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6 El triángulo de oro

Fue durante su estancia en Huelva cuando Quetza conoció a Carmen. Durante el día, el joven jefe de los mexicas dedicaba sus recuerdos y añoranzas a Ixaya. La evocación de sus ojos grises y redondos, su pelo negro y su voz dulce, hacían que el corazón de Quetza se llenara de nostalgia. Pero durante las noches, antes dormirse, lo asaltaba el recuerdo de la muchacha ciguaya que, entregada por el cacique, le había hecho conocer las delicias carnales del cocomordán; entonces su cuerpo se estremecía y se dormía pensando en aquellos pezones oscuros y sus labios inferiores, tan silenciosos como sabios y hospitalarios. Estos pensamientos, a diferencia de los que albergaban los nativos, no entraban en conflicto: Quetza soñaba con el día del regreso; entonces tomaría a Ixaya como esposa y volvería a la islas de Quisqueya a buscar dos o tres mujeres para hacerlas sus concubinas. El capitán menea no alcanzaba a comprender por qué los nativos sólo podían tomar una sola mujer como esposa y ninguna concubina, aunque luego pagaran con monedas de oro para cohabitar con otras mujeres a espaldas de sus esposas. Quetza notó que la mentira tenía la fuerza de una institución entre los aborígenes blancos: tan aceptada estaba que apenas si la diferenciaban de la verdad. El engaño no se limitaba al matrimonio: mentía el gobernante y también el subdito, se mentían los amigos, mentía el monje y el fiel; hasta al propio Cristo Rey y a todos los otros dioses llamados santos, ángeles o demonios se les mentía.

Entre ¡os agasajos que a diario le brindaban a la presunta comitiva oriental, un día, antes del anochecer, se hizo presente una mujer que venía a ofrecerles "cualquier cosa que quisieran". Quetza, Maoni y sus hombres supieron de inmediato en qué consistía el convite; comprendieron que el trato que les dispensaban no era diferente del que recibían los mancebos antes de ser sacrificados, agasajos que incluían, desde luego, fiestas con jóvenes doncellas. Sin embargo, la mujer, lejos de parecer una joven virgen, tenía el aspecto de haber perdido la virtud hacía tanto tiempo, que se diría que ya ni siquiera recordaba dónde podía haberla dejado. De hecho, las mujeres blancas resultaban poco atractivas a los mexicas; pero aquella "gentileza" lindaba con la falta de respeto, era un atropello al protocolo. Viendo la cara de espanto de los visitantes, la mujer comprendió al instante el malentendido, de modo que, de inmediato, hizo sonar una campanilla y, entonces sí, entró en el salón un grupo de mujeres jóvenes y hermosas. Para que los convidados estuviesen a gusto y no añoraran las delicias de sus tierras, el cacique blanco les había enviado una decena de doncellas traídas especialmente desde Cipango. Claro que lo de "doncellas" era un eufemismo.

Así como en Tenochtitlan la prostitución estaba firmemente legislada, también lo estaba en el Nuevo Mundo. En ambos casos la actividad de las prostitutas no solamente era legal, sino que dependía de las autoridades religiosas. En la capital de los mexicas existía la prostitución ritual, destinada a sacerdotes y guerreros, y era llevada a cabo por sacerdotisas que recibían un pago por sus servicios. Pero también podían acudir a las casas de las ahuianis los hombres solteros sin cargo militar ni religioso. Las prostitutas mexicas, siempre adornadas con piedras, plumas y pintadas de colores estridentes, tenían la protección de la diosa Xochiquétzal. Ellas conocían secretas fórmulas para preparar afrodisíacos y dominaban distintas técnicas para despertar el apetito sexual, incluso en hombres muy ancianos. Antes de partir a la guerra, los soldados debían hacer uso de las prostitutas. Por su parte, los clientes debían encomendarse a Tlazoltéotl, Diosa de la Voluptuosidad, para poder tener un desempeño, cuanto menos, decoroso.

Supo Quetza que en el Nuevo Mundo las cosas no eran muy diferentes. La prostitución estaba legislada en el reino de Sevilla por las Ordenanzas de Mancebías. Las mancebías, o puterías, como las llamaba el pueblo, estaban regidas por un "padre" y supervisadas por la autoridad eclesiástica. Debían cumplir con una reglamentación semejante a la que regía en Tenochtitlan. Las prostitutas tenían que residir y ejercer exclusivamente en la Mancebía y sólo podían acudir a ella hombres solteros. Estaba prohibido establecer tabernas y jugar juegos de azar dentro de la putería. Las pupilas no podían trabajar los días de fiestas de guardar. El "padre" podía contratar a un hombre armado que vigilase la puerta.

