Llamó al número que Helena le había dejado y le preguntó dónde estaba la tienda. «En la plaza -dijo ella-. Te doy el nombre de la plaza y el número.» Le proporcionó también un número de radiotaxi porque la casa estaba algo alejada del pueblo. «No te preocupes -le dijo-, aquí todos los taxistas entienden el inglés.» «Hablo español», le recordó Gabriel. «Sí, bueno, como quieras.»La encontró en el mostrador de la tienda, ocupada en etiquetar productos con una máquina que parecía una grapadora gigante. Se había soltado el pelo y el sol arrancaba destellos a la espesa cabellera castaña y rizada, que relumbraba como un aura rojiza alrededor del rostro de Helena. Sonrió cuando le vio, y a él la sonrisa se le coló en lo más profundo.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó ella.
– Sí, mucha. Supongo que no debería tenerla, pero me siento capaz de comerme un caballo entero.
– Es lo normal, el mar da hambre. Si esperas media hora a que cierre, puedo llevarte a un guachinche maravilloso.
El guachinche estaba a unos cuantos kilómetros de Buenavista, mirando al mar. Les fueron trayendo un plato tras otro y Helena le iba explicando el nombre de cada manjar: garbanzas compuestas, conejo en adobo, papas con costillas de cerdo, piñas de maíz. El vino del país era afrutado y blanco. A los dos vasos, Gabriel empezó a sentirse feliz de estar allí. La vocecita que le instaba a quedarse se iba haciendo más y más insistente. De alguna manera le parecía que todo lo que había vivido con Patricia era irreal, como si hubiera estado bajo el influjo de un hechizo y, de pronto, al caerse el velo del encantamiento, la carroza volviera a ser calabaza y el palafrenero un ratón, mientras que la verdadera vida, la única digna de ser vivida, transcurría allí, en aquella tierra de arena negra.
– Verás -dijo Helena-, tengo algo más que contarte.
– ¿Más todavía?
– Sí. Y es largo de contar.
4
– Hay algo que no me atreví a contarte cuando hablamos el otro día. No es que no me atreviera, en realidad, es que lo omití porque…, bueno, porque era una de tantas historias que nos sucedieron durante esos años y porque, si la incluía en el relato, iba a crear, ¿cómo se dice?, una desviación. O sea, que pensé que iba a alargarme demasiado, o a apartarme de lo importante, de lo que debías saber urgentemente. Creo que también la omití porque pensé que aquél no era quizá el momento de que lo supieras, no quena… no quería… No sé cómo explicarlo, no quería liarte la cabeza llenándotela de historias… difíciles, por decirlo de alguna manera.
– ¿Quieres decir que hay algo más de Cordelia que no me has contado? ¿Tenía problemas serios con las drogas o algo así?
– No, qué va. no tiene nada que ver con eso. Es sobre otro asunto.
– Soy todo oídos.
– Mira, Gabriel, a ver por dónde empiezo… Evidentemente, sabes que tu madre era canaria.
– Sí, claro.
– Y ¿qué más sabes de ella?
– Que trabajaba en un hotel en Londres, que allí conoció a mi padre, que estaba en viaje de negocios. Que él tenía treinta y cinco y ella aún no había cumplido los veintiuno, que se enamoraron, que se casaron, que nací yo…
– Y ¿nunca te preguntaste por qué no conociste a tus tíos, a tus primos o a tus abuelos? ¿Por qué nunca viniste a visitar Canarias, su pueblo de origen? ¿Por qué ningún familiar de tu madre asistió al funeral o se puso en contacto con vosotros después de su muerte?
– Según tengo entendido, mi madre era huérfana y no tenía hermanos. Y nunca vinimos a Canarias, supongo, porque no se dio el caso. Ten en cuenta que ella falleció cuando yo tenía diez años.
– Y ¿tu madre nunca te contó cómo habían fallecido sus padres?
– No. Supongo que nunca se habla de esas cosas con un niño…
– Y, de mayor, ¿nunca sentiste curiosidad? Curiosidad por conocer la historia de tu madre, de dónde venía, cómo había llegado a Inglaterra… Al fin y al cabo, sabías mucho de tu padre. Conocías a toda su familia, sabías dónde había nacido, dónde había vivido… ¿No echaste de menos conocer más sobre tu madre?
