»Como te he dicho, en realidad podríamos haber vivido perfectamente del dinero de Cordelia, pero yo estaba harta de mi existencia parasitaria. De forma que busqué un trabajo y lo encontré a las dos semanas de estar allí, en una tienda naturista en Buenavista que era a la vez herbolario, centro new age y puesto de venta de artesanía. Entre la clientela había algunos ingleses y alemanes que se habían retirado allí, de forma que los dueños estaban encantados de contar con una chica joven que hablara idiomas.
»Cordelia se adaptó muy bien. Se compró una bicicleta de montaña con la que iba y venía de Buenavista todos los días. Leía mucho y también pintaba, cocinaba y se dedicaba al jardín. Se supone que las mujeres que no trabajan se convierten pronto en unas neuróticas de tomo y lomo, pero ése no era en absoluto su caso. Al contrario, Cordelia pareció florecer en aquel primer año en Punta Teno. Ya no atravesaba las crisis depresivas de antaño y había engordado bastante. Pero lo cierto es que nuestra vida comenzaba a ser un poco aburrida y yo ya empezaba a pensar en volver al Puerto antes o después.
»Fue en el herbolario precisamente donde oí hablar por primera vez de Thule Solaris. Un día un chico rubio vestido de negro de arriba abajo nos dejó unos folletos en el local para que los repartiéramos entre los clientes. Recuerdo que me impresionó lo largo que tenía el pelo rubio, por la cintura, como un caballero medieval. Se trataba de unos trípticos escritos en alemán, muy bien presentados y maquetados, en los que se anunciaba un curso de meditación en una casa rural, impartido en lo que, a juzgar por las lotos, debía de ser un entorno paradisíaco. Se veía una casa con un enorme jardín, y un círculo de hombres y mujeres vestidos de blanco y sentados en posición de loto entre malas de lavanda. (Ahora sé, por cierto, que las fotos no mostraban ni la casa de Heidi ni el tipo de meditación que se practicaba allí. Supongo que las obtuvieron de un banco de imágenes, o de Internet.) Le llevé el folleto a Cordelia con la idea de que ambas nos apuntáramos al curso que se impartía durante una semana en aquella casa rural. Al final, yo no pude acompañarla, dado que mi trabajo en el herbolario era incompatible con el horario, pero también porque era demasiado caro y no podía pagármelo. Cordelia se ofreció a hacerlo, pero yo estaba cansada de vivir a costa del dinero de otros, me había sentido una sanguijuela mientras vivíamos en casa de Martin, y ahora que por fin había recuperado mi independencia económica (por escaso que fuera mi sueldo) no quería arriesgarme a perderla de nuevo. Me pareció de todas formas excelente, que ella asistiera al curso sin mí. A pesar de que no se pasaba el día en casa, no me gustaba que estuviera tanto tiempo sola, y pensaba que cualquier actividad en la que conociera a gente le sentaría bien.