En cuanto a las prostitutas, antes de ser admitidas por la Mancebía debían comparecer ante una comisión comunal; podían ser aceptadas una vez comprobado el cumplimiento de toda la requisitoria. Las condiciones eran: que no fuesen naturales de Sevilla ni tuviesen familia en la ciudad; que no estuviesen casadas ni fuesen negras o mulatas. Una vez incorporadas a las puterías tenían que observar una conducta rigurosa: no ejercer su oficio fuera de la Mancebía; acudir a misa en pos de la salvación de sus almas y llevar, siempre que saliesen por las calles, mantillas amarillas sobre las sayas.

Claro que en los dominios de los hombres blancos las normas parecían estar hechas para ser transgredidas; en el Nuevo Mundo no existía la prostitución ritual; de hecho, los sacerdotes tenían prohibido cohabitar con las rameras y, en rigor, con cualquier otra mujer. Sin embargo, era sabido que, durante las supervisiones, los religiosos no sólo constataban el orden del interior del local; tan escrupulosos eran con su trabajo que, por lo general, también verificaban el interior de las propias pupilas. Y aunque las ordenanzas establecían claramente que las mujeres no podían ejercer fuera de la Mancebía, en casos excepcionales, sobre todo cuando se quería evitar que algún alto dignatario fuese visto entrando al lupanar, las pupilas podían molestarse hacia algún sitio neutral. Y así habían hecho en el caso de la pequeña comitiva extranjera.

Quetza y sus hombres comprobaron con entusiasmo que las doncellas eran verdaderamente hermosas. Ignoraban, sin embargo, cuan exóticas resultaban esas mujeres de piel amarilla y ojos rasgados. No había sido tarea fácil para el cacique blanco conseguir aquellas bellezas orientales; sin dudas, era una muestra del empeño que ponían los nativos para congraciarse con los visitantes.

El primero en elegir mujer, como correspondía al orden jerárquico, fue Quetza. Y no sabía cuánto se equivocaba al extender su índice seguro. Eligió a la muchacha cuya figura había cautivado la mirada de todos los hombres: era la más alta y espigada, tenía unos ojos almendrados y misteriosos. Ignoraba el joven capitán el error que estaba cometiendo al escoger a esa mujer de apariencia aniñada pese a su estatura. No sabía lo que hacía cuando, encandilado por ese pelo tan negro como la obsidiana y esa sonrisa luminosa, la separó del grupo. Ignoraba que a partir de ese momento nunca más iba a olvidar a esa mujer.

7 Siete deseos

Supo Quetza que Carmen era el nombre con que habían re bautizado en la Mancebía a esa mujer que tenía la piel del color del azafrán. Pero su verdadero nombre era Keiko. Por alguna extraña razón, aquellos hombres blancos no toleraban los nombres ajenos a su lengua y se veían en la obligación de encontrar un equivalente que les resultara familiar. Incluso, Quetza notaba no sin cierta gracia que a él lo llamaban César y a su segundo, Maoni, Manuel. Los nativos encontraban que Carmen se adecuaba a Keiko, nombre que en su tierra, Cipango, significaba "respeto". Y eso fue, exactamente, lo que cautivó al joven jefe de los mexicas. Keiko no parecía proceder como una prostituta, sino como un ángel dispuesto a concederle todo lo que él le pidiera. La niña de Cipango y el joven jefe mexica hablaban con dificultades el idioma de Castilla. Pero se comprendían como si se conocieran desde siempre. Ni siquiera hizo falta que Quetza le rogara que no revelara su secreto. Keiko, según le había adelantado el padre de la Mancebía, esperaba encontrarse con un grupo de asiáticos. Pero no bien los vio, supo que no eran de Cipango ni de Catay ni de las Indias Mayores o las Menores. Keiko advirtió que ni su lengua ni su escritura pertenecían a ninguno de los mundos conocidos. Ell^ venía del confín oriental del mundo y en su tortuoso viaje hacia el mar Mediterráneo había conocido innumerables reinos. Por otra parte, su trabajo en una ciudad portuaria como Huelva la obligaba a conocer toda clase de gente y de cuantas nacionalidades existían. Ignoraba por qué razón mentía Quetza, pero jamás le pidió explicaciones. La única certeza que tenían ambos era que, desde el momento en que se conocieron, nunca más iban a poder separarse. Mientras el resto de la tripulación saciaba su largo apetito carnal luego de tanto tiempo sin ver mujer alguna, Quetza y Keiko se contemplaban en silencio como si así se aferraran a una patria que les era común: la añoranza.