– Colombo, Cristophoro Colombo -susurró a su oído uno de los edecanes de la reina.
Antes de retirarse del palacio, Quetza tuvo la certidumbre de que acababa de iniciarse una secreta carrera por la posesión del mundo. Y ninguno de ambos capitanes iba a ceder un ápice de mar ni de tierra.
14 La carabela de Quetzalcóatl
Quetza y su pequeña avanzada, a la que se había sumado Keiko, volvieron a embarcarse. El cacique de Huelva, cumpliendo su promesa, intercedió ante la reina para que pusiera a su disposición una nave en la que Quetza pudiese llevar todo lo que había pedido a cambio de los mapas: algunos caballos y yeguas, distintos tipos de carros y carretas, ruedas de diferentes maderas y circunferencias, frutas disecadas, semillas y, tal vez el pedido más delicado, varias armas de fuego. Desde el día en que lo recibieron con una honorífica salva de cañones, Quetza supo que las armas con las que contaba el enemigo eran temibles. Poco podrían hacer sus espadas de obsidiana, sus arcos, flechas, lanzas y su destreza física para el combate, contra aquel armamento que lanzaba bolas de hierro con una fuerza y velocidad tal, que se tornaban invisibles en el aire. Por otra parte, las estruendosas explosiones de fuego y humo resultarían aterradoras para un ejército cuyos métodos para infundir temor eran los alaridos y los pigmentos en la piel. Supo, gracias a Keiko, que no debía mostrarse sorprendido ante la magia de esas explosiones, ya que quien había creado el polvo que desataba el fuego era su propio pueblo o, más bien, aquel del que decía provenir: el de Catay. Por eso, cuando pidió que le diesen pólvora y algunos pertrechos, los españoles pensaron que se trataba de un reaprovisionamiento para defenderse durante el peligroso retorno hacia el Oriente, o, tal vez, del capricho de un coleccionista. La carga de la pequeña carabela que dieron a Quetza sería la semilla que, plantada en suelo mexica, haría brotar la nueva civilización hecha de la mezcla de los Hombres Sabios a uno y otro lado del mar.
La tripulación se dividió en dos: la mitad iría en la gran embarcación mexica y, la otra, en la pequeña galera española. La primera sería capitaneada por Maoni y la segunda por Quetza. La ínfima escuadra fue despedida desde el puerto de Huelva con los mayores honores; los españoles se dirigían al joven jefe llamándolo Almirante César. Quetza rápidamente aprendió a navegar su nuevo barco; no era tan veloz ni tan estable como el que él había construido, pero tal vez tuviese mayores comodidades, sobre todo pensando en Keiko. El timón resultaba una herramienta novedosa, aunque le costaba acostumbrarse a él.
Una vez que perdieron de vista la costa, Quetza detuvo la marcha. Se preguntaba hacia dónde apuntar las proas. Tenía que pensar con calma pero con rapidez. Luego del encuentro con el navegante de la reina, confirmó su convicción de que la llegada de los europeos a Tenochtitlan era sólo una cuestión de tiempo. En su carrera desesperada por encontrar rutas hacia el Oriente se toparían, por fuerza, con el continente que aún desconocían. Y, por cierto, sus tierras eran tanto o aún más ricas que las orientales: cobre, plata, oro, especias y toda clase de riquezas los esperarían al otro lado del mar. Con sus caballos, armas y carros no tardarían en apoderarse de los vastos territorios del valle y los que estaban aún más allá, sembrando la muerte y la destrucción tal cual lo hacían en las hogueras del Cristo Rey con musulmanes y judíos. ¿Por qué razón habrían de comprar en Oriente lo que podían obtener, con la facilidad con que se arranca una fruta de un árbol, en Occidente? Era urgente anoticiar a su tlatoani de todo lo que había visto en el Nuevo Mundo. Resultaba perentorio hacerse de armas, barcos, carros y criar caballos para lanzarse sobre aquellas playas antes de que ellos lo hicieran. Debían evitar que el quinto sol se derrumbara sobre sus propias cabezas y construir la nueva civilización de Quetzalcóatl antes de que el Apocalipsis los sorprendiera inermes.
