Según la tradición de los Hombres Sabios, el mundo había sido precedido por otros cuatro, cada uno regido por un sol cuyo nombre presagiaba su destrucción. Los distintos dioses de la creación luchaban por la supremacía, cada uno con un elemento que le era propio: tierra, fuego, viento o agua. En la medida en que esas fuerzas se mantuviesen equilibradas, el mundo podía subsistir bajo la potestad de un sol. Pero al producirse un desequilibrio en el cosmos, el Sol, la Tierra y los seres humanos de esa era, desaparecían. Así, a la destrucción del primer sol creado por el dios Tezcatlipoca, Dios de la Tierra, le siguió uno nuevo creado por Quetzalcóatl. Luego de exterminado éste, sobrevino una nueva génesis, cuyo creador fue Tláloc, Dios de la Lluvia. A este sol, una vez extinto, sobrevino el mundo erigido por Chalchiuh-tlique, la Diosa del Agua. El quinto mundo estaba regido por Nanáhuatl. Los demás dioses se dieron cuenta de que Naná-huatl hecho sol no se alzaría en el cielo hasta que no recibiese el alimento que necesitaba: corazones para comer y sangre para beber. Así, esos dioses se inmolaron ofrendando su sangre para dar vida al quinto sol. Ahora bien, de acuerdo con el calendario que creara el propio Quetza, el fin de este quinto sol se estaba aproximando. Pero para el joven sabio mexi-ca, la génesis y el apocalipsis de cada sol no eran un designio sobre el universo, sino una alegoría del surgimiento y la caída de las sucesivas dinastías que gobernaron a los mexicas y sus antepasados más remotos. Cada mundo coincidía, para él, con el imperio de las generaciones de emperadores que, según fuesen más benévolos o más crueles, atribuían sus decisiones a tal o cual Dios.
Pero ahora, a la luz de su crucial descubrimiento, podía ver que su calendario también coincidía con el ascenso y el derrumbe de los imperios del Nuevo Mundo. A medida que Quetza conocía la historia de las batallas de los dioses de las ¿ierras descubiertas, deducía que el choque entre ambos mundos estaba escrito en el silencioso peregrinar de los astros. El Imperio Romano, el Turco, el dominio Mongol, las luchas entre los monarcas que actuaban bajo la advocación de sus dioses, eran parte de una misma historia que, más tarde o más temprano, habría de unificarse cuando el mundo fuese sólo uno. Y en la medida en que él, representante del tlatoani de Tenochtitlan, contara con ese conocimiento, estaba llamado a hacer del pueblo mexica el nuevo Imperio Universal.
A medida que se aproximaba al palacio, tenía la convicción de que la historia estaba en sus manos. Después de surcar el mar, había alcanzado esas tierras lejanas con la bendición de su emperador y ahora iba a reunirse con los reyes del Nuevo Mundo.
13 El almirante de la reina
Quetza y Keiko fueron recibidos por la reina en una sala austera pero íntima. El rey no se hallaba en Medina del Campo, sino en Segovia. Pocos fueron los testigos de aquel encuentro trascendental. Durante la audiencia no estuvo presente la comitiva del joven capitán, ni los caciques y caciqueóos que se habían sumado durante la marcha a través de las distintas ciudades de la Corona. Quetza se ajustaba al protocolo de su patria; no miraba a Su Alteza a los ojos y permanecía con la cabeza gacha. Sin embargo, la reina procedía con familiaridad, sin otorgarle demasiada importancia al ceremonial. No estaba apoltronada en un trono, tal como podía esperarse, sino sentada a una mesa de madera rústica y noble.
La impresión que se formó Quetza cuando la vio, rápida y casi accidentalmente, fue súbita pero terminante: era aquél el rostro de una mujer común que en nada se diferenciaba del de las campesinas. En sus ojos oscuros habitaba una fatiga que se abultaba debajo de los párpados inferiores. Tenía una palidez tal, que se diría artificial. Las mejillas, generosas, pugnaban hacia abajo confiriéndole una expresión melancólica que contrastaba con su carácter encendi-* do. Sobre su pecho pendía un enorme crucifijo en el que desfallecía el Cristo Rey.
