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¿Por qué siguió, pues, adelante con esa relación? ¿Por qué se embarcó en un compromiso de matrimonio? Porque quería a Patricia, porque se sentía querido, se decía a veces. Porque tenía treinta y cinco años y había llegado el momento de que sentara la cabeza, argumentaba otras. Porque quería tener hijos, familia. Porque Patricia le hacía la vida fácil. Porque era un cobarde. Porque era un cómodo. Encontraba muchas razones. O ninguna.

Patricia, efectivamente, era muy dependiente. Pero no sólo de Gabriel, también de su madre, a la que llamaba varias veces al día para consultarle cualquier cosa, desde recetas de cocina hasta direcciones de tiendas de decoración. Patricia no tenía hermanos y sus padres estaban divorciados. El padre se había vuelto a casar con una mujer poco mayor que su propia hija. En el tortuoso proceso de divorcio, que se alargó porque la esposa exigía una cantidad astronómica como pensión compensatoria, se cruzaron agudas recriminaciones por ambas partes, y Patricia, según decía ella, no tuvo más remedio que tomar partido, y decidió hacerlo a favor de su madre. Por esta razón, desde entonces mantenía con su padre, al que apenas veía unas cuatro o cinco veces al año como mucho -por Navidad, en el cumpleaños de ella, en el de él y en alguna que otra ocasión dispersa-, un trato respetuoso pero distante. Sin embargo, el lazo con su madre era tan estrecho que bordeaba lo patológico. A menudo Gabriel regresaba a casa del trabajo y encontraba allí a su futura suegra en animada charla con Patricia, charla de la que él quedaba excluido porque trataba temas -las vicisitudes de las amigas de la señora, la mayoría divorciadas ricas como ella, sus últimas compras, la inauguración de un establecimiento de delicatessen en el barrio- que a Gabriel no podían interesarle menos. Además, la madre exhibía una evidente hostilidad hacia él; evidente para Gabriel, porque Patricia la negaba siempre: «Te quiere muchísimo -decía-. Está encantada con la idea de que nos casemos.» Pero la actitud de aquella señora desmentía las afirmaciones de su hija. En las numerosas ocasiones en que los tres salían juntos, al cine o a un restaurante -Patricia se lo pedía a Gabriel por favor, aduciendo que su madre se sentía muy sola-, la señora prácticamente no le dirigía la palabra a su futuro yerno, y si lo hacía era para emitir comentarios irónicos que se situaban peligrosamente en la frontera entre lo ingenioso y lo insultante. Pero si a Gabriel se le ocurría quejarse en privado a Patricia de la actitud de la señora, su novia le decía siempre que Gabriel no tenía sentido del humor y que desde luego su madre le quería muchísimo y estaba encantada con el hecho de que fuera el novio de su hija. Una vez, tras una conversación muy larga sobre el tema, Patricia acabó preguntándole con expresión de querubín inocente:

– Gabriel, ¿tú no te has planteado que quizá…? No te ofendas por lo que voy a decirte pero… ¿que quizá es posible que no entiendas a mi madre porque… porque…, bueno, porque te sientes un poco desplazado por el afecto que nos tenemos?

– ¿Insinúas que tengo celos de tu madre?

– Bueno, no quería decir eso exactamente.

– Patricia, más bien es al revés. Es tu madre la que tiene celos de mí.

– ¿Qué estás diciendo? Pero si ella te adora, si no hace más que decir la suerte que he tenido al encontrarte.

– Pues a mí me parece que no me adora tanto.

– Quizá, Gabriel, bueno…, es posible. No sé cómo decir esto pero… Es posible que, al haberte criado tú sin madre, no entiendas el tipo de ironía cariñosa que a veces existe entre las familias.

Esa conversación debería haber sido la estocada definitiva para asesinar su agonizante relación, la última paletada de tierra sobre la tumba de su historia, y a Gabriel, desde Canarias, le parecía que quizá en aquel preciso momento había empezado a albergar dudas sobre la conveniencia de casarse con Patricia, pero no había sabido verlo, no había sabido reconocérselo a sí mismo, no había tenido valor para cancelar el compromiso.

Aquel doble mensaje («mi madre te quiere», un mensaje verbal por parte de Patricia; «te detesto», un mensaje gestual por parte de su madre), aquella discordancia de sentido y significado entre lo que Gabriel percibía y lo que Patricia le decía le dejaba sumido en una angustiosa incertidumbre. Quería, necesitaba creer a Patricia, pero no conseguía hacerlo. Por un lado, ya no confiaba en ella, pero por otro empezaba a dudar de su propia percepción. Si a esa situación le agregamos que cada vez que él intentaba hablar del tema con Patricia ella se empeñaba en llamarle de forma muy sutil celoso o socialmente inadaptado (pues no cabía duda de que eso era lo que se desprendía de la afirmación de que Gabriel no era capaz de captar el cariño implícito en la ironía de los mensajes de la madre de Patricia porque él había perdido a la suya), de vez en cuando aceptaba que sí, que era él el equivocado, y de esa forma dejaba de expresarle a su novia lo mal que se sentía cada vez que salían con su madre, y así, poco a poco, muy gradualmente, como la gota que acaba formando una estalactita, se sentía más resentido y más solo, e iba acumulando un poso de inexpresable y profundo rencor hacia Patricia.