Выбрать главу

12 La alianza de los dioses

Luego de su visita a Sevilla y aprovechando la interesada hospitalidad de sus anfitriones, Quetza pidió que le hicieran conocer los dominios de la corona. Su propósito era el de trazar un mapa completo de las nuevas tierras, establecer los puntos estratégicos, mensurar el poderío militar, estudiar potenciales alianzas y conocer el carácter de los nativos comunes, futuros subditos del Imperio Mexica. Encarnando su papel de marino venido de Catay visitó Córdoba, Jaén y Murcia. Llegó al Norte de la Corona de Castilla y tuvo audiencias con los caciques de Galicia, Compostela, Oviedo, Viscay y Pamplona. Hacia el Poniente, anduvo por Cartagena, pasó al Reino de Aragón y conoció Valencia y Cataluña. Antes de llegar a Ciudad Real estuvo en Toledo. Acompañado por Keiko y su comitiva recorrió cada rincón de la Corona de Aragón y Castilla. Por entonces, Granada era una tierra en disputa; último bastión de los musulmanes, el rey Abu Abd Allah, o Boabdil, resistía la embestida de los Reyes Católicos. Quetza se preguntaba si los mahometanos podrían ser buenos aliados para los mexicas a la hora de invadir el Nuevo Mundo. Mucho discutieron este punto Quetza y Maoni. Al jefe mexica le importaba particularmente el punto de vista de su segundo, ya que él era un subdito de la Huasteca, un extranjero en relación con Tenochtitlan. Maoni sostenía que sería una alianza condenada al fracaso, ya que habían sido derrotados, expulsados u obligados a convertirse al cristianismo en la mayor parte de la península. Quetza le hacía ver que tal vez llegaran a sumar un número importante a la hora de rebelarse contra la Corona, que muchos de los conversos se volverían contra los tlatoanis católicos llegada la hora oportuna. Maoni le recordaba a su jefe que, por más enemigos que fuesen, cristianos y musulmanes tenían una historia común, cuyos dioses y profetas eran, en muchos casos, los mismos. Entonces Quetza respondía que, siendo cierto lo que decía su segundo, el orgullo herido de las huestes de Mahoma, al verse recientemente derrotadas, hacía que se mantuviese viva la sed de venganza. Y era ése un elemento que podía volcarse a favor de los mexicas. Entonces Maoni señalaba que la fe de los mahometanos les impedía admitir nuevas deidades como Quetzalcóatl, Tláloc o, en las antípodas, Huitzilopotchtli. Pero Quetza sostenía que los árabes tenían una visión del universo que no se diferenciaba demasiado de la de los mexicas; de hecho, el calendario de los moros era mucho más semejante al que él había concebido que al de los cristianos. En fin, concluían, eso se vería a la hora de medir armas con las huestes del Cristo Rey.

Quetza no olvidaba cuál era el íntimo propósito que lo guiaba en su derrotero; ya había probado que existían tierras al otro lado del mar. Por otra parte, estaba en condiciones de demostrar a los incrédulos que, si continuaba su travesía hacia el Levante, podía llegar al punto de partida. Es decir, estaba muy cerca de poner frente a los ojos de todos el hecho incontestable de que la Tierra era una esfera. Gracias a sus mapas y a los de Keiko, tenía en sus manos casi la. totalidad de la carta terrestre. Pero aún faltaba probar lo más importante: la existencia del lugar de origen de su pueblo: la mítica Aztlan. No sospechaba por entonces que, en su ansiada audiencia con los reyes de Aragón y Castilla, iba a encontrar una inesperada respuesta.

Quetza llegó a la audiencia con los reyes acompañado no sólo de su propia comitiva, sino de una cohorte de funcionarios y caciquejos de las ciudades que visitó: ninguno quería quedar excluido de las futuras rutas de las especias que uniría a la Corona con Oriente.

Para asombro de Quetza, a diferencia del tlatoani de Te-nochtitlan, los Reyes Católicos no tenían una residencia fija, ni un palacio permanente. Ejercían su reinado de modo itinerante, siempre viajando. Habida cuenta de que su corte y su séquito eran muy poco numerosos en comparación con el de otras coronas, podían alojarse en las distintas ciudades del reino. Pronto comprendió Quetza que esto no era una muestra de austeridad, ya que, en rigor, debería decirse que no tenían una residencia sino muchas. Los más imponentes palacios que había visitado Quetza en su viaje eran, de hecho, los aposentos reales. El joven jefe mexica supo que algunos castillos solían ser más visitados que otros por los reyes, tales como los alcázares de Toledo, Segovia y Sevilla. Durante algunas épocas del año solían alojarse en conventos que estaban bajo su patronazgo, como el Convento de Guadalupe. Pero había un lugar que era el preferido de la reina: el Palacio de la Mota, en Medina del Campo. Y en ese sitio los reyes le concederían la audiencia al joven jefe extranjero.

Ningún otro palacio, ni aun el Alcázar de Sevilla, impresionó tanto a Quetza como aquel que se destacaba sobre una suerte de meseta en medio de una llanura terracota. A medida que se iban acercando al castillo, el jefe mexica tenía la ■ impresión de estar adentrándose en los inciertos terrenos de los sueños. Era una visión más cercana a las vaporosas formas de las alucinaciones que a los pedestres asuntos de la vigilia. Una suerte de inquietud y desolación invadió a Quetza. Tales eran las dimensiones del palacio, que, pese a que los caballos avanzaban con paso firme, se diría que no se acercaban un ápice. La gigantesca construcción no parecía obedecer a las proporciones de un palacio, sino a las de una ciudad amurallada. Delante del muro había un foso que se asemejaba al cauce de un río seco, antediluviano. Todo el conjunto presentaba el mismo color terroso del suelo, como si la obra hubiese brotado de las entrañas de la tierra. Tenía la materialidad de una montaña y la natural apariencia de una formación telúrica. Eso era, se dijo Quetza, lo que le confería ese aspecto temible. Entonces el jefe mexica experimentó la misma angustia frente a la propia insignificancia que sentía cada vez que contemplaba las pirámides de su tierra. Por encima de las murallas surgían, apiñados, multitud de torreones, almenares, domos, agujas y cúpulas. Todo el conjunto estaba presidido por una enorme torre cilíndrica, maciza y pétrea, apenas horadada por angostísimas hendijas hechas para la defensa de los artilleros.

A medida que se acercaban al palacio, el corazón de Quetza latía con más y más fuerza. Estaba a punto de internarse en el centro mismo del poder político del Nuevo Mundo. Desde ese castillo habían surgido las decisiones que consiguieron extender los dominios del Cristo Rey, expandiéndose sobre el imperio de los guerreros de Mahoma. Quetza sabía que los designios de aquel reino dependerían, en un futuro próximo, de su propio destino. A partir de su descubrimiento, el mundo no sólo había multiplicado su superficie, sino que, al manifestarse en su totalidad, dejaba al descubierto los viejos misterios mexicas.