El capitán mexica se hallaba frente a una verdadera encrucijada: por una parte, la urgencia de volver cuanto antes a Tenochtitlan, pero, por otra, la necesidad de avanzar sobre el Nuevo Mundo para conocer los demás pueblos, establecer alianzas y ver el rostro de los futuros enemigos. El regreso por Oriente sería mucho más largo y acaso más tortuoso que la ruta que los condujo de ida. Acaso aquellas jornadas de diferencia fuesen vitales para adelantarse a una hipotética aventura del almirante de la reina. Pero también se preguntaba si era necesario renunciar a su propósito de dar la vuelta al mundo. Sin embargo, había un argumento que obligaba a mantener el rumbo firme hacia el Levante: llegar al lugar del origen, allí donde estaban las raíces del pueblo mexica. De pronto un viento vigoroso se alzó desde el Poniente, un viento que parecía el aliento de sus compatriotas para que siguiera viaje hacia donde ningún mexica había llegado: las tierras de Aztlan.
De modo que el joven almirante desplegó las velas y se dejó llevar por el viento.
15 Los prófugos del viento
La pequeña escuadra compuesta por las dos naves avanzaba resuelta hacia el corazón del Mediterráneo. A su paso, bordearon las islas pertenecientes a la Corona de Aragón y Castilla. Quetza se dijo que tal vez fuera aquel archipiélago una buena cabecera de playa donde establecerse para iniciar las acciones militares. Pero por lo visto no era el primero en pensarlo: al acercarse un poco más a la costa de Ibiza pudo ver claramente unas enormes murallas que defendían el acceso a la isla, serpenteando la colina hasta su cima, sobre la cual se alzaba el castillo. Tan fortificada como Ibiza estaban Mallorca, Menorca y hasta la pequeña Formentera.
Keiko, a medida que avanzaban hacia el Este, no podía despegar la vista de la línea del horizonte, como si esperara ver surgir de pronto las costas de su tierra. Quetza, desde el timón, la contemplaba en silencio y se decía que, tal vez, había emprendido ella aquel viaje sólo para escapar de su destino. Quizá, pensaba, Keiko se había aferrado a él como el naufrago a un resto de madera que quedara flotando luego del desastre. Veía su figura recortada contra el cíelo, su cara al viento como un pequeño y delicado mascarón de proa, y entonces intentaba adivinar de qué estaba hecho aquel mutismo. Pero Quetza no dudaba del amor de Keiko. ¿Acaso, él mismo no había salido de Tenochtitlan escapando dé las garras sangrientas de Hutzilopotchtli? Huir no significaba abandonar la lucha ni, mucho menos, las convicciones. Su vida, se dijo Quetza, había sido una permanente lucha desde el mismo día en que nació. Era un guerrero valiente y ganó todas y cada una de las batallas: junto a su padre, Tepec, había conseguido escapar del sacrificio y derrotar a la enfermedad y a su implacable verdugo, el sacerdote Tapazolli. Quetza sabía que no tenía derecho a dudar de Keiko. ¿Acaso él mismo no había emprendido la travesía buscando la respuesta a la pregunta por su propia existencia? La búsqueda de las míticas tierras de Aztlan tal vez no tuviese el único propósito de encontrar las raíces del pueblo mexica, sino, quizá, fuese un intento de hallarse con sus propios orígenes. Él no ignoraba que sus verdaderos padres fueron asesinados por las tropas mexicas, ni que el tlatoani al que servía era sucesor del que ordenó matarlos. Sabía que la ciudad que amaba, Tenochtitlan, era la culpable de su tragedia pero también le había dado lo que más quería: a su padre adoptivo, Tepec, a una de sus futuras esposas, Ixaya, y a sus entrañables amigos, los vivos y los que llevaba en la memoria hasta los confines del mundo. Y le había ofrecido la posibilidad de ir hasta donde nadie había llegado. Aunque adoptado, él era un extranjero en Tenochtitlan; aun perteneciendo a la nobleza, llegó a ser un desterrado. Tal vez por eso se sentía cerca de los sometidos, de los esclavos, de los macehuates, de los más pobres. Por esa razón buscaba la unión de los pueblos del valle, porque creía que eran todos hermanos provenientes de Aztlan, que nada los diferenciaba, que Huitzilopotchtli no hacía más que someterlos a guerras inútiles y fratricidas. Y mientras miraba a Keiko, de pie en la cubierta, luchando sola y en silencio contra el destino y la añoranza, más se convencía de que aquel viaje debía hacerse en el nombre del Dios de la Vida.