Выбрать главу

Caña 2

Mucho he pensado en nuestro encuentro con Quetzalcóatl. Su prodigiosa aparición no sólo fue un advenimiento salvador, sino, además, una clara señal. Igual que las estrellas del firmamento, nos había indicado el camino; su llegada desde el Levante indicaba que venía desde algún sitio ubicado en el Este; es decir, tenía que haber tierra firme no muy lejos. Incluso, considerando la posibilidad sugerida por Maoni, si realmente se trataba de una expedición de los viquincatl, aun así, significaba un hecho alentador. Era una nave más pequeña que la nuestra, así que no podía llevar más provisiones que las que teníamos nosotros; de modo que, por fuerza, debía venir desde un lugar bastante próximo.

No era ésta una noticia menor, dado que los racionamientos empezaban a escasear. Era un secreto muy bien guardado por mí la cantidad de provisiones que traíamos. Las circunstancias me habían obligado a reducir las raciones de agua y comida. Todavía podía apelar a algunos recursos para que los hombres no notaran la mengua: hacía servir la comida en cuencos un poco más pequeños, de modo que la porción se viera desbordante. Lo mismo con el agua: daba de beber agua a mi tripulación con más frecuencia, pero en recipientes menos generosos. Pero, ¿cuánto tiempo podían funcionar estos trucos? Puede engañarse a los ojos por algún tiempo, pero el estómago termina por descubrir la verdad.

Jaguar 3

Todo continúa igual.

Águila 4

Mis hombres están empezando a dar muestras de hambre y debilidad. Los remeros se fatigan con rapidez. No estaríamos en condiciones de soportar otra tormenta. Yo me encuentro demasiado flaco y muy débil, ya que casi no he comido; prefiero reservar mis raciones para la tripulación. El hambre hace que la gente esté irritable y aparezcan aquí y allá conatos de discusiones. Ya no puedo ocultar que los víveres están escaseando; lo más preocupante es el agua: queda para muy pocos días. Apenas tengo ánimo para escribir.

Zopilote 5

Mis esperanzas empiezan a agotarse junto con las provisiones. El plazo que estimaba para tocar tierra se aproxima, inexorable, y nada indica que la haya cerca. Tres hombres han caído enfermos y temo por sus vidas. Maoni, mi fiel y querido Maoni, hace varios días que no come para que no le falte a nuestra tripulación. Si no ha habido un nuevo motín, es porque los potenciales rebeldes no tienen fuerzas para sublevarse.

Temblor 6

Mi querida Ixaya, es el fin. Ya no queda nada, ni agua ni alimentos. Los hombres están exhaustos y los enfermos, agonizantes. Soy el único culpable de esta tragedia. Quizá debí permitir que me entregaran en sacrificio.

Pedernal 7

Hoy, mientras estaba echado boca arriba esperando la muerte, he visto un pájaro que sobrevolaba la nave. Era un atotl. Tardé en comprender la importancia del hallazgo. Señalé hacia el cielo con mis últimas fuerzas y los que estaban tendidos junto a mí siguieron con la mirada la dirección de mi índice. Uno de mis hombres se incorporó y descubrió que cerca de la nave había algunas hierbas flotando. Eran indudables señales de tierra. Uno de los hombres, que hasta entonces parecía exánime, se levantó de un salto y, velozmente, trepó al mástil; con un brazo se sujetaba del palo y con la mano del otro se echaba sombra sobre los ojos para ver sobre la excesiva claridad. Giró su cabeza hacia uno y otro lado y, entonces, con la mirada puesta en el Este, gritó con todas sus fuerzas la palabra anhelada: "¡Tierra!"

Todos nos levantamos como si acabáramos de resucitar.

TRES

1 El ídolo en la cruz

El diario de viaje de Quetza se interrumpió desde su llegada a las nuevas tierras. A partir de entonces ya no escribía todos los días, sino cuando las circunstancias se lo permitían. La mayor parte de las crónicas de sus avatares en el continente nuevo surge de recuerdos muy posteriores a su hazaña y de los relatos de los acompañantes que sobrevivieron a la gesta.

