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– Sí, la verdad es que sí.

– Por eso he esperado para contártela. Pero pensé que tenías derecho a conocerla.

– Y creíste bien. Me alegra que me lo hayas dicho.

– También te lo he contado porque pienso que, de alguna manera, este descubrimiento tuvo algo que ver con la necesidad de Cordelia de integrarse en una…, no sé, una especie de familia sustituía. Creo que la secta de Heidi le daba esa sensación de pertenencia a una estructura que la acogía con amor incondicional, la que se supone que debe proporcionarte una familia.

– Pero que no siempre te proporciona. De lo contrario, no habría tantos casos de violencia doméstica.

– Sí, pero supongo que si no has tenido familia idealizas esa estructura, o piensas que te falta algo. Además, esa convicción que ella tenía de que había repetido la historia de su madre, de que las teorías de las constelaciones familiares funcionaban, aceleró su búsqueda de una razón mágica, espiritual, que guiara su vida. Al menos, eso creo yo.

5

EL INFINITO EN UN GRANO DE ARENA

Acabada aquella conversación, Helena debía regresar a su trabajo en el herbolario, que abría a las cinco. Se ofreció a llevar a Gabriel hasta la casa de Punta Teno, pero él se negó. Podía perfectamente ir andando, era un paseo de media hora por una carretera recta y disfrutando de un paisaje excepcional. Además, necesitaba pasear, necesitaba pensar. Asimilar todo lo que había escuchado. Acompañó a Helena a la tienda y emprendió el camino a la casa.

La cabeza le hervía. Demasiada información en muy poco tiempo. Uno no se entera todos los días de que tiene tíos y hermanastros, de que su madre ha vivido una vida que él desconocía por completo. De que su madre no es la persona que él creía que era. Aunque, pensaba Gabriel, probablemente eso le pasaba a todo el mundo antes o después. En cierto modo, se sentía traicionado por Aneyma, porque le hubiera ocultado información esencial sobre sus orígenes y su identidad. Quizá, pensó para exculparla, su madre pensaba revelársela más adelante, cuando él tuviera edad para entender, pero murió antes de poder hacerlo. O quizá su madre tenía todo el derecho a querer dejar su vida atrás, a borrar huellas y eliminar pistas. ¿Por qué no? Gabriel daba vueltas y más vueltas al hecho innegable de que la mayoría de nosotros no pensamos o no queremos pensar en el hecho de que nuestros padres han tenido una vida anterior a nuestro nacimiento, con sus errores y faltas, con su confusión y ambigüedad. Empezamos nuestra vida entregados a los dos seres más importantes de ésta: nuestro padre y nuestra madre. Hacia ellos nos mostramos abiertos, puros, vulnerables y totalmente dependientes de su amor y su atención. Deseamos, y por tanto esperamos, que sean tal y como nosotros los imaginamos: fuertes, heroicos, resistentes, generosos. Y cuando no lo son, cuando no se adaptan a nuestras expectativas, nos atascamos en la queja de lo que no recibimos, de lo que no nos dieron, de aquello a lo que creíamos tener derecho y se nos negó.

Para apartar esos pensamientos de la cabeza, Gabriel intentó concentrarse en el otro tema que esa mañana le había removido por dentro. ¿Qué mensaje secreto había en la habitación de Cordelia que él había sido incapaz de descifrar? Había algo, de eso estaba seguro. Era como cuando se levantaba con una melodía en la cabeza y era incapaz de recordar el título de la canción o el nombre del intérprete y esa melodía le perseguía obsesivamente durante días, o como aquella vez, en Londres, en la que fue a ver una obra de teatro en cuyo texto reconoció frases enteras de una novela que ya había leído, pero no podía recordar tampoco el título del libro o el nombre del autor, y se pasó meses intentando hacer memoria hasta que por fin, una mañana, aliviado, lo supo. Y fue a la estantería y escogió el libro y leyó la misma frase: «¡Y pensar que he desperdiciado años enteros de mi vida, que he querido morirme, que he sentido el amor más grande por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!» Era Marcel Proust.

Algo parecido le sucedía entonces. Había algo en la habitación de Cordelia que él había pasado por alto. Pero ¿qué? Una frase: «To see the world in a grain of sand, and to see heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hands, and eternity in an hour.» Arena, los granos de arena, playas…

¿Por qué su hermana, al partir, había dejado allí su libro favorito, su posesión más preciada? ¿Estaba dejando un mensaje?

