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Entonces Quetza creyó que era ése el momento de revelar sus planes a la tripulación. Un poco más calmo, pero aún con el pecho convulsionado por la ira, les dijo a todos lo que ni siquiera le había confesado a su segundo, Maoni: no volverían a Tenochtitlan por la misma ruta por la que habían llegado a España, sino que seguirían navegando hacia el Levante; irían hasta Aztlan y harían el mismo camino que hiciera el sacerdote Tenoch para llegar hasta el valle de Anáhuac. Y no podrían hacer la travesía sin la guía de Keiko. De manera que, tal como pedían, dijo Quetza, quizá lo más sensato fuese organizar un plan de fuga, siempre y cuando el propósito último fuese conseguir la liberación de Keiko. No esperó a que sus hombres le manifestaran su acuerdo: era una orden.

Del otro lado de la reja había dos guardias armados con sables, que vigilaban la celda. Ninguno de los mexicas había podido ocultar en sus ropas ni siquiera una punta de obsidiana. Habían sido despojados de cuanta cosa pudiese resultar punzante o contundente: brazaletes, collares y piedras les fueron incautados. Por otra parte, ambos guardias, sentados a más de diez pasos de la reja, estaban fuera del alcance de los presos. Ni siquiera se acercaban para traerles agua y comida: hacían esto arrimando un cuenco y una fuente repleta de pan ácimo y granos con una suerte de pala provista de un mango, equivalente a dos brazos de largo. De modo que los presos estaban completamente inermes y no tenían forma de hacer contacto con los guardias. O al menos, así lo creían los nativos.

Quetza señaló los labios de Tlantli Coyotl, un muchacho muy delgado que tenía una boca desmesurada, y no hizo falta que le hablara para que entendiera el plan: asintió sonriente mostrando su dentadura temible de animal salvaje. Tlantli Coyotl significaba "dientes de Coyote" y no era este nombre metafórico. Para asombro de los desprevenidos, el chico se quitó entera la dentadura superior, que estaba hecha con auténticos colmillos de coyote engarzados en una falsa encía de cerámica, que encajaba sobre la quijada. Quitó dos de los afiladísimos dientes de la cuña, los puso en la palma de su mano y volvió a colocarse el resto de la dentadura. Lo que hizo luego impresionó aún más a quienes no conocían sus secretos: se llevó las manos hacia el soporte del cuello y, a través de un orificio en la piel, comenzó a extraerse, lentamente, el hueso de la clavícula. Cuando lo hubo sacado por completo, los demás pudieron ver que el hueso estaba ahuecado en su centro. Entonces tomó uno de los colmillos y lo introdujo dentro de la falsa clavícula que ocultaba bajo el pellejo, resultando el diámetro de uno perfectamente coincidente con el de la otra. Ahora tenía una mortífera cerbatana. Sólo había que esperar que el guardia que tenía las llaves se acercara un poco para arrimarles agua y comida.

Pasaron varias horas hasta que esto sucedió. El hombre avanzó unos pasos y, a prudente distancia, se detuvo, cargó los víveres en aquella suerte de bandeja y, echando levemente el cuerpo hacia delante, la empujó con el mango. En el mismo momento en que el guardia inclinó el cuerpo, Tlantli Coyotl sopló con fuerza y el colmillo, afiladísimo, se incrustó en medio de la garganta del hombre que, azul de asfixia, cayó cuan largo era. En el preciso instante en que el otro nativo se levantó para auxiliar a su compañero caído, recibió e| segundo colmillo cerca de la nuez. El primer tiro fue pre-clso: al muchacho no le preocupaba su puntería -jamás fallaba-, sino el momento: el guardia no debía caer ni para atrás ni para un costado, sino para adelante, de otro modo no podrían alcanzarlo para quitarle las llaves. Y así sucedió. Estirando mucho los brazos pudieron tomarlo por los cabellos y acercarlo hasta la reja para quitar las llaves que pendían de su cuello perforado por el diente.

