»Cordelia, lo veo ahora, era una presa fácil. Sin familia, extremadamente sensible, desesperadamente necesitada de amor, de que la vieran, de que la admiraran, de que la entendieran, siempre se había sentido atraída por figuras paternas, siempre se había enamorado de hombres mayores, siempre en busca del padre que no había tenido. Y Heidi, evidentemente, era la madre que tampoco había tenido. Era una pieza fácil, tu hermana, ya te digo, pero también valiosa. Porque Cordelia tenía dinero. Heidi debía de saberlo desde el principio, y fue tejiendo a su alrededor la tela de araña, lenta pero inexorablemente.
»Por supuesto, tu hermana intentó hacer proselitismo. Una y mil veces me animó a que asistiera a una de las reuniones del grupo, pero una fuerza interna muy poderosa me decía que no debía acudir. Yo pretextaba los horarios de la tienda y mi propio cansancio, hasta que dejó de insistir. En cierto modo la entendía, porque comprendía su necesidad de asidero, de refugio. Yo incluso compartía esa urgencia. Cuanto mayor era mi experiencia del mundo, más aumentaba aquella ansia de fe pero, a la vez, más disminuía mi capacidad para creer a ciegas. Deseaba ver lo invisible pero no me sentía con fuerzas para hacerlo.
»Me temo que en algún instante Heidi previno a Cordelia contra mí. Eso es lo que suelen hacer en ese tipo de grupos respecto a familiares o amigos muy cercanos que puedan mostrarse reticentes a sus ideas. Ya partir de cierto momento, todo fue secretismo. Dejó de pedirme que la acompañara, y se volvió más reservada, más distante. Cuando le preguntaba dónde estaba la casa de Heidi, me respondía con evasivas. Tampoco me hablaba mucho de lo que hacían en los retiros, ni de sus actividades.
»La transformación de Cordelia prosiguió inexorablemente a lo largo de los meses. Empezó a adelgazar a ojos vista, y se le marcaron unas ojeras casi negras. Cambió las camisetas y las minifaldas por unos blusones holgados, siempre oscuros, en los que parecía que su delgado cuerpo flotara. Solía llevar en la mano una especie de rosario que no hacía sino toquetear, como si se tratara de un tic obsesivo. Y se enganchó a las runas, esas piedras con signos que se usan como método de adivinación. Llevaba siempre un juego de runas consigo, en una bolsa colgada de un cinturón que le recogía el blusón a la cintura, y las consultaba obsesivamente, a todas horas. A menudo desaparecía una semana entera para ir a alguno de aquellos retiros y volvía siempre más delgada, más pálida, más… ¿cómo decirlo? Flotante, etérea. Poco a poco se iba enajenando de todo, no sólo de mí, sino de su entorno, y de sí misma, de su propia humanidad, de su propio sentido de pertenencia al mundo. Los ojos le brillaban con una luz opaca, como si siempre mirara hacia otra parte, hacia un mundo cuya existencia no se manifestara en objetos.
»Después empezó a hablar del fin del mundo. Decía que el cambio climático destruiría el planeta en poco tiempo. Esa afirmación no parecía excesivamente disparatada, dado que era la misma tesis que sostenían y sostienen numerosos grupos ecologistas, algunos de ellos muy respetados. Pero más tarde empezó a decir auténticas barbaridades. Decía que cuando llegara el fin del mundo sólo los seres espiritualmente preparados podrían viajar a otra dimensión, porque una nave los recogería para llevarlos a la Última Tierra de Thule. Entendí con el tiempo que se refería a una nave espacial, y entonces me di cuenta de que tu hermana estaba perdiendo la cabeza. El problema es que, como quizá sepas, aquí en Tenerife es fácil creer en ovnis, esta isla es uno de los lugares más mencionados en los estudios sobre ufologia. Son incontables las historias sobre avistamientos e incluso contactos con extraterrestres que han tenido a Tenerife por escenario, y en el Parque Nacional del Teide se organizan incluso expediciones ufológicas. Así pues, no había forma de rebatirle las ideas a Cordelia, ella estaba segura de que los extraterrestres existían y que de alguna manera habían contactado con Heidi. Tu hermana estaba cada día más extraviada, y cuando me vaciaba su alma, cuando me iba enseñando las diversas piezas del rompecabezas que componían su mundo interior, esperando quizá que fuera yo capaz de resolverlo, de colocarlas en orden, yo no entendía nada, y no podía sino fijar en aquel rostro excepcional una mirada llena de esperanza, creyendo que debería suceder un cambio, un milagro, pero no el milagro que Cordelia buscaba, no. Yo simplemente quería que tu hermana recuperara la cordura.
