Tapazolli opuso que había que matar al pequeño de todos modos, ya que era huérfano, efectivamente estaba enfermo y de todas formas iba a morir.
– Entonces eres tú el que pide clemencia -le dijo el rey al sacerdote.
Era inadmisible anteponer la piedad humana a las voluntades divinas. Había que ofrendar a los mejores, no a los desahuciados. Axayácatl ordenó que liberaran al niño. El sacerdote bajó la cabeza e igual que la muchedumbre agolpada al pie de la pirámide, guardó silencio. Tapazolli nunca iba a olvidar aquella humillación pública. Ya habría tiempo para cobrarse esa deuda.
No era la primera vez que el viejo Tepec lograba salvar una vida; ya otras veces había conseguido disuadir a los sacerdotes con distintos ardides. Pero nunca había tenido que llegar a interceder ante el mismísimo monarca para devolver un niño a sus padres. Sólo que esta vez no había a quien restituirlo, ya que el pequeño era huérfano. El rey, considerando esta situación, llamó aparte al anciano y, señalando al niño, le dijo:
– Es cierto; es poca cosa para ofrendar a los dioses. Pero lo que resulta poco para los dioses, puede ser mucho para los hombres. Viejo terco… -murmuró el soberano.
Tepec sonrió ante el afectuoso reto del monarca. Pero la sonrisa se le trasformó en una mueca de espanto cuando Axayácatl completó la frase:
– … a partir de ahora te harás cargo del niño.
3 La calle de los herbolarios
El viejo Tepec maldecía su suerte. Sentado en la poltrona de su casa, contemplaba al niño que lloraba sin parar mientras se revolcaba en el suelo. Se preguntaba cómo se le había ocurrido semejante idea. Tenía la edad en que los hombres sólo aspiran a la tranquilidad, y ahora debía empezar todo de nuevo. Ya había criado dos hijos y no parecía dispuesto a pasar otra vez por eso. Con el único propósito de dejar de oír esos berridos, alzó al niño y consiguió que se distrajera con los collares que adornaban su pecho; las numerosas cuentas con las que jugaba el pequeño como si fuesen una sonaja, indicaban que su dueño era un hombre de casta superior y un funcionario con grado de ministro. El sonido de las piedras y las cuentas de oro chocando entre sí, hacía que el niño se calmara por breves momentos. Pero al rato se retorcía dando unos alaridos agudos y estridentes, lo cual, en cierto modo, resultaba una buena señal para el viejo, ya que era la prueba de que, al menos, los pulmones funcionaban bien. Sin embargo, el vientre estaba muy hinchado y contrastaba con la extrema flacura del resto del cuerpo. No había hueso que no se hiciera notar detrás de la piel que, ciertamente, estaba bastante irritada. Tepec palpó aquel abdomen inflamado y comprobó que estaba lleno de parásitos. No sin fastidio, envolvió al pequeño en una red de cáñamo, se lo colgó por delante del pecho y salió de la casa. Si se apuraba, todavía podía llegar a conseguir algunas medicinas antes de que oscureciera.
El anciano vivía en el barrio de Mollonco Itlillan, un cal-pulli al Sudoeste del Gran Templo, habitado por la nobleza mexica más rancia. La mayor parte de las construcciones eran palacetes que surgían desde los canales y jardines floridos que perfumaban el aire. La casa de Tepec era amplia y sólida, estaba hecha de piedra, cantería y madera. Contaba con cinco aposentamientos y un gran jardín flotante sobre el canal, con un embarcadero en el que amarraban varias canoas. Tenía por servidumbre siete esclavos, tres hombres y cuatro mujeres, que eran casi tan viejos como él y, de hecho, eran su familia. Había tenido dos esposas y, a lo largo de su vida, cerca de cuarenta concubinas, aunque ya no conservaba ninguna. Había enviudado dos veces, con cada esposa tuvo un hijo varón, aunque prefería no recordar esa parte de su vida: sus dos hijos habían muerto.