Una vez fuera de la celda, tomaron los sables de los guardias y todas las armas que encontraron a su paso. Avanzaron por un corredor y, con la misma llave, abrieron las puertas de las demás celdas liberando a todos los prisioneros nativos. El propósito de soltar a todos los presos era crear la mayor confusión a la hora de salir del edificio, haciendo que, en su huida desordenada, les sirvieran de vanguardia y retaguardia. Tal como supuso Quetza, en el exterior había muchos más guardias custodiando las puertas y, al ver la estampida, la emprendieron con sus armas sin discriminar quién era quién. Así, en medio del tumulto, los mexicas consiguieron escapar entre la multitud de incautos nativos que intentaban fugarse y, sin plan ni método, caían a manos de los soldados.

Ocultos en un pequeño establo en las afueras de Ailhui-catl Icpac Tlamanacalli, tal el nombre con que Quetza había bautizado a Marsella, el ejército mexica deliberaba sobre el modo en que habrían de rescatar a Keiko del cautiverio del cacique y luego recuperar sus barcos para continuar el peri-plo hacia las tierras de Aztlan.

18 Primera batalla

Fue una lucha heroica. Aquel puñado de hombres armados sólo con espadas, cerbatanas, palos afilados, arcos y flechas construidos con los elementos que encontraron en la campiña, tomó por asalto el palacio del cacique de Marsella. No entraron arrasando ni derribando muros y portones, como hacían los ejércitos cuyas tropas se contaban por miles. Lo hicieron con el sigilo de los felinos y la sutileza de los pájaros. El clan de los caballeros Jaguar y el de los caballeros Águila acababa de posar sus garras silenciosas en el Nuevo Mundo. Fue aquella la primera operación militar del ejército mexica. Tan importante como las armas eran para ellos los atuendos. Un guerrero no sólo debía ser temible: antes, debía parecerlo; sabían que el miedo, para que se instalara en el alma, debía entrar por los ojos. Con cortezas de abetos tallaron las máscaras que cubrían sus rostros. Ennegrecieron sus cuerpos con barro y humo y así, sombras entre las sombras, primero redujeron a ¡os guardias del palacio y luego treparon las altas murallas como felinos y se elevaron como pájaros. Los caballeros Águila saltaban impulsándose con sus lanzas a guisa de pértiga.

Sin que el cacique de Marsella lo sospechara, mientras bebía vino junto al fuego del hogar, rodeado por sus hombres de confianza, la protección del edificio ya había sido sordamente quebrada a merced de los soldados mexicas. Después de haber interrogado sin éxito a Keiko, ante el cerrado mutismo de la muchacha, el cacique decidió que tenía mejores planes para con ella. Poco le interesaba ya saber quién era y de dónde había venido, si era cautiva o cómplice de aquellos ladrones de barcos que, de seguro, ya la habían abandonado luego de huir de la cárcel. Después de todo, Marsella era uno de los puertos con mayor tráfico del Mediterráneo y era frecuente que llegaran toda clase de bandidos desde los lugares más lejanos. Lo único cierto era que aquella niña misteriosa era en verdad hermosa y nadie reclamaba por ella. Y a medida que el vino se iba metiendo en la sangre del cacique, menos le interesaba el enigma y más la certeza de aquella carne joven envuelta en esa piel tersa y exótica. Por otra parte, el cacique se caracterizaba por ser un hombre generoso, siempre dispuesto a compartir los placeres con sus amigos y allegados. Y así, acalorados todos por el fuego y el alcohol, le ordenaron a la niña de Cipango que se desnudara. Pero tuvieron que hacerlo ellos mismos, ya que Keiko se resistió con todas sus fuerzas. Los hombres parecían disfrutar mientras veían cómo se revolvía intentando alejarlos como un pequeño animal acorralado. Procedían con la impunidad que les otorgaba el hecho de creerse protegidos, poderosos y dueños de la vida y de la muerte. Pero ignoraban que el palacio ya estaba invadido. Jugaban como un grupo de gatos con un pobre ratón, pero no sabían que había coyotes al acecho.