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Algo que también llamó la atención de la avanzada mélica, era el formidable conocimiento de los nativos en materia de navegación; durante su breve recorrida por la ciudad habían estado en el puerto. Quetza no cabía en su admiración al ver los enormes barcos que entraban y salían de las ensenadas y la destreza de los marineros para maniobrar aquellos monstruos de madera. Los velámenes, monumentales, se desplegaban con una rapidez sorprendente; veían cómo los marinos arrojaban cuerdas aquí y allá con tanta precisión que podían amarrar sin siquiera bajar a tierra. La comitiva mexica miraba todo con ojos no ya extranjeros, sino extraviados: se sentían perdidos en aquel mundo nuevo y desconocido. Observaban a esos hombres rústicos, brutales, que hablaban a los gritos, que se emborrachaban y peleaban entre sí a punta de cuchillo por cualquier nimiedad como si pertenecieran a una especie distinta. Nunca, ni siquiera los mexicas que salieron de la prisión, habían visto gentes tan poco educadas. Fue en ese instante, en el puerto, cuando Quetza tuvo una revelación: considerando la superioridad naval de los nativos, se dijo que si ellos no procedían con premura, no tardaría en llegar el día en que esos salvajes alcanzaran el otro lado del océano con sus inmensas naves. Entonces sería el fin de Tenochtitlan. La necesidad de conquistar aquellas tierras no nacía del afán de expansión, sino, más bien, para evitar que, en un futuro próximo, sus tierras fuesen tomadas por asalto.

3 La flecha de fuego

A la mañana siguiente, sin haber podido pegar un ojo durante la noche, Quetza le expuso sus planes a Maoni: dado que no había posibilidades materiales de construir un nuevo barco para cargar en él caballos y cuantas cosas pudieran enseñarle al tlatoani, ya que no tenían herramientas adecuadas ni un sitio donde trabajar secretamente, debían apoderarse de un barco nativo. Sin dudas era una tartü arriesgada, aunque mucho menos peligrosa que intentar construir una nave en aquellas condiciones. Tenían dos alternativas: la primera, llegarse hasta el puerto y, subrepticiamente, robar un barco fondeado, cuyos tripulantes se hallaran en tierra; la segunda, hacerse mar adentro y, lejos de cualquier testigo, interceptar una nave pequeña y lanzarse al abordaje por asalto. Quetza y Maoni analizaron detenidamente ambas posibilidades: la primera, a simple vista, parecía la más fácil; sin embargo, presentaba serias dificultades: el puerto estaba atestado de gente, de barcos que entraban y salían, había demasiados testigos eventuales; en caso de ser descubiertos, serían rápidamente alcanzados antes de que pudiesen escapar. La segunda alternativa, pese a que parecía más compleja y, ciertamente, más cruenta, ya que implicaba una lucha franca, cuerpo a cuerpo, presentaba menos problemas. Las huestes mexicas, enfrentadas a igual número de nativos, tenían mayores posibilidades de resultar victoriosas en un combate: todos ellos tenían, en mayor o menor grado, una formación militar, espadas de obsidiana superiores a las de acero que usaban los aborígenes, arcos, flechas y lanzas, que les permitían atacar con mucha precisión a la distancia.

El plan general era sencillo: capturar un barco, cargar en él los elementos más importantes que habían descubierto, hacer una breve travesía de reconocimiento sin ser sorprendidos por los nativos, establecer mapas, trazar rutas de navegación y volver a Tenochtitlan con ambas naves. Una vez ano-ticiados, el tlatoani y la alta oflcialidad del ejército mexica concebirían el plan de conquista. Entonces volverían con centenares de barcos y miles de hombres armados, preparados para un largo combate. Así, provistos de caballos y carros, vencerían a los nativos con sus propias armas.

