Pero aceptaba su lógica, al menos en la superficie. Ella estaba demasiado cerca, en su propio centro, compartiendo su intimidad. No es más fácil, por mucho que la creencia popular sea la contraria, engañar a un extraño que a un ser querido. Uno puede mentirle a alguien a quien conoce porque instintivamente detecta -y lo hará con más precisión cuanto más alto sea el grado de intimidad que comparta- a qué engaño es más vulnerable. Sabe lo que el otro quiere oír. Y se lo ofrece en bandeja. Y el engañado, aunque sospeche, opta por la credulidad en lugar de la horrible alternativa de afrontar la mentira y sus consecuencias.
Por si la agobiante presencia de la madre de Patricia no fuera suficiente lastre para su relación, estaba también la del ex de su novia, el mismo chico con el que Gabriel había compartido apartamento en Oxford durante un corto período de tiempo. Cuando Patricia se encontró con Gabriel, acababa de instalarse en casa de su madre tras abandonar el piso del que fue su novio, llevándose sólo una maleta y dejando allí casi todas sus posesiones: sus discos, sus libros, la mayor parte de su ropa, e incluso sus álbumes de fotos. Probablemente pensaba volver allí, y la huida a casa de su madre no había sido sino una de tantas escapadas que a veces hacen las parejas, como si dijeran «Me he secuestrado a mí misma, deposita una declaración de enorme amor y tus disculpas en la taquilla número X de la consigna de la estación del amor, y regresaré. No avises a la policía». Pero el novio, según reconocía Patricia, había tomado una decisión muy seria y no quería que ella regresara.
El primer fin de semana que Patricia había pasado en el apartamento de Gabriel había hecho cuatro visitas, cuatro, al de su ex novio. La primera porque Shaun le llamó diciendo que se encontraba verdaderamente mal y que, como él no estaba en condiciones de bajar a la farmacia, necesitaba que Patricia le llevara la parafernalia habituaclass="underline" zumo de naranja, paracetamol, jarabe para la tos, polvos anticongestivos Beecham, kleenex, pastillas para la garganta. «¿No se lo puede llevar otra persona?», preguntó Gabriel. «No, su familia no vive en Londres.» «¿No tiene amigos?» «No de los que cruzarían media ciudad para hacerle un favor y, además, yo estoy mucho más cerca, vive apenas a dos paradas de metro.» No dejaba de ser una ironía que,en una megalópolis de doce millones de habitantes, el antiguo novio de Patricia tuviese que vivir, precisamente, cerca del nuevo. Y un fastidio. Patricia tardó dos horas en ir y volver a y desde la casa de su ex, con lo que Gabriel dedujo que quizá se habían enzarzado en una larga conversación, o quizá habían estado haciendo el amor. Pero cuando ella regresó por fin, no se mostró ni celoso ni curioso, apenas conocía a aquella chica y no creía que quedara muy propio hacer la escena del amante posesivo. Además, en el fondo, todavía pensaba mucho en Ada, o lo suficiente como para que lo que hiciera Patricia no le afectara tanto. Lo que sí empezó a afectarle es que a lo largo de los dos días siguientes Patricia hiciera otras tres visitas a casa de su ex, pero Gabriel, terco como era, se negó a dejar que se notara. Por fin, cuando Patricia regresaba de la cuarta visita, le preguntó de la manera más cortés y educada si realmente su ex necesitaba tanta atención. «Oh, sí -dijo ella-, no imaginas lo enfermo que está. Prácticamente no puede ni levantarse de la cama, apenas para ir al cuarto de baño, y desde luego no está como para hacerse él mismo los zumos de naranja. Siento mucho que esto haya pasado precisamente en nuestro primer fin de semana pero, como comprenderás, no puedo dejarle solo en ese estado. Al fin y al cabo, nos ha costado mucho quedar como amigos después de la ruptura, y ¿qué mejor ocasión de demostrar que efectivamente soy su amiga?» Aquel «como comprenderás» parecía implicar que si Gabriel no lo comprendía demostraría ser un hombre sin corazón o demasiado posesivo. Lo que Gabriel habría querido decirle es que, si tan amigos eran, al ex novio no debería importarle que ella se presentara acompañada del nuevo, pero como a él tampoco le hacía mucha ilusión volver a ver a Shaun después de más de quince años, prefirió callarse. Sin embargo, después de aquel fin de semana estuvo evitando las llamadas de Patricia durante casi un mes, pretextando que tenía demasiado trabajo. Incluso dejó de ir a la piscina para no encontrarse con ella. Como fuera, cuando volvió a verla en la fiesta de cumpleaños de un amigo común, no resistió la tentación y volvió a llevársela a casa. Y ese segundo fin de semana Patricia no se movió de allí. Ella no preguntó el porqué del repentino desinterés de Gabriel por ella, y él tampoco le explicó nada.