»Empezó a alejarse de mí con un movimiento lento, discreto, irresistible y regular, como el gato de Cheshire, que en el cuento de Alicia se desvanecía en el aire poco a poco. Primero se difuminaron los ojos azules, que pasaron de ser vivaces e inquisitivos a descoloridos y casi transparentes cuando dejaron de mirarme, de fijarse en mí. Después, todo su cuerpo se disgregó, sus miembros adelgazaron, sus rasgos se confundieron, incluso su aroma se alteró cuando dejó de usar el perfume de ámbar que siempre había llevado y empezó a oler a tina extraña mezcla de hinojo e incienso. Por fin, se fue su espíritu. Porque Cordelia podía estar en casa, pero su espíritu no estaba, estaba con Heidi. Cordelia iba de una habitación a otra impregnada de Heidi, marcada por ella, pensando en ella, y así atravesaba la casa como una sombra, como un recuerdo, con una sonrisa fija e inexpresiva en los labios y la cabeza en otra parte.
»Al final, sabía que Cordelia acudía casi a diario a la casa de Heidi mientras yo estaba trabajando en la tienda, pero me sentía impotente. Por último, desesperada, una mañana colgué en la puerta de la tienda un cartel que decía «Vuelvo dentro de una hora» y me fui a casa a media mañana, cuando sabía que ella no estaría allí. Me puse a registrar su habitación, cosa que no había hecho jamás en todos los años en los que habíamos compartido espacio juntas. Encontré en un cajón un cuaderno lleno de notas garrapateadas, de anotaciones sin sentido que venían a componer una especie de historia o leyenda mágica. Hablaba de que el cosmos se creó del enfrentamiento entre el frío y el calor, y de que cuando los bloques de hielo cósmico chocaron con el Sol, se crearon los planetas. Decía que la Tierra había tenido cuatro lunas y que durante el período cuatrilunar había surgido una raza blanca de semidioses de grandes poderes físicos, intelectuales, psíquicos y mágicos, creadores de la civilización de Hiperbórea, cuva capital era la isla de Thule. Pero, paulatinamente, cada luna fue cayendo, y en los períodos que siguieron a la destrucción por el cataclismo lunar surgieron las razas inferiores. Al destruirse Hiperbórea, los thulianos viajaron al sur, a Europa, y de ellos descenderían los modernos indoeuropeos. Pero algunos se escondieron bajo tierra, esperando que la energía de la Fuerza Mística de Vryl fuera redescubierta para así poder salir de su civilización subterránea, y reconquistar el mundo.
– Es curioso… Lo de esconderse bajo tierra. Algo así venía a decir Manson. Que habría un cataclismo y que los negros se harían con el mando. Pero los blancos se esconderían bajo tierra y, llegado el momento, saldrían a la superficie y recuperarían el poder. Creo que todas las historias de apocalipsis que cuentan los líderes de sectas con intenciones mesiánicas deben de nutrirse de las mismas fuentes… Una especie de inconsciente colectivo, quizá.
– Puede ser. No sé gran cosa de sectas, la verdad. Ni tampoco de Charles Manson. Pero hubo una frase en todo aquel galimatías que me llamó mucho la atención v que cobra nuevo sentido ahora, a la luz de todo lo que ha sucedido. Te la cito casi de memoria, porque me impresionó tanto que me la aprendí. Decía así: «El valor del sacrificio no depende de si la víctima, voluntaria o no, cree en la redención. En todas las culturas, en todas las religiones, se proclama la necesidad de sacrificio».
– La frase tiene bastante sentido. Y da miedo.
– Encontré también los extractos bancarios de Cordelia. Había innumerables transferencias emitidas a una cuenta a nombre de una sociedad, la Sociedad de Thule. Parecía que tu hermana le estaba transfiriendo toda su herencia a esa mujer.