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Era consciente de que era aquél el prolegómeno de la más grande de todas las guerras. Pero esa batalla no podría librarse en el nombre de Huitzilopotchtli, sino en el de Quetzalcóatl; de otro modo estaría perdida antes aun de comenzar.

Todo esto pensaba Quetza, cuando, desde lo alto del mástil, uno de sus hombres volvió a gritar:

– ¡Tierra!

16 Piratas del Mediterráneo

Al aproximarse a la costa, Quetza pudo divisar un promontorio en cuya cima había un templo erigido en honor del Cristo Rey. Tal vez a causa de la añoranza, el joven capitán mexica creyó que aquella colina era obra del hombre: estaba seguro de que se trataba de una pirámide y no se deshizo de aquella idea por mucho tiempo. Fue por esa razón que bautizó aquel puerto como Ailhuicatl Icpac Tlamcmaca-lli, voz que significaba "La pirámide sobre el mar". Nombre este que a Quetza le resultaba más fácil de pronunciar que Marsella, tal como indicaba en ese punto una de las cartas que el capitán mexica había obtenido de manos del almirante de la reina.

A diferencia de su entrada en Huelva, furtiva y en un re-' codo escondido, Quetza ingresó a Marsella por la ensenada principal del puerto. Luego del recibimiento con salvas y honores que le habían dado en España, no tenía motivos para ocultarse como un ladrón. Después de todo, se dijo, era un verdadero dignatario y venía con la bendición no sólo de su tlatoani, sino también con la de los reyes de Aragón y Castilla. A medida que se iba acercando, Quetza podía comprobar que Marsella era un puerto rodeado por una pequeña ciudad, como si las hermosas y sencillas casas blancas de techos rojos diseminadas a uno y otro lado de la gran dársena hubiesen sido traídas por los barcos desde algún lugar remoto. Pese a la enorme cantidad de naves que entraban, salían y fondeaban, la pequeña escuadra mexica se hizo notar de inmediato: todos los marineros, los que estaban embarcados y los que se hallaban en tierra, giraban la cabeza para ver esa extraña embarcación presidida por una serpiente emplumada. No podían disimular su asombro al ver a los tripulantes vestidos con aquellos ropajes extraños: Quetza llevaba puesta su pechera de guerrero, sus collares y brazaletes, pero en lugar de la vincha con plumas, tenía la cabeza cubierta por un sombrero de capitán español, obsequio del cacique de Sevilla. El resto de la tripulación mezclaba sin demasiado criterio las ropas que habían traído de la Huasteca con otras que intercambiaron con los nativos en España. Jamás habían visto los lugareños un barco como aquél y no se explicaban cómo esos extranjeros de piel amarilla y atuendos estrafalarios comandaban una carabela de origen español. Los marinos nativos hubiesen encontrado graciosa aquella escuadra insólita, de no haber sido por los armamentos que exhibían: cañones, arcabuces, arcos, flechas y lanzas.

Avanzaban por el ancho fondeadero y, cuando se disponían a soltar amarras, fueron flanqueados por tres naves que los escoltaron hasta una escollera. Quetza y Maoni, comandando sendos barcos, agradecieron con gestos grandilocuentes el recibimiento. Desde una de la embarcaciones nativas se vio el destello de un arcabuz, al que siguió una cantidad de estruendos y refucilos. El capitán mexica creyó que se trataba de una salva igual a la que recibieron al llegar a Huelva, pero al ver que uno de los proyectiles había alcanzado la cubierta, destruyendo parte de la balaustrada de la pequeña goleta, comprendió que no eran aquéllas muestras de bienvenida. Maoni esperó las órdenes su capitán; estaba dispuesto a contestar el ataque si así lo decidía. Sin embargo, Quetza creyó prudente conservar la calma y explicar a los nativos que venían sin ánimos de iniciar hostilidades. Uno de los barcos se acercó y su capitán, en una lengua extraña, repleta de sonidos guturales que parecían modulados con la glotis y no con la lengua, interrogó a Quetza en forma imperativa. El comandante mexica no sabía qué contestar porque, en rigor, no había entendido una sola palabra; apenas si balbuceaba algo de castellano. Pero para sorpresa de todos los tripulantes, Keiko se dirigió al capitán nativo en aquel idioma indescifrable. A Quetza se le hizo evidente que, a pesar de su juventud, su futura esposa había vivido mucho más que cualquier otra muchacha de su edad.

