– No te preocupes por mi trabajo. Puedo negociarlo. Me deben vacaciones. Además, soy socio de la empresa. Y tú, ¿puedes dejar el tuyo, tu trabajo?
– No lo sé… Supongo que sí, unos días.
– ¿Puedes buscar a alguien que te sustituya?
– Podría intentarlo. No creo que sea difícil, no estamos en temporada turística.
6
Desde el avión, Fuerteventura nada tenía que ver con la isla que habían dejado. Aquélla era verde y poblada, sembrada de casitas y plantaciones, y a la que se estaban acercando era ocre y desierta, como un panorama lunar o soñado. Una tierra reseca y de paisaje cuarteado, enhebrada por barrancos desangrados y marchitos y por montañas erosionadas por los años que, desde el cielo, hacían ondas en el paisaje. No se veían casas, sólo aquella llanura rojiza, desértica.
El color del mar que rodeaba aquella tierra nada tenía que ver con el de su infancia, que era de una tonalidad mineral, entre gris, verdoso y negro. El mar que estaban sobrevolando era de un azul limpio y claro, turquesa cuando se acercaba a las orillas, y a Gabriel le recordaba a los ojos de Cordelia. Pero era un mar sin viento, sin olas, desorientado, sin espuma en los labios, sin cólera, plano y conforme, y los ojos de Cordelia siempre fueron vivaces e inquisitivos, o al menos así los recordaba él. Un sentimiento intenso y punzante como una quemadura le decía que Cordelia estaba viva y no devorada por sus peces. El sol que caía a plomo le arrancaba al agua destellos verdes, amarillos y turquesas, como un caleidoscopio.
Durante el trayecto hasta Fuerteventura, Helena apenas le dirigió la palabra, aunque Gabriel no se sintió ofendido por su silencio. Más bien al contrario, le parecía una prueba de confianza y le tranquilizaba el hecho de que la chica no se viese obligada a rellenar el vacío con una conversación formal e intranscendente, de circunstancias.
Apenas llevaban equipaje. Una mochila cada uno cargada con lo imprescindible, camisetas, trajes de baño, ropa interior. Le maravilló el hecho de que Helena pudiera hacer una bolsa en tan poco tiempo y ocupando tan poco espacio. Cuando había viajado con Patricia ella acarreaba siempre dos bultos, una maleta y un neceser en el que llevaba todas sus cremas y su maquillaje, amén de las tenacillas de rizar, los útiles de alquimia que la transformaban cada mañana en la mujer que quería ser y que no era. El mismo ejército en formación que había en su casa desplazado a otro campo de batalla. Helena no se maquillaba nunca, de eso ya se había dado cuenta, y probablemente tampoco usaba cremas. Ada tampoco se maquillaba, y Cordelia, en lo que él recordaba, se dibujaba a veces una línea negra para resaltar sus ojos azules y poco más. Gabriel no podía evitar darle vueltas a aquella frase de Proust y al hecho de que estaba a punto de casarse con una mujer que en realidad no tenía nada que ver con lo que a él le gustaba. La misma mujer a la que esa misma mañana había enviado un larguísimo mail -trabajosamente redactado en el iPhone- informándole de la entrevista con la policía y explayándose en la tristeza que sentía al imaginar la posibilidad de no volver a ver nunca a la hermana de la que se había distanciado pero con respecto a quien siempre había imaginado una reconciliación futura, una charla fraternal frente a una chimenea, junto a una Cordelia envejecida y ya cansada de aventuras. En el mail había exagerado las condiciones de la isla. Aseguraba que en Punta Teno había escasa o ninguna cobertura, mintiendo descaradamente respecto al hecho de que había apagado el iPhone con la intención de encenderlo dos veces al día, por la mañana y por la noche, para comprobar si había un mensaje urgente desde la oficina, no para leer la respuesta de su prometida, que le saturaba entretanto el buzón de mensajes. Encerrado en la celda de sus dudas, era perfectamente consciente de que huía de Patricia, y de que el atractivo de Helena había removido su conciencia, sacando a la superficie dudas tanto tiempo sepultadas en los lodos de su fondo más profundo. Inglaterra le despertaba una punzada de dolor culpable, un tirón en la conciencia, pero la nueva vida le estaba engullendo en toda su variedad. Y, sin embargo, no podía quejarse de los dos años pasados junto a Patricia. Era una vida fácil. Después de tanto tiempo juntos, ambos tenían bien claras las instrucciones, las advertencias menores, las pistas para hacer más fácil la cotidianeidad, lo que le gustaba o le disgustaba al otro, sus preferencias y sus tabúes. No mires por encima de mi hombro cuando estoy leyendo, no uses mi champú, tengo que tararear mientras cocino, me gusta bañarme solo. Vida tranquila, buen sexo, un sentimiento de seguridad parecido al que se experimenta cuando se abre la nevera y uno la encuentra llena, con los alimentos pulcramente ordenados en las baldas. Pero aquel viento cálido que en Punta Teno alborotaba el pelo de Helena parecía haberse llevado muy lejos el recuerdo de Patricia y de su afecto envolvente y empalagoso.
Gabriel se sentía escindido en dos. Un Gabriel que sabía que lo sensato era volver a Londres y casarse, y otro que ansiaba desesperadamente una historia de pasión, sin compromisos ni chantajes, sin obligaciones ni contratos. Gabriel se sentía escindido entre lo que Patricia era y lo que Helena representaba. Amaba a Patricia, la conocía bien, la entendía, congeniaba con ella, compartía con ella referentes comunes, gustos literarios y musicales e incluso un mismo sentido del humor un tanto negro y cínico. Patricia era una opción real, con sus limitaciones pero real, mientras que Helena era más bien una pantalla en la que Gabriel había proyectado su propia fantasía. No la conocía, no se conoce a nadie en tres días, y necesariamente debía de haberla idealizado. Por Patricia sentía algo muy profundo y muy reaclass="underline" amistad, complicidad, una relación sexual basada en un conocimiento mutuo de sus limitaciones, e incluso una aceptación de sus defectos.