»Tu hermana regresó completamente transfigurada de aquella experiencia, incluso le había cambiado la cara, te lo juro, tenía otro color de ojos, otra expresión. Hasta el tono de voz y las locuciones que utilizaba eran distintos. La antigua Cordelia transmitía una impresión de difusa fragilidad; la nueva presentaba contornos que parecían más rectos, más definidos. A cada momento cambiaba de gesto, de postura, de tono de voz, de mirada, e incluso de movimiento de cejas y de ojos: parecía que hubiera tomado anfetaminas. Cada uno de los mechones de cabello de aquella mujer era de Cordelia; la nariz, las cejas, las orejas y todas las facciones eran también los de ella, pero era como si tuviera ante mí una gemela y no a la propia Cordelia. Pequeños matices de percepción, datos captados en la brumosa periferia de la conciencia y entre un mar de menudos elementos que jamás habían sido reconocidos ni clasificados con claridad la hacían diferente. Me refiero a esas indefinibles distinciones percibidas vagamente en reacciones lógicas o mediante esa facultad que llamamos intuición. El lenguaje que manejaba, por ejemplo, no era el de la Cordelia que yo había conocido. Por pedante o enrevesada que Cordelia pudiera ser, nunca la había oído emplear expresiones como el «Todo Cósmico Universal» o la «Fuerza Mística». Podía imaginar a Cordelia en actitudes para mí desconocidas e incluso aceptar imprevistos y profundos cambios de modo de pensar, pero en aquella mujer que estaba frente a mí casi nada me recordaba a la chica que había salido de mi casa ocho días antes. A medida que la observaba, me parecía que iba cambiando incluso el color de los ojos (más azules) y el cabello (aún más rubio), y que tanto las facciones como las líneas de su cuerpo se iban haciendo más angulosas. Mi asombro era tanto más profundo y desconcertante cuanto que mi razón se resistía a admitir que dichos cambios se hubieran operado de una forma tan repentina y no de un modo más lento y gradual, como habría sido lo normal. Fue entonces cuando la verdad empezó a hacerse visible en las profundidades de mi conciencia, como cuando buceas y ves un brillo en el fondo que poco a poco se va convirtiendo en un objeto. Pero sólo más tarde me atrevería a aventurarme hasta el fondo para recuperarlo. Porque por entonces sólo albergaba una difusa sospecha.
»Desde que regresó del curso de meditación, una o dos veces por semana Cordelia cogía la furgoneta y se marchaba a aquella casa, ya que había intimado con la psicologa que dirigía el grupo. De pronto, Cordelia sólo veía a través de los ojos de Heidi. Cada conversación incluía a Heidi de una manera u otra. Heidi dice, Heidi opina, el otro día Heidi me dijo… Incluso una vez, en una conversación, se refirió a ella como «el ser espiritual más elevado de la tierra». Cordelia parecía muy orgullosa de que Heidi le prestara a ella especial atención. «Heidi dice que pocas veces ha conocido a una alumna tan perceptiva como yo», decía, y parecía que se hinchaba de orgullo al contármelo. Me acostumbré a que esas conversaciones se repitieran todos los días; las anécdotas que me contaba variaban poco, los comentarios menos, y las frases de efecto, nada de nada. Casi podía anunciarse qué iba a decir y cuándo lo diría. Me hablaba de un mundo de paz y felicidad, decía que notaba que su vida adquiría un nuevo sentido, que el grupo la apoyaba v compartía sus valores. «Heidi me trata como a una persona instruida», me decía, «cita a autores o usa palabras técnicas dando por supuesto que los conozco o las entiendo, conmigo no necesita detenerse en explicaciones como hace con los demás», me decía, orgullosa de que tan elevado ser espiritual la tratase como una persona culta y leída. A menudo me repetía que Heidi le había enseñado a ver el ascetismo como una senda escarpada pero accesible, porque (y esto lo repetía como un mantra) «nuestro yo esencial está siempre dentro de nosotros, no hay más que saber llamarle para que acuda». «La virtud», añadía citando a Heidi, «empieza por un esfuerzo ligero, si bien contrario al hábito adquirido. Al día siguiente el esfuerzo es menos costoso, y su eficacia mayor». Así, siempre con el nombre de Heidi prendido a flor de labios, Cordelia dejó de fumar, de beber alcohol, de comer carne, de consumir alimentos enlatados o envasados y de usar vestimentas de fibra sintética, buscando, según ella, el equilibrio estable del alma. Vivía convencida de que la virtud era cuestión de arte, de habilidad, que se hallaba a través del ayuno y el ascetismo, de las lecturas adecuadas, de la meditación. A mí al principio me gustó el cambio, en lo que significaba de dejar las drogas, pero después me asusté. Porque, poco a poco, la vida de Cordelia se separó de todo lo que la había condicionado y dado sentido hasta entonces para ir girando alrededor del grupo de Heidi mientras yo permanecía en una órbita externa, como si una fuerza centrípeta me hubiera expulsado de los alrededores emocionales de mi mejor amiga, de mi hermana.