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En contraste con este calpulli, el que circundaba al palacio se veía majestuoso. Sin embargo, toda la estructura de la ciudad tenía para Quetza una escala reducida en comparación con las calles y las construcciones de Tenochtitlan. Dominaba el paisaje una torre alta que presentaba doce aristas y se distinguía de '. is demás torreones de la muralla, no sólo por su estatura, sino por su resplandor dorado. Era la llamada Torre de Oro, aunque de inmediato percibió Quetza que aquel nombre no obedecía al material sino a la apariencia, ya que, en rigor, estaba revestida con unas cerámicas que imitaban al oro. Las construcciones mexicas, en cambio, brillaban con auténtico oro. Si aquellos nativos supieran de la generosidad aurífera de sus montañas, se dijo Quetza, no dudarían en lanzarse a nado al océano.

De pronto, frente sus ojos, Quetza pudo ver una construcción tan enorme en su proporción, como compleja en su edificación. Era el equivalente al Santuario Mayor de Tenochtitlan, la obra más grande de España toda, erigida en honor al Cristo Rey. Jamás había visto Quetza semejante profusión de ídolos decorando las paredes externas. Una cantidad de cúpulas angostas como agujas se elevaban hacia el cielo como si quisieran rasgar las nubes. Supo Quetza que aquel templo se había levantado sobre las ruinas del santuario de los musulmanes. Hasta tal punto llegaba el orgullo de los llamados cristianos que llegaron a derribar templos para construir los suyos encima de los despojos. Y todo para adorar al mismo Dios. Como muestra de aquella jactancia irracional, uno de los diplomáticos que conducía a la delegación mexica reprodujo a Quetza la frase que pronunció uno de los sacerdotes antes de decretar la construcción de la iglesia: "Hagamos un templo tal e tan grande, que los que le vieren acabado, nos tengan por locos". Y ésa fue, exactamente, la impresión que tuvo Quetza, aunque no por las dimensiones del templo, que de hecho era mucho menor que el de Huey Teocalli, sino por el afán de destrucción que dominaba el espíritu de aquellos salvajes. Quetza se preguntaba qué no serían capaces de hacer esos nativos si entraran en Tenochtitlan; la respuesta se imponía ante la evidencia: no dejarían piedra sobre piedra.

11 La tierra según los desterrados

Por fin llegaron al palacio del tlatoani. Pese a la reconquista, la casa real todavía conservaba su nombre musulmán: Al-Casar. La delegación mexica estaba maravillada: los jardines, cuyos arbustos formaban figuras geométricas, les recordaban a las cuidadas chinampas de las casas de la nobleza de Tenochtitlan. Los espacios amplios y abiertos, el perfume de las flores y la profusión de agua que brotaba de las fuentes, todo los hacía sentir como en su tierra. Tan gratamente impresionado quedó Quetza con aquel paisaje que rebautizó a Sevilla con el nombre de Xochitlan, "el lugar de los jardines".

Quetza y Keíko fueron recibidos por el cacique de Sevilla como si se tratara de un embajador y su esposa. Y, ciertamente, viéndolos caminar juntos, parecían verdaderos príncipes del Oriente. Keiko, quien de acuerdo con las tradiciones de su tierra iba siempre un paso detrás de él, se preguntaba de qué lugar del mundo provendría ese príncipe de piel oscura y decir sereno, de dónde había venido ese joven capitán que se imponía por sus convicciones y su modo de expresarlas y que jamás levantaba la voz a sus hombres. No lo sabía, ni iba a preguntárselo. Pero estaba dispuesta a acompañarlo adonde fuese, sin importarle cuan lejos quedara su reino, ni cuan peligrosa pudiese resultar la travesía. Mientras lo seguía a través de las distintas estancias del Alcázar, la niña de Cipango pensaba que nunca se podría separar de ese príncipe dulce, sabio y extraño. Por otra parte, Keiko se preguntaba qué había sucedido en su vida; hasta hacía poco tiempo era una simple y despreciada pupila de Mancebía, y ahora, de pronto, todo el mundo se inclinaba a su paso, era recibida por los representantes del rey de Castilla y ante sus pies se extendían alfombras rojas aquí y allá. Lo cierto era que desde ese lejano día en que, siendo una niña, fue robada de su casa, vendida y luego embarcada hacia Occidente, nadie la había tratado con tanta bondad y ternura. Nadie, desde entonces, había vuelto a valorar sus talentos para la caligrafía, el dibujo y la pintura, virtudes que, en su tierra, estaban entre las más preciadas, lo mismo que en Tenochtitlan.

Tampoco Quetza conocía las circunstancias que habían traído a Keiko desde el Oriente Lejano. Pero podía adivinar en los ojos de la niña una tristeza oceánica, tan extensa como la distancia que la separaba de su Cipango natal. Eran dos almas unidas por el azar y el desconsuelo y, sin embargo, los únicos que conocían la forma completa de ese mundo que los había desterrado. Y tal vez ésa fuese la clave de su descubrimiento. Quizá, se decía Quetza, para conocer el mundo tal cual era, había sido necesario estar fuera de él, tan lejos como sólo puede estarlo un exiliado.