Los miembros de la tripulación fueron obligados a dejar todas las armas a bordo y, una vez en tierra, los condujeron hacia un recinto sombrío cercano al puerto. Las explicaciones que dio Keiko no parecían convencer a los nativos. El hombre que los interrogaba quería saber de dónde venían y cómo obtuvieron la carabela española, sugiriendo que la habían tomado por asalto, asesinando a su auténtica tripulación y robando su valioso cargamento. El hombre rió con una carcajada sonora cuando Quetza, a través de Keiko, le dijo que venían de España, que fue la propia reina Isabel de Castilla quien le había obsequiado el barco con su carga y los armamentos. Aquellas palabras fueron suficientes para que el capitán nativo ordenara que las naves fuesen decomisadas de inmediato. El hombre separó a Keiko del resto, sospechando que tal vez la mujer había sido secuestrada por aquellos extravagantes piratas, y dispuso que los encarcelaran sin más trámite.

Habiendo recorrido la mitad del globo luego de haber sobrevivido a los tainos y a los canibas, a las mareas, a las tempestades y a las hogueras del Cristo Rey, Quetza veía cómo su empresa zozobraba de pronto en un abrir y cerrar de ojos.

Sin poder hacer nada, vio cómo un grupo de hombres se llevaba a Keiko.

17 El motín de los coyotes

Los sueños de Quetza y su pequeña avanzada se estrellaron de pronto contra los muros de una prisión fría, húmeda y hedionda. Aquellos salvajes tan poco hospitalarios no parecían dispuestos a creer que los extranjeros viniesen de Catay, tal como afirmaban. El comandante mexica hizo prometer a cada uno de sus hombres que no revelarían la verdadera procedencia bajo ninguna circunstancia, ni aunque fuesen sometidos a tormentos. Era preferible que los creyeran piratas a que supieran quiénes eran y de dónde venían. Debían estar dispuestos a morir antes de que esos nativos averiguaran que existía un mundo al otro lado del océano. Tal vez ninguno de ellos hubiese podido cumplir esa promesa antes de emprender la travesía; pero ahora, luego de la hazaña que habían protagonizado, ya no eran los mismos que zarparon. Habían comprobado que la épica no era solamente un género poético que recitaban sus mayores, sino que acababan de escribir, acaso, la página más gloriosa de la historia luego de la fundación de Tenochtitlan. Aquellos mexicas ladrones, asesinos, desterrados, esos huastecas sometidos, humillados, despreciados, se habían convertido en héroes.

Maoni le sugirió a Quetza que, perdido por perdido, organizaran un plan de rebelión y fuga; le hizo ver a su jefe que si habían sido capaces de surcar los mares y superar todas las adversidades que les deparó la travesía, podían doblegar a sus captores como guerreros que eran. Los mexícas habían vivido la mayor parte su vida en una cárcel más sombría que aquélla y los huastecas eran cautivos en su propia tierra hacía mucho tiempo. De manera que nadie podía mostrarse sorprendido, ni menos aún desesperado, ante una circunstancia que le era casi natural. De hecho, todos ellos habían protagonizado revueltas, fugas y motines. Quetza le dijo a Maoni que, bajo otras circunstancias, ya hubiese dado la orden para que se rebelaran, pero le hizo ver a su segundo que los nativos tenían a Keiko de rehén y que ante el menor intento de fuga, sin duda la utilizarían como pieza de cambio para disuadirlos. Entonces, luego de un largo silencio, el más viejo de los tripulantes mexicas dijo lo que todos pensaban: entendían lo que sentía por la niña de Cipango, pero ella no era parte de la tripulación. Él, como capitán de la escuadra, no podía traicionarlos por una mujer. No tenía derecho a supeditar los altos intereses de Tenochtitlan por asuntos sentimentales. Le dijo que los dioses no perdonarían su egoísmo, si, por ir detrás de una muchacha, desobedecía el mandato de su tlatoani. Quetza escuchó con la cabeza gacha. Cuando el subordinado terminó su discurso, el joven capitán se puso de pie y, furioso como nadie lo había visto antes, lo tomó del cuello con una fuerza tal que llegó a levantarlo en vilo. Para que nadie tuviese dudas de que él seguía siendo el capitán y que no estaba dispuesto a tolerar una insubordinación, se dirigió a toda su tripulación mirando alternativamente a cada uno de sus hombres. Con las venas del cuello inflamadas, les dijo que el rescate de Keiko no se trataba de una cuestión sentimental, sino de un asunto militar. Les recordó que si ahora sabían cómo era la Tierra, era gracias a los mapas que había trazado Keiko. La vida de la niña de Cipango no era un capricho de un hombre enamorado, sino una razón de Estado: ella conocía, quizá como nadie, la ruta que conducía al Oriente Extremo y en sus manos estaban las llaves de las míticas tierras de Aztlan, lugar del origen de todos los pueblos del valle de Anáhuac.