La reina tenía un sincero interés por sus visitantes. No mostró ningún disimulo en hacerle ver al capitán extranjero que su Corona necesitaba establecer urgentes lazos comerciales con su patria, que, suponía, era Catay. No apelaba a sutilezas ni a las astucias a las que suelen recurrir quienes se sientan a negociar. La reina expuso la situación a Quetza sin ambages: cuanto más exitosa era la campaña contra las huestes de Mahoma, más férreo se hacía el bloqueo con Oriente. Desde el comienzo de su reinado habían echado a casi la totalidad de los moros de la península. Pero al replegarse éstos hacia sus originales dominios en el Levante, el paso hacia las Indias, Ceilán, Catay y Cipango se había vuelto costosísimo, cuando no imposible. Era urgente para la Corona establecer una ruta, por mar o por tierra, que pudiese eludir el cerco impuesto por los musulmanes, Las ropas que vestía la reina, el fino tul que le cubría la cara, las alfombras que recubrían el suelo, los cortinados de seda, el té que bebían a diario, los condimentos con que sazonaban sus comidas, el incienso, el alcanfor, el sándalo, las hierbas con las que se preparaban las medicinas, el cobre, el oro y la plata, todo provenía del Oriente. Era imperioso, en fin, restablecer los lazos rotos por los mahometanos. La reina se puso de pie, obligando a todo el mundo a imitarla, caminó hasta el joven capitán y, tomando sus manos, le dijo que era una verdadera bendición su visita; luego le suplicó que le hiciera conocer las cartas de navegación que le habían permitido llegar hasta la península. Quetza ya había entregado los mapas al pequeño cacique de Huelva, pero podía reproducirlos para la reina y así se lo di-;o. Entonces la emperatriz hizo un gesto hacia un rincón oscuro de la sala y, desde la penumbra, se presentó un hombre que vestía las ropas de los navegantes. Debajo del brazo llevaba varios mapas, notas y cartas. Tenía una mirada experimentada, la frente alta y una convicción que se hacía evidente en cada gesto, en cada palabra. Sentados frente a frente ante la mirada de Su Alteza, luego de cambiar algunas palabras de cortesía, ninguno de ambos se atrevía a dar el primer paso, como si temieran, involuntariamente, revelar un secreto. El marino de la reina hundió una pluma en el tintero y dibujó con mano hábil un mapa que abarcaba las tierras desde España hasta la isla de Cipango. Pero Quetza notó una particularidad en el dibujo: el mundo que contenía el mapa era un círculo perfecto y marcadamente plano, como si hubiese cierta deliberación en esa llanura. Era una representación extraña en comparación con otras que había visto; no era ésa la usanza para granear la Tierra en el Nuevo Mundo. Quetza sabía que la Tierra era una esfera, pero, desde luego, no podía ponerlo en evidencia. Muchas más razones aún tenía para ocultar que existían otras tierras, sus tierras. El navegante le pidió a Quetza que trazara en la carta que él había dibujado la ruta que lo trajo desde Catay hasta el Mediterráneo. Entonces no pudo evitar poner a prueba a su interlocutor. Unió los mismos puntos que había enlazado en el mapa hecho por Keiko y que, más tarde, entregara al cacique de Huelva. Esta vez el periplo se alejaba tanto de las tierras, que llegaba hasta los mismos confines del mundo que había demarcado el almirante. El hombre examinó detenidamente la carta y destacó la audacia del capitán extranjero al aventurarse navegando tan lejos de tierra firme. Sin dudas era una ruta segura, pues el enemigo jamás se atrevería a ir a una distancia semejante. Entonces Quetza confirmó lo que sospechaba: nadie que estuviese en su sano juicio podría señalar el peligro en la distancia de la tierra firme, sino en la cercanía al fin del planeta, allí donde las aguas se precipitaban a un abismo sin fin. A menos que supiera que, en efecto, el, mundo no tenía un confín abismal. Se miraron a los ojos y, entonces, en ese destello, en ese silencioso choque de espíritus, supieron que ambos eran dueños del mismo secreto: la Tierra no era plana, sino esférica. Pero no pronunciaron una sola palabra. El navegante de la reina plegó sus mapas, hizo una reverencia al ilustre visitante y dio por concluida la reunión. Quetza pidió que le repitieran el nombre de aquel hombre inquietante.