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Y todavía ni siquiera imaginábamos la furia que podía albergar el Señor de los Mares.

Como he dicho, cada quien tenía sus motivos para haber emprendido esta travesía. A los huastecas los impulsaba un afán de libertad largamente contenido, la firme voluntad de desembarazarse del humillante yugo de los invasores, una suerte de huida hacia un futuro incierto, aunque nunca tan aciago como el pasado inmediato. A los mexicas, además del anhelo de ser libres, los guiaba la ambición: no sólo querían convertirse en los dueños de las tierras descubiertas, sino investirse de un señorío que ocultara su pelaje de ladrones y asesinos. Podía adivinar cuáles eran las razones de cada uno de mis hombres, pero aún no lograba ver con claridad qué me impulsaba a mí.

Mi querida Ixaya, te he dicho ya que no me lleva el deseo de adueñarme de las tierras descubiertas, ni el de extender los dominios del Imperio. Oscuros designios están escritos en 11 calendario y, tal como le dijera yo al tlatoanu si nuestro pueblo no avanza hacia el futuro, él vendrá por nosotros para convertirnos en pasado. Tengo la íntima y aún inexplicable certeza de que este viaje podría salvar a Tenochtitlan de la destrucción que vaticina el calendario. Muchas veces te he dicho que el mar es la puerta que une el pasado con el futuro y que navegando hacia Levante se llega al Poniente, es decir, que el lugar del origen puede coincidir con el del ocaso. Y eso es lo que me propongo: navegar, exactamente, hacia el Lugar del Principio: Aztlan. Guardo la certeza de que allí, en la lejana Tierra de las Garzas, conociendo por fin nuestro origen, podremos evitar el ocaso de nuestra propia patria. Por el momento no puedo decir más que esto; tal vez, al avanzar, mis vacilaciones se conviertan en certezas y mis preguntas en respuestas.

Jaguar 1

Las calmosas corrientes que nos habían impulsado hasta el momento, los suaves vientos que henchían los juncos de las velas y el cielo diáfano, soleado de día y estrellado por las noches, de pronto nos abandonaron. Mientras navegábamos con rumbo Este, divisamos una tormenta que venía veloz a nuestro encuentro. Por más que cambiáramos el curso en el sentido que fuese, no había forma de escapar de ella. El cielo se veía negro; como si fuésemos a entrar en una caverna, el firmamento no parecía hecho de nubes sino un alto techo de piedra. Un viento frío soplaba de frente y tuvimos que arriar las velas para que no se volaran llevándose el mástil. Los relámpagos caían al mar tan cerca de nosotros que los truenos sonaban al mismo tiempo que los rayos, levantando paredes de agua aquí y allá. Todas las juntas del barco crujían con un estrépito ensordecedor, como si fuese a partirse en mil pedazos. De no haber sido por las innumerables tareas que había que hacer a bordo para que el barco se mantuviese a flote, me habría invadido el terror. Tal como me enseñó mi padre, sabía que el miedo se vence con la razón, manteniendo la cabeza ocupada con pensamientos de orden práctico, tendientes a salir del atolladero y no entregándose al pánico que enceguece y se convierte en nuestro verdugo. Por otra parte, veía que cuantas más órdenes daba a mis hombres, mientras más faenas les encomendaba, por inútiles que fuesen, mejor sobrellevaban también ellos el temor.

Nunca había visto el mar tan furioso: de pronto la nave se elevaba como si fuese a echarse a volar; en un momento estábamos en la cima de una montaña de agua y de inmediato nos precipitábamos hasta caer en un pozo tan profundo que parecía no tener fin. Las olas estaban hechas de una espuma como salida de la boca de un animal furibundo. El viento llevaba al barco a su antojo, de aquí para allá. Por mucho que remaran mis hombres, por más que hundieran los remos verticales, de punta, no había forma de darle dirección. Temiendo que los remos pudiesen quebrarse, ordené que los alzaran y dejáramos que la corriente nos guiara. Debíamos mantenernos bien sujetos, incluso agarrándonos entre nosotros, para no salir despedidos de la nave: las olas entraban a la cubierta con tal fuerza que, una vez que pasaban, teníamos que comprobar que no se hubiesen llevado a nadie. Jamás vi un cielo tan espantoso: no podía distinguirse si era día o noche; estábamos iluminados por la hoguera que ardía dentro de las nubes, así se veían los relámpagos. Los rayos arreciaban de tal forma que parecían querer incinerar el mástil. Se hubiera dicho imposible que el barco se mantuviera a flote. Lejos de cesar, la lluvia se hacía tan intensa que ya no se distinguía cuáles aguas venían del mar y cuáles del cielo.