– Mira, la verdad es que no. Crecí sin padres y siempre procuré no pensar mucho en ellos… No recrearme con la pérdida, no darle más vueltas al hecho de que era huérfano. Los había perdido, y fue muy doloroso. Y acordarme de ellos me deprimía. Supongo que es la única explicación a esa falta de interés, que, por lo que parece, a ti te resulta tan extraña.
– No es que resulte ni extraña ni normal. Pero el caso es que tu hermana sí se hacía preguntas. Por eso precisamente vino aquí, en busca de sus orígenes, en busca de su pasado.
– ¿Y?… ¿De eso quieres hablarme? ¿Encontró algo que yo debería saber?
– Sí, lo encontró. Verás, el hombre con el que vino…
– Richard.
– Richard, exacto, era amigo de tus padres. El conocía por tanto el nombre completo de tu madre.
– Mi madre se llamaba Aneyma Hernández, de soltera. Aneyma Sinnott tras casarse. Hasta ahí sí que lo sé. De todas formas, en Inglaterra todo el mundo la llamaba Anna. Su nombre canario era difícil de pronunciar.
– Aneyma no es un nombre canario. Parece guanche, pero no lo es. Es un nombre muy raro. Además, como sabes, en España se llevan dos apellidos, el del padre y el de la madre, y las mujeres no pierden legalmente los apellidos al casarse, de forma que tu madre, en su partida de nacimiento española y en su pasaporte español, tenía dos apellidos. Se llamaba María Aneyma Hernández Betancur. Y ese segundo apellido no es tan común. Entre el nombre, inusual, y el apellido, también inusual, la posibilidad de (que hubiera muchas mujeres en Canarias con ese nombre era remota, por no decir imposible. Así que sólo quedaba buscar la ciudad de origen de tu madre e indagar en el Registro Civil. Y Richard ayudó a tu hermana. No sé exactamente por qué, supongo que porque era el gestor de vuestro fideicomiso y por esa razón tenía acceso a todo tipo de documentos, entre los que se encontraba la partida de nacimiento de tu madre.
– Y porque estaba enamorado de Cordelia, es obvio.
– Sí, claro. Lo cierto es que ella se enteró así de que tu madre había nacido en Candelaria, un pueblo de Tenerife. Su intención al venir aquí era indagar allí para saber algo más sobre vuestra madre.
– Y fue inmediatamente a Candelaria, supongo…
– No inmediatamente. Esperó casi dos años, no sabría decirte por qué. Quizá por las mismas razones por las que tú no quisiste investigar. Quizá porque le parecía difícil aceptar la idea de que su madre, que se había quedado huérfana tan joven, hubiera dejado a su vez huérfanos a sus dos hijos… Era demasiada casualidad. ¿Tú nunca lo viste así?
– Pues la verdad es que no. No pensaba en ello. Quizá fuera una estrategia defensiva, no lo sé.
– ¿Has oído hablar de las constelaciones familiares?
– Creo que sí… Me suena. Un tipo de terapia alternativa, una cosa esotérica de esas que tanto le gustaban a mi hermana.
– No sé si es esotérica o no, pero sí, se trata de una terapia alternativa. Grosso modo, y no sé si sabré explicarlo bien, la teoría de las constelaciones familiares es que, de alguna manera, estamos condenados a repetir los errores de nuestros ancestros, incluso si no los hemos conocido. Por ejemplo, si en una familia ha habido un asesinato, es muy probable que entre los hijos, los sobrinos o los nietos del asesino haya otro asesino.
– Pero eso se puede explicar por una cuestión de predisposición genética o de influencia ambiental. Si creces en el Bronx y tu padre está en la cárcel, tú puedes acabar en la cárcel también; no hacen falta teorías esotéricas para explicar algo así.
– De acuerdo, pues entonces te pongo otro ejemplo. Cordelia tenía un libro sobre constelaciones. Me dejó helada leer que, si en una familia había habido un hijo ilegítimo, los descendientes de esa familia tendrían también hijos ilegítimos, y, aquí viene lo sorprendente, cuando la existencia de ese familiar ilegítimo hubiera sido silenciada. Se habían registrado muchísimos casos. Son esquemas que se transmiten de generación en generación.