Al llegar a la casa dirigió sus pasos directamente a la habitación de Cordelia. Allí estaba, silenciosa como una tumba, digna como una pirámide que guarda su secreto. Gabriel abrió el libro de Blake. Los billetes a Fuerteventura tenían fecha de un año antes. «Infinity in a grain of sand.» Arena. No sabía nada de Fuerteventura, excepto que en las agencias de viaje británicas las fotos de la isla siempre enseñaban playas. Playas de arena blanca.

Uno por uno, abrió los libros y los sacudió como ya había hecho antes, por si acaso. No cayó ningún papel. Revisó dentro de los zapatos, de los bolsos, en los bolsillos de las chaquetas, por si Cordelia hubiera dejado allí una nota. Encontró algunas monedas, pañuelos de papel, caramelos… Nada especial. Volvió a abrir cada cedé. Leyó los títulos de los álbumes. Y entonces se dio cuenta. ¿Cómo no había reparado en algo tan obvio la primera vez? Infinity. Algo, una intuición radical y profunda, le dijo que ése no era el nombre de un grupo de música. Metió el cedé en el ordenador. Había una carpeta titulada «Paradise». Otra vez Blake. Dentro había varias subcarpetas, ordenadas por fechas. Abrió la primera. Fotos de Helena en la playa, en topless. Los pechos eran como Gabriel los había imaginado, pequeños y redondos. Helena cocinando. Helena y Cordelia abrazadas, sonriendo a la cámara. Cordelia bebiendo un refresco con una pajita. Helena con gafas de sol. Cordelia con un sombrero de paja. Cordelia con el pelo mojado. Helena, Cordelia, Helena, Cordelia, Helena, Cordelia. Cordelia llamándole desde una lejanía más profunda y oscura que la geográfica.

Las siguientes carpetas contenían fotos similares. La vida que Cordelia había llevado durante los últimos años desfilaba ante sus ojos. Una Cordelia sonriente, radiante como él no la recordaba. En algunas, un hombre mayor, atractivo, que supuso sería Martin. Una piscina al borde de un acantilado, las dos chicas mirando a cámara, vestidas con sendos trajes blancos. Numerosas puestas de sol. Playas de arenas blanquísimas y aguas turquesas como las que aparecían en los folletos de agencias de viajes. También playas de arena negra y acantilados que recordaban a los de Escocia. Hibiscos. Hortensias. Fotos tomadas por la noche en las que Cordelia aparecía abrazada a desconocidos sonrientes. Cordelia con el pelo largo y rubio que le caía por debajo de los hombros. Más tarde, Cordelia con el pelo corto. Helena vistiendo un traje negro ceñido y escotado, con una copa de champán. Cordelia en top y shorts, al lado de una bicicleta. Cordelia con jersey a rayas, sentada en la terraza de un café, fumando un cigarrillo. Cordelia irradiando confianza en sí misma. Cordelia segura de quién era. Una Cordelia feliz, viviendo una vida feliz que él no había podido compartir.

La última carpeta llevaba por nombre «Fuerteventura». Allí no aparecía Helena. En las fotos la sustituía una mujer rubia y madura de pómulos altos y ojos almendrados, una belleza nórdica y fría a la que Cordelia había fotografiado en todos los ángulos y planos posibles, con la obsesiva dedicación de quien retrata un rostro muy querido o admirado. Otra vez playas blancas, y el mar. Y una villa, fotografiada desde diversos ángulos, que tenía la apariencia de un castillo amurallado con su torre. Gabriel verificó que el ordenador no tenía conexión a Internet. Lógico, sería difícil establecerla en un sitio tan aislado. Sacó del bolsillo su iPhone y entró en Google. Tecleó «Heidi Meyer» y buscó imágenes. En las noticias que se habían dado en los periódicos españoles, británicos y alemanes, se repetía siempre la misma fotografía. Borrosa, en blanco y negro, tomada probablemente en su juventud. Como la mayoría de la gente que tiene algo que esconder, Heidi Meyer no se dejaba sacar fotos alegremente. Gabriel comparó la imagen con la de las fotos del ordenador. Resultaba difícil estar seguro, pero habría jurado que la mujer que aparecía en las fotografías de la carpeta era ella.