Debería haber hablado con Patricia de sus temores mucho antes, antes de la visita al párroco tranquilo y de voz suave, antes de la comida con los padres de ella, antes de confeccionar y entregar en Debenhams la lista de regalos, antes de contratar el restaurante y el fotógrafo, antes de todos aquellos trámites irreversibles. Pero ¿qué podría haber dicho, qué términos podría haber empleado cuando ni siquiera podía plantearse la cuestión a sí mismo?
El sonido del teléfono vino a sacarle de sus reflexiones. Se puso el albornoz y se dirigió al dormitorio a coger la llamada.
Cuando Patricia entró en la habitación se encontró a Gabriel sentado sobre la cama, extrañamente rígido, con la mirada ausente, el teléfono apagado todavía en la mano.
– Creo que tengo que ir a Canarias. Hay un problema serio con Cordelia.
– ¿Qué tipo de problema?
– Ha desaparecido.
– Lleva desaparecida años.
– No es lo mismo, quiero decir que la policía la da por desaparecida… Es largo de contar. El caso es que tengo que ir a Canarias, hoy mismo, mañana. Soy su único familiar vivo.
– ¿Canarias? ¿Qué tienes que hacer tú en Canarias? Hace años que no hablas con tu hermana, si ni siquiera la has invitado a la boda, no sabes nada de su vida… ¿cómo te vas a ir…?, ¿por qué?
– Sí la invité, a la boda; quiero decir, le envié la invitación, pero no contestó.
– Quizá no la recibió.
– Sí la recibió, me aseguré de enviarla a través de su gestor y le pregunté si se la había entregado.
– Pero no puedes dejarme sola precisamente en este momento, con todo el follón de la boda.
– Lo has organizado todo sin mí, a tu gusto y a tu manera. No te vas a enterar de si me voy o no.
– ¿Y tu trabajo?
– Eso es asunto mío, pero ya sabes que mi trabajo es flexible. Y creo que la razón es lo suficientemente seria como para que me excusen.
– Pero no puedes irte… No puedes irte así, de pronto…
– Lo que me extraña -Gabriel parecía ajeno a las preguntas de su prometida- es que esa chica tuviera mi teléfono.
– ¿Qué chica?
– La que me ha llamado, la compañera de piso de mi hermana. No sabía que Cordelia tuviera mi número.
La llamada de la mujer le había puesto sobre aviso: «En breve le llamarán periodistas. La noticia ya ha salido aquí en todos los medios, creo que falta poco para que la cubran en su país.» Gabriel desconectó el teléfono móvil y descubrió horas más tarde que, tal y como había previsto aquella mujer, el buzón de voz se había bloqueado. En la pantalla del televisor vio las imágenes de los cuerpos flotando en el agua, las ambulancias, las camillas, el cordón policial. No sintió tristeza ni desesperación, más bien una especie de incapacidad para comprender, un estupor como el que se experimenta cuando, recién despertado en una cama que no es la habitual y saliendo de una pesadilla, uno aún no tiene claro si las últimas imágenes eran producto de un sueño, ni tampoco reconoce muy bien dónde se halla.
En el avión, la imagen de Cordelia volvía a su cabeza después de tantos años de esforzarse en no pensar en ella. Típico de su hermana, desaparecer de esa manera en las circunstancias más extrañas, en medio del mayor de los misterios. Siempre había sido así: Gabriel era el sensato, Cordelia la imprevisible, como si les hubieran repartido los papeles desde la más tierna infancia. Para él, la disciplina había sido el contenido concreto más profundo de la mayor parte de su vida: no dejarse desmoronar, cohesionar al máximo las fuerzas esforzándose porque cada una estuviera en su sitio justo, cada fibra, cada impulso con un sentido y un compás propio, intentando estructurar la vida según un orden exacto. Gabriel nunca se salía de la estrecha demarcación en la que regían las normas convenidas, siempre se detenía en la línea fronteriza y, con una sonrisa cortés, observaba y esperaba, acostumbrado a medir y a sopesar sus acciones, incluso las más rutinarias, para poder prever las consecuencias. Nunca lloraba ni mostraba emociones e, incluso en los momentos de mayor tensión, o precisamente en ésos, parecía desplegar una capacidad innata para dominarse. Hasta que sucedió lo de Ada vivió convencido de que saldría adelante siempre y en cualquier lugar, y de que poseía auténtico talento para mantener la calma en las circunstancias más difíciles. Y, cuando, tras la ruptura, se desmoronó de una manera tan extraña en él, solucionó rápidamente aquella crisis contraponiendo a la inestabilidad de Ada la sensatez de Patricia. Aquella flexibilidad, aquella lucidez, aquella indiferencia, aquella contención, aquella precavida desconfianza ante el mundo, en suma, le habían sido de enorme utilidad para asumir la muerte de sus padres y adaptarse a la vida que le tocó vivir después, para aceptar la separación de Cordelia más tarde, para superar, incluso, la pérdida de Ada. Se diría que Cordelia, sin embargo, se había esforzado toda su vida en nadar contracorriente, en balar dos octavas por encima del rebaño, en huir de lo convencional como un gato del agua. Incluso en la adolescencia, cuando quien más quien menos intenta adaptarse a las ideas del grupo, Cordelia se esforzaba en leer lo que los demás no leían, en escuchar la música que la mayoría deploraba y en vestir de negro de pies a cabeza, completamente indiferente a la opinión de los otros, al menos en apariencia. Retraída y desdeñosa, mantenía una prudente distancia con respecto al resto del mundo, como si viviera en una jaula propia en la que sólo permitía entrar a su hermano. Pero incluso su propio hermano era incapaz de seguir sus razonamientos. Cada vez que intentaba avanzar por los meandros y derroteros de una de las conversaciones filosóficas de Cordelia, le daba la impresión de que la charla se perdía en términos nebulosos que él no acertaba a descifrar. Voluble y extrema, su hermana pasaba del júbilo intenso a la lúgubre desesperación como si atravesara puertas giratorias. (Años más tarde le atraería de Ada esa misma volubilidad que había aprendido a amar en su hermana.) Cordelia era de decisiones prontas e impulsivas: irse a vivir a Canarias había sido una de ellas.