Pero la atracción que tiraba de él hacia Helena en torbellino no tenía razón concreta ni motivo racional. No podría haber enumerado las razones por las que Helena le volvía tan loco, mientras que podría haber hecho en tres minutos una lista con las cincuenta razones por las que creía que debía casarse con Patricia. Quizá precisamente, por irracional, fuera una fuerza tan fuerte, porque remitía directamente a lo oscuro y enterrado, a carencias infantiles y miedos inconfesables.
Oh, pero el amor de Patricia… Ese amor de merengue y almíbar, cálido como un edredón de plumas, dulce como una tarta nupcial, constante como el fluir de un manantial… Pegajoso como el velero. Precisamente ese carácter tan dependiente de Patricia le atraía y le repelía a la vez. Se podría decir, si uno quería ser romántico, que Patricia se entregaba a quien amaba, y si uno quería ser escéptico, que Patricia era excesivamente dependiente, que no sabía estar sola, e incluso -Gabriel había llegado a pensarlo en los peores momentos de duda- que vampirizaba a sus seres queridos extrayendo de ellos la energía para seguir adelante y la razón de vivir que no sabía encontrar por sí misma. Era cierto que Patricia se daba mucho, que era cariñosa y atenta hasta el extremo, pero también era enormemente controladora. En un día cualquiera podía llamar a Gabriel hasta seis veces a la oficina con las excusas más peregrinas, como, por ejemplo, informarle de un comentario ingenioso que un conocido común había colgado en una red social. Gabriel sabía también que le leía los mensajes del correo electrónico y los mensajes de texto en el iPhone. Lo había sospechado desde el principio al reparar en que Patricia conocía detalles de sus asuntos en la oficina que él estaba seguro de que no le había contado, pero lo confirmó después de tenderle a Patricia una pequeña trampa en la que ella cayó inocentemente. En alguna ocasión, le había mencionado sin muchos detalles su historia con Ada, en una de esas conversaciones postcoito en las que los amantes se sinceran y hablan de su pasado. Así que Gabriel abrió una cuenta de correo con un nombre falso, el de Ada. Envió a la cuenta que se podía leer desde su iPhone un mail en el que decía: «Estoy muy bien en Sheffield y el trabajo va bien, pero te echo de menos.» Y luego se respondió a sí mismo: «Me alegro de que estés bien, yo también pienso en ti.» Dos días más tarde Patricia le preguntó, en la cama, de la manera más inocente, si aún mantenía contacto con Ada. Gabriel le mintió y le dijo que sí (no había vuelto a saber nada de ella desde que Ada se había mudado a Sheffield, pese a que le había llamado infinidad de veces y le había enviado un rosario de mails muy sentidos a los que ella jamás respondió), y supo en ese mismo instante que cada vez que él se dejaba el iPhone encima de una mesa, Patricia aprovechaba para leer su correo. Así que continuó con el juego. Se envió otro mail dos días más tarde en el que la falsa Ada le anunciaba a Gabriel que tenía que pasar por Londres para solucionar gestiones varias, y le proponía que se viesen. El respondía diciendo que le encantaría volver a verla, y que podían tomar una cerveza a las seis, a la salida de su trabajo. «Te llamaré para quedar», escribió. Esa noche, Patricia estaba particularmente irritable. Se enfadó por el orden de la casa, por el volumen de la música, excesivo según ella, incluso por el corte de pelo de él, que encontraba demasiado moderno: «Al fin y al cabo, tienes treinta y cinco años y trabajas en una firma importante, no puedes llevar un flequillo que parece el de Jarvis Cocker.» Gabriel experimentaba un placer perverso con aquel juego del gato y del ratón, y se mostró de excelente talante, sin dejarse alterar por ninguno de los comentarios malhumorados de ella. La noche anterior a la fecha en la que presuntamente Ada y Gabriel habían quedado para verse, Patricia le propuso que podría pasar a recogerle al día siguiente, a la salida del trabajo, para ir al cine. «Pero si nunca vamos al cine entre semana -dijo Gabriel-. Además, había quedado para tomar algo con alguien.» «¿Con quién?», preguntó ella visiblemente alterada, al borde de las lágrimas. «Con un compañero de trabajo», respondió él. Y ella, normalmente tan contenida, explotó: «Me mientes -acertó a articular entre unos sollozos que parecían desencajarle el pecho-. Me mientes, has quedado con Ada.» Gabriel aceptó haber quedado con su antigua amante. Patricia creía que estaba siendo, por fin, sincero, cuando en realidad mentía con más desfachatez que nunca. «Cancelaré la cita si tanto te afecta -dijo Gabriel fingiéndose magnánimo y comprensivo-, pero tienes que decirme cómo sabías que había quedado con ella.» Y entonces paladeó la victoria de contemplar cómo Patricia se humillaba y reconocía que había leído sus mensajes. Se sintió en algún momento avergonzado del placer sádico que había experimentado, pero se mentía a sí mismo y, para justificarse, se decía que la trampa a Patricia había sido indispensable porque él necesitaba saber si ella le espiaba o no. En cualquier caso, desde ese momento, Gabriel tuvo claro que Patricia no confiaba en él, y que en adelante, él tampoco confiaría en una mujer que había sido capaz de violar su intimidad de esa manera.