Por una parte resultaba éste un hecho auspicioso, ya que, al menos por el momento, estaban a salvo. Por otro lado, era imperioso para Quetza mantener en secreto el lugar del cual provenían, si quería evitar la invasión por parte de aquellos nativos. Pero cuánto tiempo podía durar la farsa si ni siquiera sabía de qué país era la delegación que esperaban los aborígenes. Sin embargo, resultaba claro que alguna cosa en común deberían tener con aquéllos, al punto que los habían confundido. Tal vez estuviesen esperando a los lejanos parientes de los mexicas, los habitantes de Aztlan. La existencia de las míticas tierras del origen volvían a ser para Quetza una esperanza.
El lenguaraz, al comprobar que los musitantes no entendían sus palabras, habló en otro idioma; pero resultó un intentó tan vano como el anterior. Ei pequeño hombre que asistía al cacique trató de comunicarse sin éxito en media docena de lenguas. Quetza y Maoni notaron que el caci que se impacientaba con su intérprete, como si él fuese el responsable de que la comitiva no pudiese comprender.
Después de un largo intercambio de gestos, monosílabos y dibujos sobre un papel, Quetza entendió que estaban siendo confundidos con viajantes que venían desde el Oriente. El joven jefe mexic;\ desde luego, no contradijo esta certidumbre de los aborígenes; al contrario,'señalaba con su índice hacia el Levante para indicar su procedencia. Y, sin proponérselo, decía la verdad, ya que sabía que si se iba muy al Occidente se llegaba al Oriente y viceversa. El mundo, se dijo Quetza, era más extenso de lo que imaginaba. Creyó entender que el cacique le preguntaba cuál era el nombre de su patria, de qué tierras provenían; entonces Quetza contestó sin dudarlo:
– Aztlan -dijo.
Y no mentía.
5 Los dignatarios de la nada
De pronto, Quetza y sus hombres eran tratados por los nativos a cuerpo de rey. Como si fuesen verdaderos príncipes, aquellos ladrones mexicas que habían sido sacados de las cárceles, aquel grupo de desterrados, ahora era conducido por una guardia de honor. Los huastecas, pobres hasta la miseria, sojuzgados y masacrados, eran agasajados como dignatarios. Después de haber sido soltados a la buena de Dios, luego de haber navegado durante setenta jornadas terribles, habiendo sobrevivido a las peores tempestades, a los motines y al hambre, ahora todo era homenajes, lujos y buena vida. La pequeña armada mexica fue alojada en un palacete cercano al del cacique y le fueron ofrecidos toda clase de manjares y cortejos.
Quetza no ignoraba que nada era gratis en este mundo, ni aunque fuese otro y pareciera nuevo, que en algún momento todo se pagaba, que cuanto mayor era la lisonja, más alto era el precio. Ni siquiera a los dioses se les hacía una ofrenda sin esperar algo a cambio. Pero aún no sabía qué esperaba el cacique de ellos. Y necesitaba saberlo cuanto antes.
En el curso de esos primeros días en el Nuevo Mundo, supo Quetza que aquellas tierras que él había bautizado como Tochtlan, eran nombradas por los nativos con una breve palabra, Huelva, y pertenecían a un reino llamado Sevilla. Su llatoani había conseguido liberar a su pueblo del largo yugo de unos invasores venidos del Oriente Medio: los moros. También pudo saber Quetza que, más al Levante todavía, existían otros pueblos y que los reinos peninsulares que él había descubierto tenían relaciones comerciales con los orientales desde hacía mucho tiempo, especialmente con unos reinos llamados Cipango, Catay, la India y las Islas Molucas. Las finas telas que vestían los reyes, los tapices que decoraban sus palacios, las perlas que lucían las mujeres de la nobleza, las porcelanas donde bebían las infusiones, las mismas hojas con las que hacían estas tisanas, los perfumes, las delicadas especias con las que condimentaban sus banquetes, provenían del Oriente. Por otra parte, supo Quetza que, así como en Tenochtitlan los mexicas usaban el polvo de oro y los granos de cacao como medio de pago, en estas tierras las gentes acuñaban el oro y la plata en forma de pequeños discos para cambiarlos por productos. Pero sucedía que los yacimientos de estos metales se estaban consumiendo; y como en Oriente los había en abundancia, buscaban estos nativos fortalecer los lazos comerciales con aquéllos. Pero, a consecuencia de los largos e intensos combates con los moros, las rutas hacia las Indias estaban bloqueadas por las huestes provenientes del Oriente Medio. Y aquellos comerciantes que conseguían pasar, debían pagar altísimos peajes, impuestos y tributos.