Mis hombres imploraban a sus dioses: los tainos suplicaban clemencia a Juricán, Señor de los Vientos, y los mexicas rogaban a Tláloc, el Dios de la Lluvia, que se apiadara de nosotros. Tan exhaustos estaban todos, que algunos parecían desear la muerte para terminar de una vez con ese martirio. Pero no podía permitir yo que se impusiesen esos pensamientos: había que pelear contra la tormenta si realmente queríamos salir con vida.

Dos días enteros anduvimos bajo esa tempestad. De pronto, con la misma espontaneidad con la que se había gestado, la tormenta se extinguió. Dejó de llover, las aguas se calmaron y el cielo comenzó a despejarse. Una brisa suave barría las nubes, dejando al descubierto un cíelo tan azul como el que nos había acompañado durante los primeros días. Pude ver lágrimas en los ojos de varios de los marinos. Aquellos mexicas duros, ladrones algunos, asesinos otros, cegados por la ambición todos, de pronto no tenían pudor en mostrarse llorando como niños. Había sido tanta la angustia, tanto el miedo y el esfuerzo, que aquellas lágrimas estaban hechas con la mezcla del padecimiento y la felicidad. El desempeño de los huastecas fue heroico; jamás habían enfrentado una tempestad semejante en altamar, aunque conocían los peligros que entrañaba el océano; de hecho, se criaron sobre una canoa. Pero los mexicas habían protagonizado una verdadera epopeya. Para estos hombres nacidos en medio de la montaña, acostumbrados a las aguas quietas del lago que rodeaba Tenochtitlan, el mar era algo extraño y ajeno.

Sólo cuando todo hubo cesado, me dispuse a revisar la nave para comprobar si había daños. Con verdadera preocupación, Maoni y yo examinamos palmo a palmo cada ápice del barco. Después de inspeccionar hasta el último resquicio, para nuestra dicha pudimos verificar que el barco estaba realmente bien construido: salvo ligeras roturas que podían repararse fácilmente a bordo, no encontramos averías mayores. Supuse que podíamos continuar con nuestra empresa sin complicaciones.

Pero aún ignoraba que estábamos a las puertas de un peligro todavía mayor que la tormenta. La tempestad se había instalado en el corazón de mis hombres.

(…)

Mono 12

El cielo estaba claro y el viento calmo. Sin embargo, los rostros de muchos de los hombres estaban sombríos y sus ánimos se adivinaban tempestuosos. Nos acercábamos al plazo que yo había vaticinado para tocar nuevas tierras, pero nada indicaba que eso fuese a suceder en lo inmediato. La euforia que había producido en la tripulación el hecho de sobrevivir a la tormenta duró poco. Esa alegría pronto se transformó en rencor. Los hombres se preguntaban qué podía haber desatado la ira de los dioses. Yo podía notar que los mexicas murmuraban entre ellos, a la vez que me miraban de reojo sin disimular cierto encono. De modo que, para evitar que aquel sordo clima de deliberación pudiera crecer, ordené que todos guardaran silencio. Les advertí con firmeza que quien fuese sorprendido rumoreando sería confinado a la bodega, atado de pies y manos.

Un mexica viejo, el mayor de todos ellos, soltó el remo, se incorporó y se acercó hasta mí. Sin mirarme a los ojos, en señal de respeto, me dijo que los dioses tenían razones para estar enfurecidos: si queríamos tener éxito en nuestra empresa debíamos hacer alguna ofrenda a Tláloc. Era evidente, continuó, que aquella tormenta había sido una advertencia del Dios de la Lluvia. En el mismo tono, me dijo que habíamos cometido un error al no intentar tomar prisioneros en las islas para sacrificarlos. Entonces el hombre miró hacia uno y otro lado y, bajando la voz, acercó su boca a mi oído y, apelando a mi condición mexica, me dijo: "deberíamos entregar la sangre de uno de ellos para contentar a Tláloc y así obtener sus favores". Desde luego, al decir "uno de ellos", se refería a un huasteca. Al escuchar estas palabras mi sangre ardió como si estuviese hirviendo por un gran fuego. Tuve que contenerme para no apretar su cuello. Ni siquiera podía yo castigarlo; si así lo hacía pondría en evidencia sus palabras y, si eso sucedía y los huastecas se enteraban de sus deseos, sería el comienzo de una batalla mortal entre ambos bandos. De modo que nie contuve y le contesté que haría como si jamás hubiese escuchado yo sus palabras, que, si se atrevía a repetirlas, no me iba a temblar el pulso para matarlo con mis propias manos. El hombre volvió a su puesto y continuó remando. Pero sabía yo que la semilla de la rebelión acababa de ser sembrada.