Continuaron, pues, con su relación y, al poco tiempo, Patricia ya se había instalado en el apartamento de Gabriel. Sus libros, sus discos y la mayor parte de su ropa seguían, sin embargo, en el de Shaun, y allí permanecerían durante casi dos años, hasta que él le anunció a Patricia que se mudaba de piso y que en la mudanza no quería cargar con las cosas de ella. En los comienzos de su relación, Gabriel tenía la impresión de que estaba obligado a compartir su afecto con Liz (la madre de Patricia) y con Shaun. Ambos llamaban a Patricia a menudo, y ella siempre les dedicaba tiempo, incluso en los momentos más inoportunos, en mitad de una cena à deux en un restaurante caro en el que Gabriel había tenido que hacer una reserva con tres semanas de antelación, por ejemplo. No era raro que Patricia saliera del cine en medio de una película para responder al teléfono cuando llamaba su madre, o que saltase de la cama, a las doce de la noche, al comprobar que en la pantalla de su móvil parpadeaba el nombre de Shaun. «Es que está muy deprimido -le explicaba al día siguiente a Gabriel-, y cuando llama en ese estado a veces tengo miedo de que haga una locura.» «¿Qué locura?» «Pues no sé, beber de más, o tomarse una sobredosis de pastillas.» Gabriel sabía que Patricia no decía lo de las pastillas en broma. En el pasado, en una de las múltiples rupturas que antecedieron a la separación definitiva entre ella y Shaun, él había acabado en urgencias por una sobredosis de tranquilizantes, que nunca se supo si había sido intencionada o accidental. Lo que no acababa de entender Gabriel era por qué, si había sido Shaun el que, según reconocía la propia Patricia, había tomado la decisión de romper aquella relación, seguía llamando a su ex novia a diario, tomándola por su confidente y depositaria de secretos, por no decir por su madre. Pero cada vez que Gabriel le decía a Patricia que las llamadas de Shaun le molestaban, Patricia respondía, con aquella voz dulce y reposada y la misma contención que casi nunca perdía, que sería cruel y egoísta desatender a Shaun en un momento en el que lo estaba pasando tan mal. Shaun estaba acudiendo a terapia y se medicaba, y había que tener en cuenta que estaba enfermo. «Y, ¿no tiene a nadie más a quien llamar?», preguntaba Gabriel. Y entonces Patricia le explicaba que la historia que habían vivido había sido tan intensa, tan fusional, que poco a poco cada uno había ido encerrándose en aquel círculo estrecho y autoabastecido de su pareja, y habían ido dejando de quedar con amigos, con la diferencia de que Patricia contaba con el apoyo de su madre y además trabajaba en una oficina, lo que de alguna manera había salvado cierta red de relaciones sociales, mientras que el pobre Shaun, que se había dedicado a la investigación y que siempre había tenido un carácter menos sociable que el de ella, apenas contaba con otro apoyo que el suyo. Precisamente una de las razones de su ruptura había sido la insistencia de Patricia en quedar de vez en cuando con sus compañeros de trabajo para tomar una cerveza en el pub, y su negativa a renunciar a esas salidas.