Hacía muchísimos años que no cargaba un niño en brazos y al principio sintió pánico, como si temiera que la criatura fuera a desarmarse o que se le resbalara de las manos. Pero cuando la tuvo afirmada en la red por delante del pecho, pudo sentir el pequeño corazón latiendo y el suyo se conmovió. Quiso evitar un recuerdo, pero no pudo. Un nudo le cerró la garganta.
Desde su casa, Tepec podía ir hasta el mercado a pie por una de las avenidas pero, dado el apuro, resultaba más rápido ir en la canoa. Era una eminencia y todo el mundo lo conocía. La noticia de que el viejo debió hacerse cargo del niño por abrir la boca cuando no debía, había corrido velozmente. Su cargo público obligaba a los demás a inclinar la cabeza a su paso, sin que pudiesen mirarlo a los ojos. Sin embargo, a medida que avanzaba por los canales llevando al crío colgado como si fuese una madre, provocaba risas socarronas. El anciano podía escuchar los comentarios, pero seguía con la vista al frente simulando no darse por enterado. Por fin amarró en uno de los tantos muelles del mercado y apuró el paso hasta la calle de los herbolarios.
En el mercado nada estaba librado al azar: cada rubro tenía su propia calle. Pese a la inmensidad de la plaza por la que a diario pasaban decenas de miles de almas, era imposible perderse. Cualquier cosa, por más rara que fuese, podía hallarse rápidamente. Tepec descendió de la canoa y atravesó la calle de los peluqueros, donde los hombres se hacían lavar la cabeza, se rapaban o mandaban hacerse complejos arreglos en el pelo. Más allá estaba la calle donde se sucedían los comedores en los que servían toda clase de platos, fríos y calientes, carnes y pescados. Por esa hora, la gente se reunía también a beber, cosa que no estaba permitida, de modo que debían hacerlo de forma más o menos clandestina. El viejo apuró el paso, cruzó la calle de las telas y la de la loza, pasó por los ruidosos corrales donde se exhibían los pájaros y, por fin, llegó hasta la calle de los herbolarios: de un lado estaban las tiendas que vendían las hojas, raíces y hierbas sueltas; enfrente se ofrecían los preparados, tales como ungüentos, emplastos, lociones, bálsamos y pociones. El anciano entró en una de estas últimas y saludó con afecto al dueño de casa, un viejo casi ciego que se movía, sin embargo, sin ninguna dificultad. El herbolario examinó al pequeño con sus manos y, al llegar al vientre, no pudo evitar un gesto de preocupación. Palpó cada ápice de ese abdomen inflamado y luego colocó al niño en tal posición que consiguió que regurgitara un líquido amarillento/Olió profundamente aquel fluido viscoso y hediondo y, por fin, dio su veredicto:
– No creo que vaya a vivir -dijo terminante. El viejo, con una cara impertérrita, reclamó:
– Tiene que haber un remedio.
El herbolario guardó silencio y le extendió a su antiguo cliente una redoma alargada que contenía una pócima y un atado de ramas muy delgadas de ahuejote. Luego le explicó cómo debía administrar el remedio. Tepec supo que no iba a poder dormir durante los próximos tres días: debía encender una de aquellas pajuelas dejando que el ambiente se ahumara; una vez consumida, tenía que darle de beber un sorbo de la medicina al niño, de inmediato encender otra ramita y repetir la toma al volver a quemarse por completo. Eso debería hacer durante los próximos tres días con sus noches. El viejo ignoraba si el humo tenía alguna utilidad terapéutica o si sólo indicaba la continuidad y frecuencia de la toma de la pócima; sea como fuere, cada día se consumían cerca de veinticuatro ramas. Tepec pagó con una bolsita llena de polvo de oro y al día siguiente le haría llegar tres sacas de cacao.
Antes de que el viejo saliera de la tienda con el niño, el herbolario repitió:
– No creo que vaya a vivir.