Y así, entre incrédulos y maravillados, Quetza y Keiko llegaron ante el representante del rey de Castilla, el gran cacique de Sevilla. Se hubiera dicho que en Huelva los habían recibido con los máximos honores; sin embargo, considerando el trato que ahora les dispensaban en el Alcázar, todo lo anterior parecía poco. Quetza no ignoraba que cuanto más grandes eran los honores, tanto mayor era el rédito esperado. Y no se equivocaba. Así como Huelva dependía de Sevilla, Sevilla estaba bajo la autoridad de la Corona castellana. Tanto el pequeño cacique de Huelva como el gran cacique de Sevilla, ambos esperaban sacar el mayor provecho del visitante. Las nuevas rutas comerciales que, suponían, iban a inaugurar con el ilustre extranjero, debían tenerlos como principales convidados: tendrían que ser sus puertos y ciudades, y no otros, los puntos de acceso al Reino de Castilla. No podían dejar que las enormes ganancias aduaneras derivadas del comercio con Oriente quedaran en otros pueblos vecinos. Ciertamente, existían demasiadas ciudades a lo largo de la costa mediterránea y en el extremo opuesto del reino, sobre el mar Cantábrico, que estarían encantadas de convertirse en la cabecera del nuevo puente con Catay. Pero si el cacique de Sevilla quería quedarse con esa prerrogativa debía ganarse no sólo el favor de su tlatoani, sino, antes, el del ilustre embajador oriental. Y para eso debía el cacique ofrecer a Quetza mejores condiciones, ventajas y privilegios que los demás reinos; no sólo había que tentar a los gobernantes de Catay, sino, primero, a su digno representante. Quetza descubrió entonces que el corazón de esos nativos estaba corrompido y sus ojos enceguecidos por la ambición ilimitada de oro, especias y todos los tesoros que guardaba el Oriente. No tuvo dudas de que las invocaciones del cacique al Cristo Rey y a todos sus dioses, no eran más que un subterfugio para ocultar sus verdaderos propósitos: saltar el cerco musulmán para acceder a las riquezas que existían hacia el Poniente. Tan ciegos estaban, que ni siquiera habían sospechado que él no sólo no era un dignatario de Catay, sino que jamás había pisado las tierras orientales. Más adelante apuntaría Quetza: "Tanta es la codicia de estos salvajes, que se encandilan ante la sola idea del oro, se embriagan con la promesa del aroma de las especias y enloquecen con la tersa ilusión de la seda. Sus almas están putrefactas y no dudarían en traicionar a sus reyes y a sus dioses por unas pocas piezas de oro. El pequeño cacique de Tochtlan me ha propuesto negocios para timar al gran cacique de Xochitlan y el gran cacique me ha murmurado al oído negocios que no podría confesar a su tlato-ani. Y he sabido que en estas tierras guerrean los padres contra los hijos, conspiran las reinas contra los reyes y asesinan los monarcas a sus propias esposas. Tan enfermos de codicia están".

Y a medida que el gran cacique de Xochitlan se deshacía en lisonjas, honores y favores, Quetza podía hacerse una perfecta composición de cómo se manejaban los asuntos políticos en esa orilla del mar. Cierto era, pensaba, que la urdimbre con que se tejía la política no era en sus tierras menos espuria que allí: la guerra y los sacrificios eran la fuente y a la vez el propósito último de todos los actos de gobierno. No menos cierto era, también, que en Tenochtidan y sus dominios los reyes, la nobleza y los sacerdotes gozaban de tantos y tan injustos privilegios como en las nuevas tierras: Quetza lo sabía mejor que la mayoría de sus compatriotas, ya que pertenecía al selecto grupo de los pipiltin. Pero eso no le impedía tener una mirada imparcial sobre ambos mundos. Era consciente de que los asuntos de la política eran tan oscuros aquí como allá. Pero cuanto más hablaba con los caciques y la nobleza de las tierras por él descubiertas, mayor era su asombro: nunca había visto tanta intriga y contubernio, tanta falta de escrúpulos y corrupción; jamás pensó que el ser humano fuera capaz de semejante grado de sutileza para el mal, tanto ingenio para el robo y tanta exquisitez para la rapacidad. Pero eso tenía que servir a las tropas mexicas en sus planes de conquista. Luego de su encuentro con el gran cacique, Quetza escribió: "La corrupción de estos gobernantes ha de ser nuestra aliada a la hora de entrar con nuestros ejércitos. Poco les importa el bien de sus pueblos o el honor de sus nombres; hay aquí una palabra que impera sobre cualquier otra: oro. Muchas batallas nos ahorraríamos si pudiésemos comprar la voluntad de estos caciques por un precio superior al que paga su rey".