24 El sueño de Tenoch
Siete pirámides conformaban el centro ceremonial. Al pie del monumento mayor, idéntico a Huey Teocalli, se extendía la plaza desde la cual surgía una amplia calzada que conducía a la piedra de los sacrificios. Quetza y Keiko caminaban a lo largo del camino como quienes transitaran las extrañas calles construidas por los arquitectos que habitan en los sueños. La avanzada mexica tenía la impresión de haber andado ya sobre aquellas piedras tan familiares y desconocidas a la vez. Igual que en Tenochtitlan, a cada lado del Gran Templo había sendas construcciones piramidales. Y a medida que avanzaban, el sueño parecía convertirse en pesadilla. Ese lejano centro ceremonial era igual al de su tierra, sólo que estaba derruido. Roída por el viento y el abandono, aquella ciudad deshabitada parecía ser el espejo del tiempo. Era como ver a Tenochtitlan sumida en ruinas. Caminaban con el terror instalado en sus rostros, como si estuviesen viendo sus propios cadáveres. Allí estaba, reconocible, el Templo del sol. Una plataforma circular reducida a restos de piedras derrumbadas, coincidía con el Templo de Ehécatl-Quetzalcóatl, el Dios del Viento. Al Sur del equivalente de Huey Teocalli, se veían las ruinas del Templo de Tezcatlipoca que, al igual que el de los mexicas, estaba orientado hacia el Poniente. Frente a esta construcción, en la misma ubicación que en Tenochtitlan, había un pedestal, ahora despojado de la escultura en honor del tlatoani. Dispuesta de Este a Oeste, siguiendo el recorrido del Sol, había una escalinata a cuyos pies se veían, claramente, la figura de una serpiente y la de un pájaro. Al ver esta escultura, los ojos de Quetza se anegaron: allí, al otro lado del océano, a tanta distancia de su casa, descubrieron el origen de la señal que había marcado los pasos de Tenoch. Ahora la historia cobraba sentido: cuando los seguidores del sacerdote descubrieron la escena del águila devorando a la serpiente, estaban, en realidad, viendo aquella escultura. Para Tenoch no fue aquella visión una señal caprichosa, sino la materialización de esa escena escultórica que adornaba su antigua ciudad. Aquí y allá podían verse figuras de felinos protegiendo los templos, animales acaso más grandes y temibles que los jaguares.
La vanguardia mexica caminaba hacia adelante y, sin embargo, se diría que, a cada paso, avanzaban en el espacio pero retrocedían en el tiempo. Habían llegado al sitio del origen, a la ciudad desde la cual habían partido los pioneros que fundaron todas las civilizaciones del Valle de Anáhuac y, acaso, todas las otras que se extendían hacia el Norte y el Sur del Imperio. Sobre una de las escalinatas descubrieron un nicho circular formado por piedras. Se inclinaron con respeto y, al remover una de las rocas, pudieron ver un esqueleto envuelto con unos atuendos muy semejantes a los que usaban los sacerdotes que, en Tenochtitlan, pertenecían a la orden de Tláloc.
La disposición de esa ciudadela era igual a la de la capital del Imperio Mexica; desde el recinto mayor del centro ceremonial partían cuatro calzadas que, tal como la de Iztapa-lapa hacia el Sur, la de Tepeyac hacia el Norte, la de Tacuba que unía la isla con la tierra firme y la pequeña calle que iba hacia el Este, parecían estar calcadas de éstas. La plaza de las ceremonias, los edificios, los monumentos y palacios, igual que en Tenochtitlan, estaban dispuestos como los astros en el Cosmos. A medida que avanzaban entre aquellas ruinas, los mexicas no sólo podían reconocer su ciudad, sino su propio universo. Pero, qué había provocado el fin de la civilización de sus ancestros, se preguntaban para sí con silencioso temor. Por qué Tenoch se vio impulsado a partir y abandonar la ciudad. No había ningún indicio de destrucción ni saqueo, nada hacía ver que la ciudad hubiese sido atacada, invadida y sus habitantes sojuzgados. No había vestigio alguno de cataclismo o desastre natural; sólo el calmoso trabajo del viento, la lluvia y la soledad, lentos gusanos de las ciudades muertas, habían horadado el estuco y los pigmentos hasta el hueso pétreo de las pirámides. Era como si todo el mundo hubiese partido obedeciendo a un insondable mandato de los dioses. Y quizás así hubiera sido. Ninguna otra explicación pudo encontrar Quetza en los restos mortuorios de la ciudad. Las garzas caminado sobre las ruinas, hundiendo sus largas patas en los lagos hechos de lluvia y tristeza, tal vez tuviesen la respuesta al enigma.
