Sin embargo, ni por un solo día Quetza olvidó a Ixaya. Al contrario: cuanto más se enamoraba de Keiko, pensaba en la felicidad que significaría para todos vivir bajo un mismo techo. Imaginaba su futura casa de Tenochtitlan y la idea del regreso empezaba a acicatearlo con insistencia. Pero aún tenía un largo camino por delante.
Quetza estaba convencido de que Aztlan estaba muy cerca de la isla de Cipango. Además de la belleza de Keiko, de su dulzura y su dócil naturaleza, Quetza veía en ella la materialización de sus propias convicciones. Se había enamorado no sólo de aquella mujer, sino de sus certezas sobre el mundo. Keiko completaba el mapa del universo que imaginaba hacia el Levante y se había convertido en su nueva carta de navegación. Conforme se iban conociendo, cada vez podían comunicarse con mayor fluidez. Así, ella le relataba la historia de su tierra y, a través de sus narraciones, Quetza podía entender el mundo de los hombres blancos, el de los moros y el de los asiáticos. Comprendió que Europa, el Oriente Medio y el Oriente Lejano vivían en una relación tan permanente como conflictiva. Los dominios de los mexicas y sus vecinos del Norte y del Sur eran la pieza que faltaba para completar el mapa del mundo. Sería mejor, se decía Quetza, que su pueblo no entrara en contacto con los hombres blancos; pero sabía que eso era imposible: más tarde o más temprano los españoles o los portugueses, hambrientos de oro, plata, especias y tierras donde expandir sus fronteras, habrían de alcanzar la orilla opuesta del mar. Estaba convencido de que los mexicas debían adelantárseles.
Keiko era la única persona en la que podía confiar en las nuevas tierras. Siete pedidos hizo Quetza al cacique de los hombres blancos: un barco, cuatro caballos buenos -dos machos y dos hembras-, la rueda de un carruaje y unas cuantas semillas de plantas de frutos, flores y hortalizas que le habían resultado exóticas. Y por último, rogó que le dejasen llevarse a Keiko con él. Era un precio bajo para establecer el comienzo de unas relaciones comerciales duraderas y fructíferas. El cacique estuvo de acuerdo; sólo le pidió una cosa a cambio: que le diese el mapa de la ruta que había seguido para llegar desde Catay sorteando el bloqueo musulmán.
Era la única condición. Sólo que Quetza no tenía forma de cumplirla.
8 El mapa del fin mundo
Las cartas de navegación que había trazado Quetza durante el viaje eran el secreto que mejor debía guardar; tanto lo sabía que, de hecho, había pensado en destruirlas. Pero era aquel el tesoro más valioso de su epope*ya. En sus mapas aparecía con toda precisión la ruta que unía su patria, desconocida todavía por los nativos blancos, con el Nuevo Mundo. Si alguien descubría esas cartas significaría, tal como estaba en ese momento la relación de fuerzas, el fin de Tenochtitlan y los demás pueblos del valle. Sea como fuere, el pedido del cacique blanco era irrealizable: Quetza y Maoni habían esbozado los mapas de su tierra, las islas del golfo, parte de la península del Nuevo Mundo y la ruta que unía cada uno de los puntos que tocaron. Esas cartas incluían distancias, corrientes marinas, vientos y accidentes costeros, y señalaban con exactitud cuántas jornadas de navegación separaban cada jalón. Pero Quetza ignoraba cómo era la parte oriental del mundo. De manera que mal podía trazar una ruta sobre una cartografía para él desconocida. Aunque tuviera noticias de las Indias, Catay, Cipango y las Islas Molucas, no tenía modo de imaginar la forma de esos territorios, los cursos de los ríos, los océanos ni los mares interiores. Pero, además, ignoraba cuáles eran los puntos donde los moros habían impuesto los bloqueos.
Abatido, Quetza le dijo a Keiko que ya no había esperanzas para que pudiese llevarla con éclass="underline" no tenía manera de cumplir la condición que había impuesto el cacique blanco. La niña de Cipango sonrió como siempre lo hacía y pidió que le consiguiese papel y tintas.
Esa misma noche, Keiko, doblada sobre sí misma, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, emprendió la obra pictórica más hermosa que jamás hubiese visto Quetza. Sosteniendo tres pinceles de distinto grosor entre los dedos, dibujó sin otro modelo que el de su memoria, el mapa de las tierras que había recorrido y los mares que había navegado cuando, después de que la arrancaran de su casa, la llevaron desde Cipango hasta la península ibérica. Su curiosidad ilimitada y su habilidad para la pintura y la caligrafía, le permitieron conocer las cartas de los marinos que conducían las embarcaciones en las que recorrió la mitad del mundo. Sus manos iban y venían por el papel con la gracia de dos bailarinas, trazando bahías, penínsulas e islas que, como perlas, iban formando collares. Ríos, mares interiores, lagos, desiertos y cadenas de montañas aparecían mágicamente sobre la superficie del papel. Y mientras Quetza la contemplaba, iluminada por la tenue luz de un candil, separando las aguas de las aguas, más y más se enamoraba. Viéndola crear aquel mundo con la misma espontánea naturalidad con que lo hiciera una deidad, Quetza le rendía un silencioso culto. Así, conforme Keiko pintaba, igual que en los relatos sobre la creación, iban apareciendo tierras de nombres desconocidos y maravillosos: Gog y Magog, Cauli, Mangi, Tibet, Maabar, Melibar, Reobar, Soncara, Sulistan; nombres que Keiko iba pronunciando con sus labios sonrientes y su voz delicada como un susurro. Y entre las tierras se abrían los mares interiores: Mar de Ghelan y Mar Mayor. Y al Sur de las tierras se veían los mares abiertos y los océanos: Mar de Cin, Con Son, Mar de India y otros nombres tan extraños que Quetza ni siquiera podía memorizar. Viendo cómo Keiko trazaba aquellas cartas sorprendentes, terminaba de dar forma al universo que él siempre había imaginado; pero, sobre todo, tenía la certeza de que aquella muchacha había aparecido en su vida para completar la mitad desolada de su alma.
Quetza asistía a la creación total de la esfera terrestre. Uniendo los mapas que él había trazado con los que tenían los hombres blancos y, añadiendo los que Keiko acababa de hacer con sus manos prodigiosas, era él, Quetza, el primer y único hombre que tenía frente a sus ojos la representación completa de la Tierra. No había oro, ni plata ni especias que pudiesen pagar esas cartas. Quien tuviese esos mapas y un ejército poderoso podría adueñarse del mundo.