Con el curso de los días, Quetza y Maoni empezaban a entenderse con algunos de los nativos. Dado que éstos estaban convencidos de que la pequeña avanzada era una comitiva procedente de uno de los reinos orientales, los mexicas no hicieron nada por disuadirlos de esa creencia y, por el contrario, la alimentaban. Cuando Quetza dijo que el nombre de su patria era Aztlan, los aborígenes entendieron Xian Sian. Y, en rigor, fue lo que quisieron escuchar, ya que estas tierras pertenecientes a Catay eran riquísimas en oro, plata y especias, según constaba en las crónicas de los viajeros florentinos. Eso explicaba el trato privilegiado que recibían por parte de los nativos: era evidente que querían establecer nexos comerciales con aquellos presuntos dignatarios del Oriente. Y descubrió Quetza que no estaban esperando especialmente una determinada comitiva venida desde el Levante, sino que su llegada coincidió con sus esperanzas: al ver aparecer una nave presidida por un mascarón semejante a un dragón emplumado y unos marinos de piel amarillenta y ojos rasgados, pensaron que era aquél un hecho auspicioso, tal vez el inicio de unas fluidas relaciones comerciales. Quetza notó algo que, en rigor, saltaba a la vista: aquellos nativos estaban hambrientos de oro y plata.
También descubrió el joven jefe mexica que los aborígenes tenían un serio problema: hablaban más de lo que escuchaban, hecho este que Quetza supo aprovechar tomando atenta nota cada vez que hablaban y simulando no entender toda vez que le hacían una pregunta. Así, se enteró de que las vías a Oriente eran el centro de una vieja disputa con un reino vecino llamado Portugal. Intentando hallar nuevas rutas hacia el Este, unos y otros se disputaban mapas, cartas de navegación y crónicas de viajeros que les permitieran el acceso a las enormes riquezas de las Indiaj^sorteando el bloqueo de los moros y el peligro de los otrora indómitos mongoles.
Ahora bien, se preguntaban Quetza y Maoni: siendo aquél un pueblo que contaba con animales de combate y armas que, con gran estruendo, disparaban bolas de fuego, por qué no se había lanzado a la conquista de las riquezas orientales por la fuerza, tal como lo hacían los emperadores de Tenochtitlan sobre los ricos territorios del valle. Mientras aprendía rápidamente algunos rudimentos del idioma Se los nativos, a la vez que disfrutaba de su hospitalidad, Quetza indagaba más y más sobre el poderío militar de sus anfitriones. Así, supo que esos hombre blancos, por mucho que lo intentaron, jamás pudieron conquistar a los pueblos orientales bajo la advocación de su Dios, Cristo Rey. Los estados del Levante, que tenían una tradición milenaria y una cultura mucho más vasta y avanzada, supieron resistir todos los embates. Pero era evidente el afán expansivo de los hombres blancos. Entonces supo Quetza que no sólo debía mantener en secreto la existencia de Tenochtitlan, sino, sobre todo, de la ruta que unía ambos continentes. Su tierra era, acaso, más rica en oro, plata y especias que las Indias y el camino hacia ella era menos tortuoso que el que implicaba evadir el bloqueo moro. Era sólo una cuestión de tiempo que la codicia de los nativos les hiciera encontrar la ruta hacia los dominios mexicas. Pero Quetza contaba con dos ventajas: por una parte, él había llegado antes a las tierras de los nativos; por otra, los salvajes aún ignoraban que la Tierra era una esfera. De modo que si quería ganar tiempo para evitar una invasión inminente, debía asegurarse de asestar el primer golpe.