Y así, sin atreverse a llevar siquiera una piedra de la Ciudad del Origen, temerosos de que sus pasos provocaran una profanación, la avanzada mexica, igual que sus antepasados, abandonó la ciudad cargando con el peso de la congoja y el misterio.
25 La niña de Cipango
La escuadra mexica abandonó Catay, navegando siempre hacia el Levante. Quetza y Keiko, en la pequeña carabela que les diera la reina de España, iban en silencio sabiendo que se aproximaban a un final que aún no podían precisar. La niña de Cipango se había convertido, tal vez, en el marino más valioso de la tripulación. De hecho, sin los conocimientos de Keiko, sin los mapas que podía trazar con su mano sutil y su memoria prodigiosa, quizá jamás hubiesen llegado hasta donde llegaron. Y nunca habrían de alcanzar el destino al cual se dirigían ahora. Aquella muchacha, en apariencia tan frágil, se había comportado como un guerrero más del pequeño ejército y, cuando las circunstancias lo requirieron, supo combatir en las batallas como cualquiera de los hombres y, acaso, con más valor que muchos de ellos. Si estando en tierra firme se aferraban el uno al otro como la única esperanza en este mundo, en medio del mar, en aquella arca que se diría bíblica, en cuya bodega, de a pares, iban caballos, camellos y hasta una elefanta preñada, Quetza y Keiko creían ser el último hombre y la última mujer. Igual que las bestias que llevaban a bordo, serían ellos quienes habrían de perpetuar la especie si un cataclismo borraba la vida de la faz de la Tierra y sólo ellos sobrevivieran.
Y así, lentamente, avanzaban las dos naves dejando tras de sí una estela de espuma que se fundía con las olas hasta desaparecer. Entonces, hacia el Este, otra vez divisaron tierra. Pero por primera vez ante un nuevo descubrimiento, el espíritu conquistador de Quetza se desgarró de pena. Eran aquellas las costas de la lejanísima Cipango. Los ojos de Keiko se anegaron bajo una silenciosa tormenta de sentimientos antagónicos: por primera vez desde que era una niña, cuando la robaron de su casa y la embarcaron hacia un mundo hostil y desconocido, volvía a ver las costas de su patria.
Quetza adivinó en la mirada de Keiko una recóndita voluntad que ni siquiera ella podía descifrar. Tal vez algún día fuese su esposa. Quizá, si alguna vez el mundo fuese uno, si Quetzalcóatl y los demás dioses de la vida llegaran a reinar por sobre los dioses de la muerte y la destrucción, si acaso el único imperio fuese el Imperio del Hombre, entonces no habría fronteras ni océanos que pudieran separarlos. Pero mientras tanto, cada uno era apenas un fragmento de patria que pugnaba por fundirse, otra vez, con la tierra de donde habían partido. Quizás, el sentido último de los viajes fuese el regreso. "Se viaja para volver", había anotado Quetza en algún lugar de sus crónicas. El capitán mexica se dijo que no tenía derecho a arrancar a Keiko de su casa por segunda vez; esa delgada isla, tan sutil como el trazo de un pincel, era su hogar. Sólo entonces Quetza descubrió que había recorrido medio mundo no para descubrir y conquistar nuevas tierras, sino para devolver a la niña que había sido robada de su casa.
La pequeña carabela tocó tierra junto a un muelle. Keiko posó sus pies sobre la explanada y, sin girar la cabeza, caminó con su paso breve hacia la villa de pescadores que se extendía paralela al mar. La niña de Cipango se alejó hasta perderse al otro lado de un seto de cañas mecido por el viento.