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En la cocina, una nota de Helena: «I'll be back at 14.30. We can go for lunch then. If you wanna call me, my number is…»

¿Lunch? ¿A las dos y media? Gabriel nunca se acostumbraría a aquellos horarios. Envió un mensaje a Patricia desde el iPhone. No le apetecía mucho hablar con ella, sabía que no haría sino preguntar cuándo iba a regresar, y él no se sentía en condiciones de responder. De hecho, una voz agudísima le decía, desde el fondo de algún desván perdido del subconsciente, que no quería volver a Inglaterra.

Helena había dejado una bandeja con zumo de naranja, tostadas, fruta y café, y un juego de llaves. Gabriel desayunó en silencio armándose de valor para la empresa que tenía pensado acometer, una expedición en la que iba a necesitar de todo su coraje pese a que el objetivo se hallara a pocos metros de distancia. Había pensado en inspeccionar el cuarto de Cordelia.

Al abrir la puerta, la habitación le pareció silenciosa y lúgubre como una tumba tras los postigos cerrados. Desplazándose silenciosamente como por una cámara mortuoria, Gabriel la atravesó y, al abrirlos, inundó la habitación una luz límpida que tenía el tono y la transparencia del mar. Cuando se hicieron visibles los contornos de los muebles y los objetos, lo que más impresionó a Gabriel fue el escrupuloso método obsesivo que reinaba, centímetro a centímetro, en la estancia. En el tocador se alineaban tai ros y frascos cuidadosamente colocados por tamaños. Los libros de la estantería parecían ordenados por orden alfabético y la cama estaba hecha. Al abrir el armario, vio las camisetas dispuestas con pulcritud y clasificadas por colores en las baldas, los pantalones y las camisas colgando arregladamente, los zapatos lustrados y en hormas. Aquella simetría y regularidad neuróticas, tan parecidas a las que Patricia se empeñaba en imponer en la casa que compartían, le inspiraba inquietud y desazón. Si Cordelia se estaba preparando para el desorden final, para la gran nada, para la desaparición, ¿por qué lo había dejado todo tan bien estructurado, hasta los objetos más insignificantes? Un esfuerzo maníaco que a Gabriel le resultaba inútil y ridículo, una tarea estéril que expresaba un triste deseo inalcanzable: el de poner orden en el gran desorden que siempre había campado en la cabeza de Cordelia.

Y, sin embargo, aquella habitación era Cordelia, el alma de Cordelia. La lámpara, la mesilla de marroquinería, la estantería de madera antigua, la colcha, el cenicero, la pirámide de cuarzo en la mesilla de noche, el tapiz que decomba una de las paredes… No armonizaban mucho entre sí, pero cada objeto de la habitación era especial. Se notaba que allí nada había sido adquirido en una tienda. Cada detalle tenía el acabado artesano que hacía pensar en Cordelia recorriendo mercadillos o tiendas de antigüedades por toda la isla. Gabriel tuvo la impresión de que aquellos objetos no los habían comprado los dueños de la casa, porque la decoración de esa habitación en nada recordaba, por ejemplo, a la de la cocina, sino que Cordelia los había elegido uno a uno a partir de su propio y muy personal criterio estético. Aunque pudieran parecer disonantes si uno buscaba una uniformidad estética entre ellos, la relación que se establecía entre todos era de una armoniosa y coherente discordancia.

En el armario, al lado de los zapatos, había una vieja caja de galletas de latón. Dentro había una carpeta azul marino sujeta con una goma que contenía fotos. Gabriel vio sus propios ojos. Los dos incisivos de más que le sacaron cuando tenía catorce años. Llevaba unos pantalones azules que no recordaba, y su propia sonrisa. Era él, de niño. La carpeta estaba llena de fotografías de infancia suyas y de Cordelia. A Gabriel le resultó muy duro pensar que ella le había dejado allí, que no había contado con él para su nueva vida. Prefirió imaginar que quizá su hermana pensaba volver.

Examinó los títulos de los libros, ordenados alfabéticamente por autores: Blake, Borges, Certeau, Cirlot, Eliade, T. S. Eliot. Gilbran, Hesse… Blake siempre había sido el poeta preferido de Cordelia, desde los catorce años. Le extrañaba que no se hubiera llevado el libro consigo. Se trataba, además, de un ejemplar muy caro de sus obras completas, antiguo, de guardas de tela y cantos dorados, que Gabriel reconoció de inmediato. Cordelia lo había comprado a los quince años en una librería de viejo, y había estado ahorrando meses para poder adquirirlo, tras convencer al dueño de la tienda de que le permitiera pagarlo a plazos. Lo abrió. Muchos de los versos estaban subrayados: « To see the world in a grain of sand, and to see heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hands, and eternity in an hour.» Entre las páginas encontró una rosa seca que podía llevar, a juzgar por su estado, años aprisionada en el interior del libro. Y billetes del ferry Tenerife-Las Palmas-Las Palmas-Fuerteventura.

Gabriel inspeccionó uno por uno todos los demás libros, sacudiéndolos como esteras a las que se quita el polvo en busca de algún otro papel o nota que Cordelia hubiera dejado entre las hojas. Nada.

Encendió el ordenador. No le pidió clave. Buscó en la carpeta «Mis documentos». Nada. Vacía. Cordelia, evidentetemente, había limpiado el contenido antes de partir. Revisó los cajones de la mesa en la que se hallaba el ordenador: Clips, gomas, lápices, un estuche para guardar cedes. Joy Division, Bauhaus, Japan, Dylan, Tom Waits, The Gyuto Monks, David Byrne, Galaxy 500, Bill Evans, Coltrane, Rull is Thomas, Infinity… Allí había unos veinticinco cédés con los nombres de los grupos o intérpretes cuya música contenían escritos con una caligrafía pulcra que Gabriel reconoció como la de su hermana, las mismas letras picudas que recordaba de las postales y las cartas que le había enviado cuando estuvo en París en su viaje de fin de curso. La misma letra de la última carta, la de la despedida.

En el cajón de la mesilla había unas gafas de sol de diseño antiguo, una pluma Montblanc sin tinta que debía de ser carísima -se extrañó de que Cordelia la hubiera dejado allí-, un cepillo de pelo -con algunos cabellos rubios todavía prendidos entre las púas, lo que hizo que se le empañaran los ojos-, una caja de aspirinas, un diccionario de bolsillo inglés-español, unos auriculares y un bote pequeño de crema hidratante de Guerlain. Nada más.

Tenía la impresión muy vivida de que allí, escondido bajo la aparente pulcritud de la habitación de Cordelia, le esperaba un mensaje importante, un detalle que había pasado por alto, como en esas sopas de letras que a primera vista parecen una maraña informe y sin sentido de caracteres y en las que después, en una ojeada más detenida, uno va descubriendo palabras. La intuición de una fractura, de una distancia, de un radical desencuentro entre lo que se veía y lo que estaba. En algo no había reparado, tenía esa impresión muy clara, pero ¿en qué? ¿Qué pista se le estaba escapando?