A una distancia prudencial de la costa y cerca de la ruta que conducía hacia el puerto, Quetza y sus hombres esperaban que se acercara un barco de pequeño porte para tomarlo por asalto. Hacia el mediodía, desde el horizonte vieron aparecer la silueta de una nave. Entonces el joven capitán dio la orden de desplegar las velas y remar a su encuentro a toda velocidad. Estaba ya dispuesto el plan de abordaje cuando, desde el Poniente, se hizo visible un segundo barco. En ese momento los tripulantes de la reducida armada mexica se percataron de dos cosas a una vez: que la embarcación que habían avistado primero no era precisamente pequeña, tal como aparentaba a la distancia, y que la segunda nave era aun mayor. Por añadidura, parecían constituir ambas una misma escuadra. El número de marineros de las dos naves multiplicaba por mucho a las huestes de Tenochtitlan. Pero ahora estaban demasiado próximos para abortar la maniobra: habían sido descubiertos por los nativos. Quetza comprobó que aquella flota no sólo había visto su barco, sino que acababa de poner proa hacia él, acercándose con decisión. Sin embargo, el capitán mexica y su segundo no iban a rendirse sin pelear: ordenaron a todos preparar arcos y flechas. En el mismo momento en que iba a dar la orden de atacar, vieron un destello intenso como un.jlámpago sobre el casco de uno de los barcos y escucharon una explosión semejante a un trueno. De inmediato percibieron un zumbido sobre sus cabezas y, al instante, vieron algo que caía en el mar haciendo brotar columnas de agua; la nave se sacudió como por efecto de un torbellino. Quetza, aún sin saber de qué se trataba, no tardó en comprender que estaban ante la presencia del arma más letal que jamás hubiesen podido imaginar. Si aquella cosa lanzada con fuego y estruendo hubiera caído sobre su nave, sin dudas habría quedado reducida a un puñado de astillas. Entonces, considerando la superioridad numérica y armamentística, Quetza ordenó bajar las armas: era, otra vez, la hora de la diplomacia.

Cuando la nave mayor estuvo más cerca, la armada mexica pudo ver que el lugar en el cual se había originado la explosión era una suerte de tubo, en cuyo extremo había una boca desde la cual todavía surgía humo. Sobre la cubierta, cerca de la proa, Quetza distinguió a quien parecía capitanear la nave: era un hombre que llevaba un sombrero que lo distinguía de los demás y estaba observándolo a través de un adminículo semejante a una caña corta. Quetza vio con asombro que el capitán, lejos de mostrar una actitud belicosa, le hacía señas amistosas saludándolo con la mano. También el otro barco se acercó y ambos lo condujeron afablemente hacia el puerto. Quetza no tenía otra alternativa que ir tras ellos, aunque temía que al desembarcar y ser descubiertos como extranjeros, fuesen inmediatamente ofrendados a Cristo Rey, Dios de los Sacrificios de aquellos nativos.

4 El juego de los disfraces verdaderos

Aquel recibimiento inicial, lleno de fuego y estruendo, había sido una salva de bienvenida. Una vez en tierra, Quet-za y sus hombres fueron acogidos con la mayor ceremonia. La reducida armada mexica avanzaba a lo largo de una explanada que le había sido especialmente dispuesta. Caminaban entre dos hileras nutridas de hombres que se deshacían en saludos y reverencias. Mal podían Quetza y Maoni disimular la sorpresa, aunque intentaban devolver los saludos con naturalidad. Era como si aquella recepción estuviese largamente planificada. Al final de la explanada los esperaban las autoridades de la ciudad. De hecho, Quetza pudo reconocer a los sacerdotes que, el día anterior, presidían la ceremonia de los sacrificios. Tal vez, tanta bienvenida no era sino el prólogo de la despedida para aquellos que iban a ser ofrendados a Cristo Rey. También en Tenochtitlan se agasajaba a los mancebos antes de entregarlos a Huitzilopotchtli. Cuando finalmente estuvieron frente a quien parecía ser el cacique de aquellos nativos, la autoridad puso en manos de Quetza una suerte de plato dorado con piedras preciosas engarzadas alrededor de la omnipresente figura de la cruz Quetza agradeció inclinando la cabeza y, de inmediato, mandó a uno de sus hombres a buscar un saco de cacao y unas piezas de obsidiana. Consideró que era un regalo modesto en comparación con el que acababa de recibir, pero no tenía otra cosa. Sin embargo, cuando entregó el obsequio, vio que los ojos de los nativos brillaban con la luz del asombro, como si jamás hubiesen visto un vulgar grano de cacao o una piedra de obsidiana. Entonces, el cacique habló mirando a los ojos de Quetza. Desde luego, la avanzada mexica no entendió una palabra. Pero detrás del hombre surgió un pequeño personaje que presentaba rasgos semejantes a los suyos: la piel cobriza, los ojos rasgados y una complexión física parecida, aunque su nariz era notoriamente pequeña. Cuando el hombre blanco hizo una pausa, le cedió la palabra al otro para que tradujera; Quetza no podía explicarse cómo alguien podía conocer su lengua, a menos que otros mexicas hubiesen estado allí antes que él. Sin embargo, cuando el hombre pequeño habló, lo hizo en un idioma también indescifrable para mexicas y huastecas. Quetza de pronto comprendió todo: era evidente que aquella recepción no era para ellos, las autoridades estaban esperando a otra delegación extranjera, la cual, sin dudas, hablaba el idioma del lenguaraz.