Hierba 13
Navegamos con rumbo Este. Hay buenos vientos y el mar está calmo. Hemos avanzado una gran distancia. Los ánimos de los hombres están impacientes.
Caña 1
He comentado con Maoni, bajo promesa de que no dijera nada a los suyos, lo que estaban pensando los mexicas sobre la necesidad de ofrecer sacrificios al Dios de la Lluvia. Se ha mostrado muy preocupado. Su pueblo, sometido por el nuestro, viene nutriendo desde hace mucho tiempo la sed de sangre de los dioses mexicas. He podido adivinar, detrás de su gesto de inquietud, un dejo de irritación; tiene sobradas razones para guardar rencor: han sido muchos años de yugo y ahora, al fin, los huastecas están en igualdad de condiciones con sus viejos enemigos en esta pequeña patria flotante. Sé que muchos de ellos estarían dispuestos a morir con tal de hacer justicia.
Ruego a Quetzalcóatl mantenga la paz.
Jaguar 2
Unas nubes negras asomaron hoy desde el horizonte y todos miraron hacia el cielo con pánico. El recuerdo fresco de la tormenta reciente ha hecho estragos en la moral de mis hombres. El oleaje comenzó a ganar altura y los vientos arreciaban con furia. En el mismo momento en que el barco se quejó con un chirrido hondo, aquel mexica que me había increpado se puso de pie y, mirándome con odio, me exigió que le diese a Tláloc lo que estaba exigiendo. Dijo esto a viva voz, sin medir las consecuencias. Los huastecas, conocedores de los sentimientos de aquellos mexicas y acostumbrados al rigor con que solían ser tratados por ellos, comprendieron de inmediato esas palabras. La mayor parte de los mexicas soltaron sus remos y corrieron formando un círculo en torno de mí. De inmediato me increparon tratándome de loco y de mentiroso. Me decían que los estaba conduciendo hacia el lugar donde las aguas se precipitan a los abismos infinitos, que volviésemos de inmediato y que ofrendáramos en sacrificio a uno de los huastecas. En primer lugar, les dije que no iba a permitir que se derramase una sola gota de sangre; luego intenté convencerlos de que era más largo el camino de vuelta que el que teníamos por delante, hacia el Este; les dije que si continuábamos navegando hacia el Levante, tocaríamos tierra más pronto. Pero no había forma de convencerlos. A medida que se iban aproximando las nubes oscuras, los ánimos se impacientaban cada vez más. Los huastecas, encabezados por Maoni, se levantaron para interceder, pero en un rápido movimiento, uno de los mexicas, el mismo que había dañado el barco con un golpe de remo, me sujetó desde atrás y posó sobre mi cuello un cuchillo de obsidiana. Sabiendo que los huastecas guardaban gran aprecio por mí, les ordenó que no se acercaran, a menos que quisieran verme muerto. Así, teniéndome como garantía para que se hiciera su voluntad, le dijeron a Maoni que cambiara el curso en sentido opuesto y emprendiéramos el regreso. Mi segundo les dijo que eso significaría una muerte segura, ya que no teníamos comida ni agua suficiente para tantos días. Con sabiduría, les hizo ver que cada una de las vidas de quienes estábamos a bordo era indispensable para conducir la nave, que si habíamos podido sobrevivir a la tormenta fue por el trabajo de toda la tripulación: un hombre menos hubiese significado el fin. Yo podía sentir la helada hoja de obsidiana sobre mi garganta y la presión cada vez más intensa. Viendo el hilo de sangre que comenzó a brotar desde mi cuello, Maoni le dijo a mi captor que yo era el único que estaba en condiciones de darle curso preciso al barco, que si me mataba quedaríamos a la deriva. Fue éste un gesto noble y astuto, ya que mi segundo sabía navegar tan diestramente como yo. Pero todos los argumentos fueron en vano: "Huitzilopotchtli nos guiará si le damos lo que nos pide", opuso tercamente el más viejo de los mexicas. Y tras esta afirmación los demás comenzaron a gritar el nombre del Dios de los Sacrificios, del mismo modo que se hacía en Tenochtitlan antes del ritual de las ofrendas de sangre.
Una vez más, Huitzilopotchtli venía a reclamarme y nada parecía poder impedir que me degollaran para luego, esta vez sí, entregarle mi corazón.
Águila 3
En el mismo instante en que se disponían a enterrar el cuchillo en mi garganta, se produjo un hecho que, bajo esas circunstancias, supuse una alucinación. Sin embargo, todas la miradas, absortas, confluyeron en el mismo punto. En dirección opuesta a la nuestra, venía una nave. Era un barco de madera negra, presidido por una cabeza de dragón en lo alto de la roda. Tenía las velas desplegadas y una extensa hilera de remos asomaba desde la cubierta. Navegaba con tal velocidad y ligereza que se diría que se deslizaba en el aire y que su quilla no tocaba siquiera el agua. La nave pasó tan cerca de la nuestra que, con asombro, pudimos ver el rostro inconfundible de quien la capitaneaba: Quetzalcóatl. Tenía unos inmensos cuernos en la cabeza, la piel muy blanca y una barba larga y roja que flameaba al viento. Exactamente así eran las tallas que representaban a Quetzalcóatl cuando era hombre. Él, el Dios de la Vida, nos miraba con unos ojos tan absortos como los nuestros. Cuando ambos barcos se cruzaron, Quetzalcóatl pronunció una palabra misteriosa: "Wodan".
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Serpiente 7
Nadie tuvo dudas sobre quién era aquel que capitaneaba el barco. Los mexicas se pusieron de rodillas y sus labios cambiaron el nombre de Huitzilopotchtli por el de Quetzalcóatl. Ninguno sabía el significado de aquella misteriosa palabra, pero creyeron entender que el Dios de la Vida hecho hombre había aparecido para interceder en mi favor. De inmediato me liberaron y volvieron a ponerse bajo mis órdenes. La tormenta en ciernes se alejó de nosotros tan rápidamente como la barca de Quetzalcóatl, hecho este que reafirmó en ellos la convicción sobre el carácter divino de aquel que comandaba el barco. Desde ese momento navegamos con rumbo Este en aguas calmas y con vientos favorables.
Más tarde Maoni me llamó aparte y, en voz muy baja, me dijo que probablemente aquel barco fuera parte de una de aquellas míticas expediciones de los viquincatU de las que tantas veces escuchara hablar en la Huasteca. Nadie sabía de dónde prevenían estos hombres rojos que, según las crónicas, solían aparecer cerca de las costas del Norte. Yo, sin embargo, me inclinaba a pensar que era Quetzalcóatl, el Dios de la Vida, el que tantas veces me había rescatado de las manos ensangrentadas de Huitzilopotchtli. De cualquier manera, mi segundo iba a guardarse su sospecha para que ninguno de los mexicas dudara de que se trataba de una aparición divina y no volvieran a sublevarse.
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