mareado. Sabía que eso no era bueno y, sin embargo, quise beber más. Estaba yo al corriente de que existían pueblos para los cuales beber no era condenable y éste, evidentemente, era uno de ellos. Pero en Tenochtitlan beber licor de maguey o de cualquier otra cosa estaba prohibido. Sin embargo, me parecía una descortesía no aceptar el homenaje que, para los canibas, significaba ofrecer licor. Cuando miré mejor hacia la fogata alrededor de la cual se reunían mis hombres, comprobé que aquella tranquilidad y camaradería con sus captores nacía de la más profunda de las borracheras. Entonces decidí dejarme llevar por las circunstancias. Nunca antes había experimentado yo los efluvios del licor y comprendí el porqué del peligro: tan grato era su efecto que no resultaría nada difícil quedar preso de sus engañosos encantos. Aquel agasajo que nos daban los canibas no podía significar sino una aceptación de mi amistad. Mientras llenaban otra vez mi vasija, me sirvieron un cuenco con comida. E›escubrí que estaba hambriento. Vaciaba en mi boca aquel adobo caliente y delicioso. Tomaba con mis dedos la carne sumergida en ese caldo con tanta voracidad que no me importaba quemarme un poco. El cacique me preguntaba cosas sobre mi barco y me hacía saber que jamás había visto una "piragua", así lo llamaba, tan adornada y bien construida. Mientras le agradecía sus palabras y le devolvía sus adulaciones, alabando a mi vez sus naves, seguía yo comiendo y bebiendo. De pronto me atoré con algo duro, carraspeé y quité de mi boca lo que supuse un hueso. Lo puse en mi mano y cuando vi de qué se trataba, creí morir de espanto. Era la inconfundible argolla de obsidiana que Maoni siem: pre llevaba prendida en el cartílago de la nariz. Recuerdo que me puse de pie y arrojé aquel cuenco sobre el cacique, que se reía otra vez con sus carcajadas maléficas. Todo me daba vueltas y apenas podía mantenerme en pie. Empuñé mi espada dispuesto a matar a quien fuera cuando, desde el follaje, vi a un grupo de canibas que, también riendo a carcajadas, traían un hombre con la cara cubierta. Cuando le quitaron la tela que ocultaba su rostro, pude ver que era mi segundo. Estaba sano y salvo. Sólo le faltaba su nariguera, la cual, ciertamente, estaba en mi mano.
Hierba 12
Zarpamos a la madrugada llevando con nosotros todas la provisiones que nos hacían falta para los próximos cincuenta días, plazo que estimaba para alcanzar las tierras al otro lado del mar. Luego del mal momento que me hiciera pasar el cacique caniba, decidí evitar acercarme a las demás islas. La broma, sin embargo, no resultó inocente: más tarde me enteraría de que aquella carne deliciosa era la del cacique ciguayo, aquel que había caído de los brazos de su edecán durante la huida. Me sentía terriblemente mal con mi cuerpo y mi conciencia: así le había pagado yo su cortesía, de ese modo le agradecía los deleites del cocomordán.
El cacique caniba nos dejó partir sabiendo que era mejor estar bien con las huestes de Huitzilopotchtli, que enfrentados al poder de Tenochtitlan. Por otra parte, para que nos fuésemos en paz, nos dio gran cantidad de un pan que ellos llaman casabe, hecho con yuca, que resultaría muy provechoso, ya que puede almacenarse durante mucho tiempo sin echarse a perder.
Mi tripulación estaba completa, la bodega cargada de avíos, la cubierta reparada y el remo sustituido. Si bien aquellos ingratos episodios se debieron a la irreflexión de un par de marineros, sirvieron para que la tripulación quedara cohesionada. Desde entonces pudieron comprobar que el enemigo y el peligro no estaban precisamente a bordo.
Caña 13
Atrás quedaron las islas. Nuevamente el horizonte se convirtió en un círculo extenso y perfecto de agua. A partir de ese momento todo fue incertidumbre. Nadie antes se había aventurado más allá de la isla de Quisqueya; al menos, no existía crónica de viajero alguno, ni carta que indicara qué había en adelante. Yo nunca tuve dudas sobre la forma de la Tierra: si nada se interponía en nuestro camino, debíamos poder dar la vuelta completa y llegar a las costas occidentales de los dominios mexicas. Sin embargo, ignoraba yo con qué podíamos encontrarnos. Las tierras de Aztlan, si realmente existían, y según mis conjeturas, debían estar más cerca de Oriente que de Occidente, de modo que estábamos haciendo el camino más largo; era muy probable que encontráramos antes otras tierras.
Con la excepción de Maoni, eran pocos los que entendían claramente mis ideas. Luego de muchas explicaciones e incontables ejemplos con frutas redondas y cuanto objeto esférico había en el barco, viendo que era imposible hacerles entender que navegando hacia el Este podía llegarse al Oeste, decidí renunciar a ser comprendido por mi propia tripulación. Ellos se tranquilizaban cen la idea del regreso, sea por Oriente o por Occidente. Para los mexicas el principal aliciente, aquello que hacía que remaran con entusiasmo, era la idea de convertirse en señores de las tierras que pudiésemos conquistar. A los huastecas, en cambio, los animaba un anhelo de libertad; la aventura era para ellos el modo de escapar del cruel dominio que sufrían en su propia tierra. Aquellas ilusiones todavía podían imponerse sobre las creencias de unos y otros acerca del mundo: la mayoría suponía que si llegábamos hasta el horizonte nos despeñaríamos hacia un abismo sin fin. Otros creían en la existencia de un maléfico Dios del Mar que impedía que los hombres se adentraran en sus dominios. Algunos habían mencionado a Amalinalli, el Gran Remolino, una suerte de ojo en torno del cual las aguas se precipitaban en una violenta espiral hacia las profundidades, hasta mezclarse con la lava que hervía en el centro de la Tierra.
Yo podía ver con exactitud en qué momentos se imponían las negras creencias sobre sus ilusiones de gloria y viceversa. Mientras avanzábamos sobre aguas tranquilas, los ánimos se mantenían optimistas y todas las conversaciones giraban en torno de sus futuras riquezas. Pero si en algún momento las corrientes que nos impulsaban se tornaban un poco turbulentas y el barco se sacudía de un lado a otro, se hacía un silencio mortuorio, las caras se llenaban de pálido terror y las oscuras convicciones de la tripulación se hacían carne, mientras invocaban la protección de todos los dioses.