Cuando los tripulantes, exhaustos algunos, moribundos otros, después de navegar durante unas setenta jornadas, divisaron por fin una franja irregular de color incierto sobre el horizonte, recobraron la llama vital que, por entonces, era apenas un rescoldo £ punto de extinguirse. Eran demasiados los indicios de la proximidad de tierra firme para que pudiera tratarse de una falsa percepción. Las gaviotas sobrevolando el barco y los juncos cada vez más abundantes flotando sobre el agua, eran señales indudables. Y a medida que se acercaban a esa franja que se ofrecía hospitalaria hacia el Levante, podían distinguir el generoso verdor de la vegetación. El aroma de la tierra húmeda y el de los bosques pronto se hizo perceptible. Una columna de humo grisáceo oliente a carne asada se elevaba hasta el cielo. Todos se llenaron los pulmones con aquel perfume que se presentaba como una promesa. Navegaron paralelos a la costa, hasta que encontraron una suerte de muro natural de rocas, donde podían fondear y alcanzar tierra sin siquiera tener que nadar. El primero en pisar suelo fue Quetza. Puso una rodilla en tierra y con los brazos abiertos agradeció a Quetzalcóatl. Nadie nunca había llegado tan lejos.

Quetza ordenó que todos vistieran sus ropas de guerra. Así, ataviados con sus pecheras, los brazaletes que protegían sus antebrazos, las máscaras con forma de animal que les guarecía rostro y cabeza y, empuñando sus negras espadas, avanzaron a través de una pradera. A poco de andar descubrieron un rebaño de ovejas pastando. Tal era el hambre que, todos a una vez, se arrojaron sobre una de ellas y, en el instante, la carnearon con el filo de la piedra de obsidiana. Estaban realmente famélicos; tanto que ni siquiera encendieron fuego para cocinarla: la comieron todavía palpitante. Tan embriagados estaban con aquella carne tibia, que no vieron al pastor que permanecía sentado sobre una mata de forraje, observando aterrado el espectáculo. Era un jovencito que no podía dejar de temblar como una hoja mientras veía cómo aquellos hombres de piel cobriza, con cabeza de felinos, cubiertos con petos y armados con espadas, devoraban crudo su ganado. Se incorporó despacio apoyándose sobre su cayado y, en el momento en que estaba por huir despavorido, fue descubierto por los visitantes. Quetza, eufórico al ver que en las nuevas tierras existían hombres, le hizo una seña con el brazo y quiso alcanzarlo para presentarse. Por un instante se quedaron contemplándose el uno al otro. Tenían la misma edad e idéntica sorpresa. Quetza se detuvo en la piel blanca y en el pelo, tan extraño, repleto de rizos claros. Pese al palo que sostenía en la mano, parecía inofensivo. El capitán mexica comenzó a decir en su lengua: "Me llamo Quetza. Vengo en nombre de mi rey, el emperador de Tenochti-tlan. Desde ahora eres su subdito…" Pero antes de que pudiera terminar la frase, el muchacho se lanzó a correr tan rápido como podía hasta desaparecer en el fondo del camino. Quetza ordenó a su gente avanzar en la misma dirección que el chico con el propósito de hacerle entender que no tenía motivos para temer.

Pronto dieron con un angosto sendero y, de inmediato, vieron una casa muy precaria, semejante a las chozas más pobres de las afueras de Tenochtitlan. Hacia allá fueron para presentarse ante los pobladores. Los moradores de la casa, un matrimonio dé campesinos, no bien los vieron aparecerse con sus atavíos de guerra y ahora ungidos con la sangre de la oveja que acababan de devorar, avanzando en formación marcial hacia ellos, huyeron a toda carrera igual que el pastor. Más tarde Quetza apuntaría: "Los nativos de estas tierras son gentes muy cobardes que escapan ante nuestra sola pre-■ sencia. Nunca pensé que podríamos entrar sin encontrar resistencia alguna. Tan temerosos son, que aún no me imagino cómo establecer contacto con ellos. No bien nos ven, huyen como liebres". Y con ese nombre bautizó Quetza aquellas primeras tierras habitadas por gentes blancas y asustadizas: Tochtlan, que significaba "el lugar de los conejos".